Nunca existió trueque en El Chopo: De tianguis de discos a tianguis de camisetas

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Música

Nunca existió trueque en El Chopo: De tianguis de discos a tianguis de camisetas

Música, libros y películas han pasado a segundo plano. Lo que se comercia es ropa. Se vende más una camiseta con el rostro de un cantante, que el disco que grabó el cantante.

​"¿Conoces a Juan Heladio?", me pregunta Abraham Ríos. Claro que sé quién es. El que le corta las mangas a sus camisetas y utiliza anteojos de fondo de botella. En los tiempos anteriores a Netflix, mis amigos y yo le comprábamos discos quemados con películas. Era el único que sabía quiénes eran Takashi Miike, Akira Kurosawa y Álex de la Iglesia. Te platicaba anécdotas de ellos.​

Abraham Ríos con su libro. Foto de Jacqueline Ponce

"Él no te vende cine, te vende el choro. La película va de regalo", agrega el autor de Tianguis Cultural del Chopo, una larga jornada. Sentado como está en el banquito al fondo del puesto en el que despacha libros, el licenciado en Historia se me figura una mezcla bizarra entre Jabba the Hutt y Yoda, porque se mezclan en su cuerpo la voluminosa barriga del primero y la sabiduría del segundo. Porque en este mercado no hay nadie que no conozca a los personajes de Star Wars. Empezando por Heladio, que almacena en la cabeza suficientes datos duros, curiosidades y rarezas como para dejar a Wikipedia con la boca abierta. En eso se parecen el Chopo y la saga cinematográfica de George Lucas. Fueron traídas de otro mundo.

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Foto: Miguel Ángel Manrique​

En su superficie –eclipsado por las calles de Sol y Luna de la colonia Guerrero– convergen la misma variedad de alienígenas, guerreros siderales y personajes extraños que aquella famosa escena de la cantina del Episodio IV. Aquí deambulan punks de cresta en el área anarco, góticos que venden ropa de diseñadores underground, hippies que tallan figuritas en piedra, skates con la patineta guardada en la mochila y otros mucho más peculiares: el ventrílocuo vestido de negro que pide monedas en boca de su muñeco, la rastafari vegana que oferta hamburguesas de soya "dulces y saladas" y el dark espigado parecido a Eduardo Manos de Tijera polveado de blanco que –cuentan varias chicas que han caído en sus indefensas garras– a todas las chicas conoce por Facebook, las cita en las escaleras del Palacio de Bellas Artes, mientras aguarda sudando bajo el sol con una rosa roja en las manos.

Millennials al borde un ataque de datos​

Pero en algo más se parecen El Tianguis Cultural del Chopo y Star Wars. El tiempo los ha convertido en objetos de culto que viven de su pasado. Cuando alguien habla de Han Solo y Luke Skywalker en presencia de un cinéfilo, éste se quita el sombrero en señal de respeto. Aunque para las nuevas generaciones, poco o nada significa ¿Cómo hacer que un adolescente que con su celular podría grabar una película con mejor calidad de audio y video que la vieja Guerra de las Galaxias, comprenda que aquello fue un hito sin precedentes en el cine? ¿Cómo explicarle a quien lleva miles de canciones almacenadas en ese teléfono el valor de un antiguo vinilo? ¿Cómo sacar de onda a una generación vacunada de fábrica contra el asombro?

"Los jóvenes escuchan mucho más música", advierte Abraham acomodándose en el banquito que sorprendentemente no se vence ante su peso. "Pero faltan los datos, la información".

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Foto: Miguel Ángel Manrique

Me viene el recuerdo de mi hija de 16 años, a la que hace poco le pregunté cuáles eran sus grupos de rock favoritos y me dijo: "Me gustan canciones, más que bandas". Y después pienso en los últimos lanzamientos importantes que me ha tocado cubrir como periodista: desde U2 hasta Father John Misty, pasando por New Order o Clemente Castillo, el vocalista de Jumbo que se lanzó como solista: pareciera que la tendencia exige estrenar discos fragmentados, tema por tema, respondiendo a esa demanda de atención propia del fenómeno millennial: muchos estímulos en menos de tres minutos.

La última hora de este sábado la he pasado utilizando este diablito de carga como asiento. Permanece en posición horizontal, cubierto con cobijas. Delante de mí, Abraham Ríos Manzano me cuenta con mucho más detalles la historia que en 1999 imprimió en las 76 páginas de su libro Tianguis Cultural del Chopo, una larga jornada.

