De cumbia por Monterrey
Foto: Mariana Treviño

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Música

De cumbia por Monterrey

Una crónica sobre músicos callejeros en la ciudad con más arraigo cumbiero en México.

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En Monterrey, Nuevo León la cumbia le pertenece a la raza, que es la manera correcta de dirigirse al pueblo en el norte de México. En barrios populares, calles, ferias, plazas púbicas, cantinas y bares –con pinta “peligrosa”– se baila pegadito, de brinquito, moviendo la cadera, cadencioso, haciendo el paso del gavilán o la moto, tirando rollo en plena canícula, sudando en la pista de baile las caguamas que se beben.

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Las majestuosas montañas resguardan una tradición de acordeones; de menearlos para un lado y otro, oprimiendo sus teclas y generando sonidos ilustres de los ritmos vallenatos (paseo, merengue, puya, son, tambora) que llegaron de la Costa Caribe colombiana. Aun cuando la propia Sultana del Norte cuenta con su música regional: polka, huapango, chotis, redova y corrido norteño, los ritmos importados reinan supremos.

En los años cincuenta y sesenta la música tropical de Latinoamérica comenzó a escucharse por todo el continente. La colombiana, en Monterrey, fue adoptada en lo más alto del Cerro de la Independencia, donde surgieron los primeros sonideros de la región, que ambientaban reuniones de sus familias, amigos y desconocidos quienes oían hablar de ellos y se los jalaban a sus fiestas. Los discos de vinilo llegaban de la Ciudad de México o Estados Unidos. Uno de los principales iconos de la cumbia que adoptó la cultura regia fue el señor Gabriel Dueñez (Sonido Dueñez Hermanos). Se le otorgó el mote de “creador de la cumbia rebajada”, gracias a un momento donde el motor de su tocadiscos se calentó, las revoluciones bajaron de velocidad; y la caja, el acordeón y la guacharaca pasaron a ser el dub de la cumbia neolonesa; como un Lee Perry, pero oriundo de la Indepegüepe kolombia.

Se tejía una historia de música guapachosa y rumba mamalona. Las mismas personas que acudían a fiestas sonideras se organizaron para formar conjuntos que interpretaban cumbia colombiana o vallenato. Así le ocurrió al “Rebelde del Acordeón”, Celso Piña y su Ronda Bogotá, quien después de venir tocando desde los ochenta, popularizó el estilo musical que en Monterrey solía etiquetarse con los pobres, los de abajo, los de a pie. Celso y otros grupos sonaban en la estación de radio 1420 AM. Sobresalía esa manera única y precisa de mandar saludos bien malandros entre los cholombianillos (muchas veces pandilleros) que igualmente se formaban en las colonias de toda el área metropolitana y sus municipios ubicados alrededor.

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Unos se declaraban trinche pa’ arriba y otros trinche pa’ abajo, defendiendo al símbolo star o el símbolo 1; como se maneja la cumbia entre la raza, sin ser marginados por su apariencia de cholos, sus greñas relamidas con gel y otras cosas que se fueron inventando. La televisión comenzó a fijarse en lo que estaba ocurriendo con la cumbia, su figura (Celso Piña) y gran parte de la sociedad norteña, pasó de ser un admirador de Eulalio González “Piporro”, Ramón Ayala, Bronco, Limite, a sentir afecto por personajes del país cafetero como Los Inquietos, Los Chiches, El Binomio de Oro, Alfredo Gutierrez, Lisandro Meza, Aniceto Molina, Alejo Durán, entre otros.

Lo que vino a suceder en Monterrey, con los involucrados en la cumbia, fue que el estilo colombiano se mezcló con otros. Hubo casos donde el vallenato se volvió una profesión, respetándose las bases musicales de su sonido, e incluso trayendo artistas para que se presentaran en La Fe Music Hall. Se abrieron tiendas de artesanías colombianas y escuelas para aprender a tocar el acordeón. Nació el Festival voz de acordeones, que data de 1998.

Dicho festival, hasta la fecha, busca mejorar a cada uno de los participantes, con la ilusión de que algún día lleguen a tocar en tierras sabaneras, para ganarse el corazón de aquel país durante el Festival de la leyenda vallenata. Por otro lado, El Gran Silencio, el mismo Rebelde del Acordeón, Javier López y sus Reyes Vallenatos, La Tropa Colombiana, Paco Silva, Kumbiamberos, Desafina2 de la Cumbia, Los Siriguayos y más proyectos, siguen creando un concepto bien regio –por los tintes del verídico folclor de Nuevo León, nada agringado–; y con esa influencia innegable que brota de Colombia, cuando todos los días, por cualquier sector popular, se escuchan cumbiones rebajados y vallenato.

