I
El Rector me arroja una mirada nerviosa cuando ve que meto la mano en la mochila para agarrar el cuaderno. Son las 2:00 de la mañana en punto y me acabo de montar en su carro, un modesto coupé de un color oscuro que no alcanzo a detallar, para comenzar la ronda que me había prometido el día en que nos conocimos: un tour de incógnito y descarnado de una hora por las calles, bodegas y callejones de Corabastos, la central de acopio de alimentos más importante del país. Cuarenta y dos hectáreas de cemento colmadas de frutas, verduras y legumbres. Treinta y dos bodegas atestadas de costales y colores. 250 mil personas, 12 mil vehículos, 6.000 comerciantes y 4.200 toneladas de alimentos transadas a diario. La gran despensa nacional, la mega alacena, la Fuente Nutriente de más de 12 millones de colombianos.—Hermano, no vaya a sacar esa libreta porque me meten un tiro.
Un día atrás había llegado a la casa de El Rector, recomendado por un exfuncionario del Distrito que conocía muy de cerca las difusas dinámicas que gobiernan la central de abastos. No había terminado de saludarme cuando ya me estaba sometiendo a un interrogatorio policial, en el que se repetía la misma pregunta: “¿Qué periodistas amigos tiene?”. Le dije que pertenecía al gremio. Que buena parte de mis amigos son periodistas. Insistió en anotar los nombres para los medios en los que había trabajado. “Puede que lo necesite más adelante”, me dijo.Se notaba que El Rector sabía jugar el juego de Corabastos. El póker de los alimentos. Un complejo submundo diseñado a finales de la década del sesenta, durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, e inaugurado en 1972 con la misión de resolver el grave problema de abastecimiento que padecía Bogotá luego de dos décadas de intenso crecimiento demográfico. Como muchas otras soluciones bogotanas, Corabastos funcionó al comienzo y por más de una década, incluso como marca. El sistema diseñado por expertos de la Universidad de Michigan y la Organización de Naciones Unidas para los Alimentos (FAO) aseguró la llegada de alimentos a los hogares bogotanos, y transformó los hábitos de consumo de la capital.—Póngame cuidado, mire todas las gabelas que le dan a cierta gente. Este es un mundo de privilegios…
Desde entonces, a Corabastos la gobernaron y se la disputaron todos: la guerrilla, los paracos, los esmeralderos, los narcos. Y aunque en los últimos años la violencia ha mermado considerablemente, El Rector insistió el día en que nos conocimos que la central seguía sometida a una gobernanza oscura, compleja y paralela.—Esto se puteó en el 85 cuando llegó de gerente Álvaro Cruz— me dijo El Rector, refiriéndose a el exgobernador de Cundinamarca, hoy condenado por su participación en el carrusel de la contratación en Bogotá—. Fue Cruz quien empezó a arrendar los aleros, los callejones y los parqueaderos, y esto se volvió una anarquía.
—¡Es un gran templo de la ilegalidad —soltó con mirada inquisidora—. A través de sus negocios tan bonitos, mucha gente pasa de agache. Allá impera la informalidad: tributaria, laboral, bancaria… ¿Y el Estado? Se hace el huevón, porque utiliza Corabastos para poner sus fichas clientelistas y hacer plata con contratos como los de la seguridad y la electricidad.
El rector continuó por un buen rato con su memorial de agravios: contratos para el mantenimiento de la malla vial amañados, edificios terminados a medias, sobrecostos en los techos de las bodegas… De repente se detuvo. Eran las tres. Comenzaba la compra. Se dio la vuelta y me ordenó que me fuera.—Mire las gabelas que tienen los fruver— dijo primero, señalando a los camiones de los muchos almacenes especializados en venta de frutas y verduras que en los últimos años se han tomado Bogotá—. Los dejan entrar antes de que ingresen los compradores, y les permiten comprar directamente del camión, sin pasar por la bodega.
—Y mire cómo están descargando la cebolla en la plataforma para luego venderla ahí mismo. Eso tampoco se puede. Los cebolleros llevan tiempo protestando porque los están dejando sin ventas en las bodegas.
—¿Si ve ese cambuchito? Así no lo crea, ese señor que está debajo controla todo el aguacate.
—Y por allá hay otro que ha controlado siempre el 80% del ajo. Quien le compita, se quiebra.