Foto: Miguel Ángel Manrique

Sólo que con muchos más detalles "porque en el libro no puse que me estaba echando unas cervezas la vez que  nos atacaron y por eso no me pasó nada".

Ríos se refiere al primer sábado de 1988, cuando el Chopo se asentó en la calle de Oyamel, en la colonia Atlampa. Una banda conocida como El Nopal atacó salvajemente a los tianguistas.

Entonces me queda claro que hace mucho que los choperos, como se autodenominan los integrantes de esta Asociación Civil llamada Tianguis Cultural del Chopo, que de cultura sólo parece conservar la palabra, ya no venden lo que vendían. La música, los libros y las películas han pasado a segundo y tercer plano. Lo que se comercia es ropa. Paradójicamente, se vende más una camiseta con el rostro de un cantante, que el disco que el cantante grabó.

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Foto: Miguel Ángel Manrique​

Después de levantarme, sintiendo las nalgas entumidas, cuando me despido del historiador que semana a semana despacha libros de ciencia ficción, terror, fantasía, sociología o ciencia política, pero subarrienda su puesto para que otros más vendan camisetas, me queda claro que los sobrevivientes del Chopo lo que en verdad venden es el choro. La merca es cortesía de la casa.

El mercado ciempiés

Vine al Chopo porque me dijeron que acá se practicaba la acción que llaman trueque. El intercambio de discos.

Lo primero que el tianguis tuvo que negociar, y lo hizo durante sus primeros diez años de existencia, fue su derecho a instalarse. Hay que decir que nació como una iniciativa de Jorge Pantoja y Ángeles Mastretta, promotor y directora del Museo del Chopo respectivamente, quienes promovieron que en sus instalaciones se abriera un paréntesis en el México represor de los años ochenta. Ahí se podrían vender e intercambiar acetatos, platicar sobre grupos, escuchar música en vivo y, ya de salida, confluir en alguna cantina aledaña para seguirse mojando la garganta y hablando de discos, porque en eso a cualquiera de quienes estamos enfermos de música, se nos va la vida.

Truequeando. Foto de Jacqueline Ponce​

Pero los cambios de administración del Museo, sumado a las inconformidades de los vecinos de las distintas sedes por las que pasó el tianguis, hicieron que al Chopo le salieran pies. Ciempiés, mejor dicho, porque a donde quiera que iba le seguía una tribu de inadaptados con su joroba de discos a cuestas. Por Santa María La Ribera, un estacionamiento en Sadi Carnot, el Casco de Santo Tomás, la Facultad de Arquitectura de la UNAM, la calle de Oyamel y su actual hogar, en Buenavista. Aquella generación se volvió gitana a la fuerza.

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Pero en pleno 2015, a punto de cumplir sus 35, muchas cosas cambiaron. Algunos de los integrantes de su mesa directiva han muerto. Otros, cansados ya de la exigencia física que el tianguis demanda, mejor rentan sus espacios a los vendedores de ropa. Porque la música ya ni siquiera es lo que la gente consume, sino la ropa, las perforaciones, los tatuajes y las cervezas. Incluso las drogas que con descaro se ofrecen a su entrada, ante la frustración de los tianguistas pero la vista gorda de las autoridades de la Delegación Cuauhtémoc, que a sólo metros de donde los dílers pregonan sus pasaportes al infierno ("¿Cuánta motita vas a querer o chochos o grapas?") ha instalado una carpa de actividades "culturales".

El Jabalí. Foto de Miguel Ángel Manrique​

El Chopo es un gigantesco dinosaurio que todavía está ahí, aunque se le desmoronan poco a poco los huesos.

"Pero uno viene porque es como tener tu domingo familiar, pero en sábado", me cuenta El Gustragos, un señorón de piel áspera que lleva un despintado tatuaje de Iron Maiden en el brazo derecho. "Aquí están los amigos, con los que platico de música, con los que después me echo mis frías".

Otra vez es el choro la moneda de cambio. Los truequeros de la zona de intercambio, ubicada al fondo, junto a Radio Chopo donde tocan las bandas, lo que se pasan de mano en mano son historias, anécdotas, risotadas.

Foto: Miguel Ángel Manrique

–¿Qué vas a hacer con tu colección de discos cuando mueras? –le pregunto al Viejo del Blues. Preguntando llegué hasta él, un tipo instalado en la década de los 60 y también en sus sesenta años de edad, que se protege del sol que no perdona con un sombrero de paja, que lleva un apache impreso en la camiseta y que, además de los 50 discos de Status Quo, Moody Blues, Eric Clapton y Led Zeppelin que tiene recargados en la pierna y apoyados contra la banqueta, acumula otros 4,000 vinilos en su casa.