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Calle de Arramberi. Foto: Mariana Treviño

De esa manera este fenómeno cultural se expandió por Saltillo, San Luis Potosí, Torreón, algunas partes de Texas y otros sitios al norte de México. La cumbia, por esa razón, en todos los rincones de los cuales se ve el Cerro de la Silla es de respeto, con amplia trayectoria y desarrollo. Es un hecho que seguirá vigente el vallenato, pero también brotó la cumbia villera, gracias a ese otro fenómeno que se le conoce a los regios: la desbordada pasión por sus equipos de futbol, sean los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León o La Pandilla de Monterrey, que es como se le conoce a los seguidores de los Rayados.

Unas guamas en La Pantalla

Pensé que sería fácil encontrar músicos callejeros que gocen de la cumbia. Llegando a Monterrey supe que ya no es tan común que los dejen tocar en los camiones, arriba del transporte público, donde otrora se ganaban honradamente algunas monedas. Esa tradición urbana ha ido desapareciendo. En mis días como estudiante, cuando abordaba la Ruta 118 que va de Santa Catarina, Nuevo León a la zona centro de Monterrey, acostumbraban subirse a tocar tres locos: uno con el acordeón, otro raspándole a la guacharaca y el tercero pegándole a la caja (a veces sustituida por una cubeta).

Recuerdo mucho a ese trío de cholombianillos. El homie de la guacharaca era el más moreno y serio, con bigote estilo Cantinflas; nunca lo vi decir una palabra en el transcurso de las tres o cuatro rolitas que se echaban. El encargado de la caja coqueteaba con las pasajeras, cantaba las melodías románticas con sentimiento, recibía las monedas del público presente, y sus Converse todo el tiempo lucían impecablemente blancos. Y quien tocaba el acordeón era el más alto y alegre, dedicándose a hacer bromas, siempre vistiendo camisas floreadas. A él en particular lo recuerdo más. Durante el concierto de Manu Chao, en La Huasteca, el 29 de septiembre de 2008, ante miles de personas apareció arriba del escenario, tocando idéntico que como en el viejo camión amarillo, al lado de Toy Selectah y su Sonidero Nacional.

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La Pantalla. Foto: Mariana Treviño.

Bajo la esperanza de dar de frente con algunos músicos-colombia me dirigí un sábado por la mañana al Mesón Estrella, ubicado en la calle Juan Méndez, en el centro. Pregunté a conocidos dónde localizar el sabor de ese canto. La mayoría me recomendó acudir ahí, a esa zona en la que se encuentra el mítico Chac Mool, gobierna el comercio informal, las dulcerías, se comen tacos al vapor o gorditas; y donde en esa inmensa bodega llena de gente, bochorno, olor a fruta y verdura, daría de frente con algunos músicos estrafalarios. Y sí, encontré a un par: un acordeonista ciego abriéndose paso entre la gente y los diableros, junto a otro hombre robusto tocando la guacharaca mientras cantaba canciones vallenatas que hablaban de Dios. Me sorprendí. ¿Dónde había quedado la picaresca que les caracterizaba? Sin embargo, entendí que en cualquier ámbito existe el arrepentimiento. Los excesos cobran factura y la esperanza se vuelve una imagen milagrosa.

La otra zona que me recomendaron fue el Mercado Juárez, entre Ruperto Martínez y Aramberri. Eran como las dos de la tarde. La temperatura rebasaba los 35 grados centígrados. Mi pantalón de mezclilla y la franela de cuadros que vestía no eran la mejor opción para realizar trabajo de campo. Esconderse del sol no era suficiente. Respirar provocaba que sudaras por todo el cuerpo.

Me interné en el Mercado Juárez. Supuestamente a esa hora, en algunos locales de comida, cholombianillos pasarían prendiendo la vela con su cumbia. Di seis vueltas entre santeros que te invitaban a realizarte una limpia, figuras de Malverde, instrumentos musicales, flores, trajes típicos de Nuevo León, marisquerías, caldos, cabrito. Jamás escuché un acordeón. Creí que esa subcultura sí estaba en peligro de extinción. Videos como el de “Chuntaro style” o “Cumbia poder” no tardarían en ser de culto.

