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Pueblo chiquito

Así es ser metalero de pueblo en Colombia

Engelbert es el baterista de Sectum, una banda de depressive black metal fundada bajo el sol de Cartago, Valle.

Si usted forma parte de las oscuras filas del metal en una ciudad como Bogotá o Medellín, sabe bien que, a parte de las quejas de su familia por andar mechudo y escuchando "esa música del Diablo", no la cosa suele fluir sin problema.

Es más, los metaleros prosperamos en las capitales: donde encontramos el comfort de saber que somos miles y una oferta de camisetas que simplemente no llega a los demás municipios. Pero otra es la historia del metalero que para tomarse una cerveza tiene que atravesar una procesión de Semana Santa y los 32 grados centígrados que se sienten a la sombra en el trópico colombiano. Ese no tiene que preguntarle a nadie cómo será el infierno

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Engelbert Rodas es baterista de Sectum, una banda de depressive black metal fundada en 2014 y que hace parte de una raza brava y exótica: la de la vieja escuela metalera de Cartago, Valle del Cauca.

En los ochenta, mientras aún estaba en el colegio, Engelbert se unió al oscuro sendero de la música pesada y en los noventa comenzó a organizar los primeros toques de metal en el municipio. "Esto es una vida de lucha en esto", dice por el teléfono con un acento que me recuerda al de la gente en Pereira.

Hoy Engelbert es un metalero cuarentón, calvo y tatuado, es tecnólogo civil y me cuenta que acababa de llegar de Ecuador, donde estuvo acompañando a Luciferian, una banda de black metal de Armenia para la que hace de roadie.

Pero en los noventa tenía su melena y se la pasaba parchando y tomando en los parques de Cartago.

Tomar y parchar en la calle era, es y será el plan era el de todos los jóvenes en Cartago. La diferencia es que Engelbert y sus amigos melenudos no se sentaban a jugar parqués y a coger el fresco como indica la tradición del pueblo, sino a hablar de metal. Razón suficiente para que la beata comunidad los tachara vagos, viciosos, degenerados y hasta les jalara el pelo mientras caminaban por la calle.

"En esa época uno ensayaba en la caseta comunal del barrio y decían que hacíamos ritos y cosas así. Pero nosotros tocábamos, tomábamos un poco de licor y pa la casa", cuenta Engelbert.

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Eran los noventa, cuando el prejuicio y el control social de los grupos armados en la norma en casi todo el país. En Cartago la vida se movía al ritmo que marcaba el Cartel del Norte del Valle.

Engelbert recuerda esta década como una en la que violencia y la muerte se volvieron el diario vivir. Dice que había días en los que no se podía salir, porque pasaban cosas absurdamente sangrientas. Como las pescas milagrosas de Diarrea, un sicario psicópata a quien le decían así de cariño , y que salía a matar gente al azar cuando no conseguía camello.

Varios de sus conocidos terminaron sus vidas en un charco de sangre durante esos años. Con indignación me cuenta de un amigo al que un agente del DAS asesinó en un requisa. Pero los metaleros se mantuvieron alejados de todo el caos mafioso y narcotraficante, nunca fueron jíbaros, ni lavaperros, ni testaferros de nadie. Su refugio era el parque. La música un desfogue tanta violencia. Engelbert me dice que  de alguna forma  escuchar y hacer metal salvó a varias personas de esa guerra.

Según Engelbert, la escena metalera de Cartago no ha cambiado mucho desde los noventa, pero el pueblo sí: la violencia narcotraficante ya no rige al municipio, que ahora destaca por ser muy rumbero.

En Cartago siempre hay fiestas, bailes, música y ruido. Pero según dice el baterista de Sectum, solo hay unas 100 o 150 personas que se alejan de todo el neón y el exceso para refugiarse en la furia del metal y la distorsión.

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El problema es que en Cartago la escena metacha no tiene escenario. Solo existe un par de bares rockeros que, según Engelbert, "ni ponen música tan pesada", Más allá de esos dos bares a los metacos entonados solo les queda reunirse en una casa o en los siempre confiables parques.

Si es jodido conseguir un lugar para tomar cerveza y bolear mecha, es más complicado aún encontrar un espacio donde armar conciertos. Engelbert cuenta que en Cartago no hay muchas bandas activas—incluso la suya, Sectum, se encuentra en receso—   y al año se organizan por mucho dos o tres conciertos de metal, usualmente en garajes, talleres o  —cuando hay plata— en una finca alquilada.

 Engelbert me dice que por lo general la oferta musical de Cartago se limita al vallenato y las orquestas tropicales. Pero los metachos locales tienen la ventaja de vivir a media hora de Pereira y a una de Armenia que tienen escenas metalera más grandes y diversas.

Durante su juventud , a Engelbert se le complicaba mucho conseguir discos de meta. El tema era jodido para todo el mundo porque en Cartago rotaban muy pocos cassettes, casi todos de la vieja escuela: Slayer, Bathory,Venom, Parabellum y Metallica

Ante la dificultad el ingenio: para romper el aislamiento de la música tropical Engelbert y los demás metachos de Cartago pusieron en movimiento una red de solidaridad metalera por correspondencia: A él le tocaba escribir cartas a sus colegas peludos en Bogotá y Medellín, quienes a su vez mandaban cartas a las disqueras en el extranjero pedir discos por catálogo. Otras veces viajaba al San Andresito de Pereira para comprar discos o iba se iba casa por casa pidiéndole sus demos a las bandas de la ciudad.

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Internet ha facilitado la tarea, pero conseguir discos sigue siendo una proeza. Muchas veces les toca viajar a Armenia o a Pereira para hacer un mercado de discos o pedirlos al extranjero. Lo mismo pasa con los instrumentos: Engelbert cuenta que su primera batería la armó a la brava. Tenía que ir comprando las partes una por una en distintas ciudades. Las que no consiguió, las construyó con su propias manos.

En esta semana de rezos y tradiciones solemnes, Engelbert cuenta que prefiere respetar las creencias de los demás y evitar incomodar a sus vecinos creyentes con  música o ensayos a alto volumen. Para él eso de andar rayando cruces al revés en la iglesias y jodiendo a los beatos es cosa de posers.

Le pregunto también si ha sido influenciado por las corrientes satanistas que tienen mucha fuerza en el Eje Cafetero. Responde que no se considera satanista, pero sí está en contra de las religiones y la esclavitud. Está más interesado en una búsqueda y un crecimiento espiritual individual.

¿Por qué alguien criado en un pueblo alegre y rumbero termina tocando depressive black metal? "Uno va en otro sentido musical al de la rumba", me dice el baterista de Sectum, "Escuchar tantas cosas alegres se vuelve deprimente.  Al final uno  termina interiorizando esa tristeza y generando un odio contra esa expresión de alegría", concluye.

Para Engelbert los mejor de la vida no está en la pista de baile ni en las orquestas, está en los parajes boscosos que abundan en la zona y en los que se interna a caminar. Precisamente eso es el metal: romper los estereotipos y defraudar todas las expectativas para ir contra las imposiciones sociales. ¿No?

Engelbert siente que hoy en día no hay muchos más metaleros en Cartago de los que había hace veinte años. Al vivir tan alejados de las mecas nacionales de la música extrema, muchos metachos de pueblo se cansaron y se abrieron en busca de tierras más oscuras. Pero él y sus colegas aguantan en Cartago, así les hayan negado un puesto trabajando para la concesión que construye las vías del pueblo , así siga vivo el recuerdo de una tarde en la que, literalmente, los tomaron del pelo y los llamaron piojosos.

No se van porque son del pueblo, son tercos y, sobretodo, son metaleros.