—Y acá, fíjese en este local. Era de un amigo: le cedió a otro tipo el contrato de arrendamiento por 1500 millones de pesos. Obvio que eso no queda registrado en ningún lado. En ningún registro. Se lo pasaron de mano en mano.
—Con cuidado —concluyó— que a esta hora comienzan los atracos.
II
Si a las dos de la mañana Corabastos latía agitada por la previa a la apertura de las puertas, a las seis de la mañana aún se sentía el afán de aquellos compradores de último minuto que se movían agitados buscando comprar con rapidez antes que la escasez subiera los precios.—¿Ustedes trabajan en Corabastos?
—No, somos periodistas y queremos entender el negocio de la comida en Colombia.
—Pues aquí está malo. Aquí se han bajado las ventas un 50% desde que entró Santos.
Una mujer entró de repente en una de las bodegas donde un grupo de operarios limpiaba cientos de papas boyacenses. El sitio parecía una fortaleza de paredes oscuras, carbonosas, que eran sin embargo refrescadas por un olor a tierra húmeda que parecía mentolada. La anciana ingresó al salón dando pasos pequeños, con una bolsa de fibra al hombro. Entró como un fantasma. No miró a nadie. Absorta, como si fuera un espíritu que recorre su propio circuito, dio una vuelta entre los operarios, recogió dos, tres, cinco papas abolladas que descansaban olvidadas en el suelo. Y luego, despreocupada y absorta, salió como levitando sobre el piso.No fue la única persona que vimos ese día hacer mercado entre los desperdicios.Afuera, en un pequeño contenedor frente a una de las bodegas de frutas y verduras, un hombre de mediana edad, de bigotes y ropa sencilla, clasificaba concentrado las pocas uchuvas en buen estado que habían sido desechadas por los vendedores. Nos dijo que se llamaba Gonzalo y que cada semana venía a esculcar la basura de la central porque el médico le había dicho que el jugo de uchuva era la única forma económica para aliviar un problema de ojos llorosos que lo aflige hace varios años. Gonzalo suele recoger las frutas con paciencia de entre la basura, y luego en su casa se echa el jugo en los ojos.—Aquí la canastilla de 22 kilos de mango Tommy llegó a estar a 110 mil, y ahora a duras penas llega a 55 mil.
—El melón anda por 13 mil y no hace poco que estaba a 45 mil.
—Aquí las ventas están bajas y están malas, ¿y los políticos? ¡Atropellan el agro y luego culpan a Corabastos!
Es cierto que en Corabastos las cosas han mejorado. Un guarda, por ejemplo, me aseguró que hace dos años no asesinan a nadie dentro de la central. Sin embargo, en medio del caos masivo y efervescente que se respira a diario entre sus callejones, resulta evidente que aún hoy la central obedece a patrones de gobierno informales. Mundos paralelos, cuyas redes y estructuras son difusas, escurridizas. Ese día me confirmaron, por ejemplo, que hay una familia que controla el ajo. Me hablaron de “los cuatro duros de la mazorca” y de los dos “señores” que controlan el precio del mango de azúcar.¿Cómo funcionan esas redes y dinámicas? Habría que invocar a Roberto Saviano o a Gunther Wallraff y pasar una buena temporada inmerso en este gigantesco submundo colombiano, empleado como cotero o al servicio de un cosechero, para comprender las verdaderas dinámicas que lo gobiernan.Con estas preguntas dejé ese día Corabastos a eso de las 8:00 a.m. A la salida, un enorme pendón sobre el edificio rezaba: “En Corabastos NO SE ACEPTA la intermediación que desfavorezca a nuestros productores”.Recordé entonces una frase que me había dicho un cosechero minutos atrás:—Esto es una desorganización la berraca. Aquí todas las bodegas van a comprar en plataforma, y los viajes los reparten donde les da la gana— me dijo un hombre mayor, que esperaba junto a uno de los cientos de bultos de cebolla larga, a que llegaran a comprarle su producto en la bodega, como dicta la norma.
—¿Y por qué no denuncia?—le pregunté.
—Aquí usted no puede andar diciendo cosas. Mucho menos solo. Yo no me los quiero echar de enemigo.
—Eso es mejor que el campesino no venga por acá. Llega y cualquiera lo roba, porque no sabe negociar.
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