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El Beto's. Foto: Mariana Treviño.

Afuera del mercado hombres y mujeres de todas las edades esperaban el camión que los llevara a sus destinos entre olores a taco de trompo, basura y vendedores ambulantes ofreciendo agua fría y sabalitos (congeladas sabor a fruta). Dejándome llevar por las apariencias pregunté a un sujeto que vestía tumbado si sabía dónde podría localizar algunos batos tocando colombia. “Nombre, compi, tienes que andar bien al tiro, a veces se bajan aquí mero de los camiones. Nomás ponte venas y seguro los topas”, me dijo. Entonces en cualquier instante podría encontrarme con algunos morros dándole a lo que más saben hacer, ese jale que se inventaron para sacar feria, para tener el suficiente varo y poderse empinar un par de cervezas por la noche.

Me aventé como dos horas ahí parado. Comencé a sentir hambre y sed, a desear bañarme con agua fría, a incomodarme con el calor del cual ya no estoy acostumbrado. La cumbia y el vallenato hecho en las arterias de Monterrey se difuminaban entre mis deseos de un reencuentro fortuito. Pero al caminar derrotado, con la mirada hacia abajo por la calle Aramberri, me di cuenta que en esa parte de la ciudad se gesta uno de sus ambientes tropicales con ritmos vallenatos, de sonoras; incluso fara fara, banda o cumbias villeras. Los bares en esa zona parecen sitios clandestinos donde se congrega la devoción a los vicios. Anteriormente había estado en esa calle, dentro del Beto’s, un manicomio al cual todos son bienvenidos. La mayoría, sino es que todos los bares y cantinas de ahí, tienen la facha de fungir como la zona del degenere regiomontano, aunque en realidad sólo se trate de otra sultana (sin malls y aire acondicionado).

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Así di con La Pantalla, lugar marcado con el número 218. Aún no estoy seguro qué es lo que sea, si se trata de un salón de baile o una piquera. Me divertí en grande. Gocé de la cumbia y el vallenato. Ahí se congregan los mejores bailarines de música colombiana que he visto.

Meterme tan sólo por escuchar el sabor de una cumbia en vivo, y ver el precio de las caguamas en 35 pesos fue lo mejor que pude hacer durante ese día caluroso que se había oscurecido. Aparentemente las pantallas de ese lugar, en alguna hora de la noche, comienzan a proyectar pornografía. Pero las dos horas que estuve bebiendo y observando todo a mi alrededor, únicamente presté atención al baile, al movimiento de pies, a esos giros guiados por el redoble de los timbales, esas miradas y sonrisas totalmente sinceras que se tejen con el bailongo.

Bar La Pantalla. Foto: Mariana Treviño.

En el transcurso de la presentación de Príncipes del Vallenato vi personas acercarse al escenario a pedir canciones y saludos, norteños de botas picudas siendo iluminados por la estrella de luz que está en el techo, un pachuco idéntico a Tao Pai Pai de Dragon ball dándole a la hilacha con dos morras. Mientras que en algunas mesas, hombres solitarios, vencidos por el alcohol, abrazaban sus mochilas como único consuelo. A otras llegaban grupitos de tres o cuatro personas (jóvenes y viejos cholombianillos). Todos ordenaban caguamas Sol o Carta Blanca, para que algunos tragos después, y por la cantidad mínima de 10 pesos, danzaran “Muevelo muevelo” con alguna fichera vistiendo minifaldas, pantalones entallados o shorts adheridos a sus nalgas.

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Entre cada canción surgían los mejores pasos de baile en La Pantalla, esa felicidad que se desprende todos los fines de semana, luciendo playeras de Rayados o Tigres. Sobre la barra donde hombres mal encarados despachaban las caguamas bien muertas, sumergidas en hielo, nadie se inmutó y zapateaban solos, haciendo señas con sus manos que solo conocen ellos. Pura yesca.