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–Se los voy a dejar a mis hijos, aunque tienen prohibido venderlos.

–Si te devolvieran todo el dinero que has invertido en tus discos, a cambio de ellos, ¿lo tomarías?

Me sonríe con una dentadura que me recuerda a una zona arqueológica en ruinas.

–A mí el dinero ya no me sirve para nada. Esos discos representan una vida, mis recuerdos, mis vivencias. Algunos me transportan a lugares y momentos especiales. Otros, a viejos amores. Ni madres. No se venden.

–¿Qué te dicen tus hijos?

–Que por qué no soy un papá normal.

Sus carcajadas me devuelven una semana atrás cuando con mi amigo Pepe Treviño fui a comer a un restaurante de la Condesa. El valet parking le preguntó: "¿Me deja algo de valor que deba reportar?" y Pepe le respondió: "Mis discos".

Foto: Jacqueline Ponce​

Sólo alguien de nuestra edad y nuestra pasión diría algo similar. El valet parking, 10 años más joven, se refería a una computadora, tablet o celular.

Guantes de cirujano

Los truequeros coinciden en que el intercambio es un mito. Nunca existió. La historia los asiste. En el libro de Abraham Ríos se apunta que la mayoría "vendió y compró discos desde el primer sábado". Los habitantes de esta banqueta gris en la que un ritual se repite incesantemente a lo largo de cuatro horas: el interesado se pone en cuclillas (como yo), barajea con la delectación de un vampiro delante de un bufete de yugulares los discos, cedés o casetes hasta que encuentra uno que le llama la atención (como yo), que puede ser de Banco del Mutuo Soccorso, de Ozzy Osbourne, de Metallica o de King Crimson, y se anima a preguntar (como yo): "¿Por éste cuánto?".

Foto: Jacqueline Ponce​

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–Un Silencio de Caifanes lo doy hasta en 700 pesos porque no hay reediciones en vinilo –me responde un sujeto que se identifica como "El Los Odio a Todos por Igual".

–¿No te gusta?– le pregunto.

–Sí, pero yo tengo el mío en casa.

Tenemos que hablar muy fuerte, porque a escasos metros de donde nos encontramos un grupo de rock emergente que se hace llamar Los Ugly Fools intenta hacerse entender con un audio infame a nivel de banqueta. Llenos de energía, los músicos  interpretan algo de su autoría que lleva por título "Punklicía" y en el coro dice: "Policía, ya toma tu Sor Juana y deja de chingar".  Delante de ellos, un flaco sin camiseta que aspira un algodón se sacude de manera escandalosa, como si le dieran electroshocks.

Foto: Miguel Ángel Manrique​

Muchos de estos truequeros vienen desde Chimalhuacán, otros de Villa Coapa, unos más de Ecatepec y los más afortunados de unas cuadras a la redonda. Invariablemente traen a cuestas mochilas llenas de discos que nunca se venden, se compran o se intercambian. Traerlos es sólo el pretexto para encontrarse. A diferencia de la música que otros cargan en el celular, esta música tiene un peso rotundo que hace que te duela la espalda y los riñones. Pero su ausencia provoca que se te encoja el alma.

–¿Me crees si te digo que para poner un disco en mi casa uso guantes de cirujano?– dice El Viejo del Blues –Me muero si uno se maltrata.

El tianguis del Chopo es como las tres primeras películas de Star Wars. Unos las vieron en el cine, otros las disfrutamos en video y unos más esperan que alguna vez las suban a Netflix [Durante el proceso de escritura de este texto, es justo lo que sucedió]. Para los más viejos melómanos, el Chopo representa un "yo estuve ahí". Para los de mediana edad como yo es "yo conozco a alguien que estuvo ahí". Y para los más jóvenes un día será: "Dicen que existió un mercado en el que se vendía, se compraba y se intercambiaba música".

Foto: Miguel Ángel Manrique​

Pero la conclusión que me regala por teléfono Julio Morín, dueño de La Disquería, una tienda de discos usados en Monterrey, resulta tan aplastante como los años que le caen encima al tianguis: "De todos los años que tengo de ir, el 95% de los discos que obtuve los compré y quizá sólo un 5% me llegaron por trueque. Eso es un mito".