Un Tu Fazo vi-regio con código

En todo Monterrey, el futbol, como la cumbia, es de la raza. El fanatismo por sus equipos locales en ningún otro lugar de México se equipara. Los neoloneses portan con orgullo playera auriazul, bajo las siglas UANL. Otros optan por una de rayas blancas y azules, sin dejar de presumir su reciente estadio de “clase mundial”. Así se pertenecer al noreste caliente, irle a las escuadras con más billete de la Liga MX, con las barras más maniacas (Libres y lokos de Tigres y La adicción de Los Rayados de Monterrey).

La monotonía de comprar un abono para acudir a los partidos en el Volcán o BBVA Bancomer rodeado de camaradas, gritar gol, mandar a chingar a su madre al árbitro, mamarse con madre –más si gana el equipo del “Turco” o el “Tuca”–, de un tiempo para acá está acompañado de la cumbia villera, que ha venido a amenizar la pasión futbolera regiomontana.

Bar La Pantalla. Foto: Mariana Treviño.

Conocí esa cumbia argentina –surgida en 1999 en las villas de Buenos Aires, y tomando fuerza tras la crisis de 2001 en ese país– cursando la preparatoria, hace más de diez años. Entre el grupito de personas con el que me juntaba había algunos que formaban parte de las barras de Tigres o Rayados. La subcultura argentina es poderosa en la Ciudad de las Montañas. 2 Minutos y Ataque 77 eran populares. El “Tema de Adrian” o “No me arrepiento de este amor” despuntaban en fiestas, tocadas y se adaptaban como cánticos en los estadios. No recuerdo el nombre del carnal –pero sí que era un integrante de La adicción– que me mostró esa música influenciada por la cumbia colombiana y la chicha peruana.

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En un principio pensé que se trataba de “cumbias para punks”. Algo así. Los argentinos de las barriadas más miserables, discriminadas y consideradas como “agresivas” hacían ese sonido tropical de protesta. Pablo Lescano (máximo ídolo del cotorreo villero) incorporó sintetizadores, creó este concepto asociado con lo vulgar, las drogas, la delincuencia, el sexo, la devoción por el futbol, el odio a la policía y el gobierno. Pablo, por vez primera, en 1999 formó el grupo pionero de cumbia villera: Flor de Piedra. De ahí en adelante surgieron más proyectos: Canto Negro, Meta Guacha, Re Piola, Yerba Brava, Pibes Chorros y, por supuesto, Damas Gratis, el más popular.

A Monterrey la cumbia villera llegó gracias al futbol. Entre los Libres y lokos y La adicción hay líderes (capos) argentinos. Ellos quizá convirtieron cumbias de su nación a cánticos en apoyo al equipo que acogieron en México. Y como ocurrió con la colombia y el vallenato, las villeras se asociaron con la populacha de Nuevo León. Ojos Rojos (hijos de Los Reyes Vallenatos) y Barra Libre (antes un proyecto colombiano) se convirtieron en pioneros de Monterrey, interpretando este género.

Pero en 2004, en Valle verde (colonia brava de Monterrey conocida en los bajos mundos como “Valle muerte”) se formó Tu Fazo, en un momento donde el estilo despuntaba por América Latina. Los conocí gracias a Rodo, su vecino, un viejo camarada del Poniente de Monterrey, un clásico regio al que la mecha se le prendé en corto, en cuanto pierde su equipo y uno se lo hace saber a base de burlas. Gracias a mi compa que daría todo por Rayados pude reunirme con Código, compositor y el lado creativo de Tu Fazo. Lo encontré –dos días después de asistir a La Pantalla, a donde me dijo él suele irse de diversión– en el local de hamburguesas donde trabaja, sobre avenida Francisco I. Madero, cerca del Hospital Universitario.

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Código conoció la cumbia villera en el 2000. Cantaba en un proyecto reggae llamado Código Reggae, de ahí el apodo para alguien que ha sabido disfrutar de la cumbia argentina en Monterrey. Recuerda que lo primero que escuchó ligado a lo villero fueron unas canciones de Fidel Nadal. A partir de que se interesó por ese tipo de música que solía moverse en Internet, buscó artistas relacionados con el movimiento. Su proyecto se convirtió en Código Villero; sin embargo, recuerda que “era una época de drogas y mucho desmadre”. Y a pesar de eso, mientras más se enganchaba con la cumbia del país del “Chelito” Delgado y Roberto Fontanarrosa, hizo amistad con algunos argentinos, grupos importantes de allá que le aconsejaban cómo hacer canciones realmente villeras. Uno de esos maestros fue Rasta, integrante de Yerba Brava; incluso ahora vive en Monterrey. No obstante, Código expresa que Tu Fazo es una mezcla de estilo villero, colombiana y un poco de reggae.

En Monterrey, un suceso importante dentro del asunto de las villeras y el deporte de las patadas se dio en 2003. Damas Gratis tocó en la ciudad gracias a que uno de los capos de Libres y lokos los jaló al país. Código explica que a partir de ese momento el sonido villero gustó a toda la afición del futbol, sin importar clases sociales, ya que la cumbia villera suele considerarse más juvenil y no es tan mal vista como la colombiana.

Esa noche de la visita de Damas Gratis, Código y otros integrantes que conforman a Tu Fazo se encontraban en el show. Así conoció a Bimbo. Entre ellos dos le dieron forma a Tu Fazo, invitando amigos y conocidos. No importaba que supieran tocar algún instrumento. Código era el único relacionado con la música gracias a sus hermanos mayores.

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Tu Fazo comenzó tocando en fiestas de Libres y lokos o La adicción. No era nada extraño que se dieran peleas, que algunas veces ni siquiera llegaran a conectar los instrumentos para comenzar el carnaval. El ambiente era algo similar al colombiano. Había riscasos (pedradas).

La música villera se posicionaba en el gusto de la gente. Se formaban grupos musicales para cada barra. En Tu Fazo no existen diferencias y rivalidades: la mitad son Rayados y los otros Tigres. Tampoco niegan sus influencias colombianas. Código sabe que desde pequeño se acostumbraron a escuchar vallenato por todo el barrio. Su gusto por lo tropical se dio solito. Por esa razón tocan en todas partes. Van a celebraciones de los equipos locales o con la hinchada de Cruz Azul, Pumas, Chivas, Atlas, León. Acuden a eventos masivos organizados por el gobierno de Nuevo León. Formaron parte del festival Sos villero, donde hasta hace poco tiempo llevaban agrupaciones argentinas a Monterrey. Pero actualmente, fijos, tocan dos veces al mes en el Skizzo del Barrio Antiguo, antro que pasó de ser un lugar exclusivo de música electrónica, a incluir cumbia villera y más. Aun cuando Tu Fazo ya han compartido escenario con las leyendas de Damas Gratis, lo importante es seguir creando canciones en su estudio casero de la Valle verde, que su público los identifique.

Se ganaron el reconocimiento en la movida villera de Monterrey con canciones de su propia autoría como “No voy a cambiar”. Algunos grupos argentinos se han acercado a pedirle letras a Código. Rompieron paradigmas. Suenan en las periferias de México y Sudamérica, en los malls más fresones del Nuevo Reino de León, en los programas de televisión que hablan de futbol, etcétera. Y mientras Código me pone al día de éste boom cumbiero lo reconocen y se acercan a saludarlo, al mismo instante que me explica que “Tu Fazo es un sueño hecho realidad”. Nunca imaginó que junto a sus amigos pasarían de ser unos simples fanáticos, a ser vistos como unos referentes –por las mismas leyendas argentinas que los han invitado a tocar por allá– de la cumbia viregia.

Entre Colombia y Argentina, dos mundos en los que se rige por sus estilos musicales, estoy seguro que Código y los demás regiomontanos que viven y sueñan con la cumbia, saben que en Monterrey siempre prevalecerá el amor incondicional por la música vallenata, ya que llegó primero. Pero a Código, a quien su corazón le palpita al ritmo de un estilo más callejero , más de D10S Maradona, asegura que la colombia jamás desaparecerá, que tampoco dejará de ser mal vista por parte de la sociedad.

Tu Fazo como grupo villero no se salva de las críticas o conflictos. Código se ríe y no se explica que pueda existir una especie de rivalidad. A pesar de eso los bailes de éste grupo no dejan de tener esa esencia de siempre, esa onda regia de cotorreo vallenato más futbol: un awante-verraco bien mamalón.

Para romper esa envidia y rivalidad Tu Fazo recién acaba de grabar una canción con Los Kombolokos. Pero por lo pronto en Monterrey crece en música villera, apasionando cada vez más a la gente con ese sonido característico del teclado, su güipi-güipi, sin que alguien entre la raza no niegue que aprendió a bailar escuchando cumbiones rebajados, haciendo el paso del gavilán o la moto. Sobres… sobres…

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