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Música

Cómo salí del closet con Scott Weiland

STP se volvió una costumbre casi ritual, cuando cerrábamos las cortinas para que los vecinos no fueran testigos involuntarios de nuestras sodomías, escuchando el Core en una destartalada grabadora de doble casete.

Entre 1992 y 1993, el pobre Torreón (Coahuila) era tan árido, tan lejos de Dios y aún más lejos de los Estados Unidos, que Monterrey parecía estar a la misma distancia que el DF, Chiapas o Argentina.

Las únicas camisetas que llegaban a algunos locales del centro, de la calle Morelos o la Acuña, eran las de Caifanes, Café Tacuba o de Jim Morrison. No miento al asegurar que los estampados más alternativos eran aquellos que ponían a Soundgarden al frente, pues Kurt Cobain aún no se decidía a jalar del gatillo.

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Por eso cuando en la fayuca de la Vicente Guerreo encontré una camisa de polyester con el típico corte de empleado o mecánico de gasolinera y el logo de la marca de aditivos y lubricantes para automóviles, Scientifically Treated Petroleum, la compré de inmediato. STP. La biografía dice que en realidad el nombre siempre estuvo pensado en asociarlo a las iniciales de la Motor Oil Company. Se les ocurrió Shirley Temple's Pussy y Stereo Temple Pirates, y en lo personal, creo que la cagaron, porque cualquiera de esas dos ocurrencias tenía más fibra que Stone Temple Pilots.

Descubrí la banda de Scott Weiland en una de esas sofocantes noches sin expectativas laguneras, durante el show del MTV gringo “Alternative Nation”, conducido por una morra que se hacía llamar Kennedy. El video de “Plush” se lanzó con el sello de World Premiere Video adherido a los créditos. Recuerdo haber quedado absorto en esas sucesiones de guitarras alienadas a un objetivo pantanoso, con las fantasías de alcanzar el virtuosismo rockero por el suelo (aunque de algún modo lo eran), con una sensiblería bufando a cada grito de Weiland; y en las imágenes de perversión claustrofóbica, sin escapatoria, aprisionadas en una suerte de burdel de glamur en picada (quizás homenaje perturbado a los locales de table dance dónde empezaron a tocar) y una pesadilla que parecía no ver el amanecer nunca.

El video de “Plush” transmitía una sensación de secretos hechos bola taponados en el intestino a punto de vomitar. Y de sexualidad culposa. O así lo interpreté yo. Días antes había probado las carnes de la homosexualidad sin las prisas de manita sudada de El Dorado, el clásico cine porno de Torreón, en una casa casi sin amueblar cerca del Bosque Venustiano Carranza. Y aunque mis padres eran tan liberales como valemadres, tener sexo homosexual por primera vez siempre es un asunto de angustia contenida en un mundo que te asume heterosexual hasta que se demuestra lo contrario. Fue una extensión de la tortura closetera de aquel instante noventero. Y alivio al mismo tiempo.

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Trabajaba lavando vasos y sirviendo la botana en la cantina El Ciriaco de Paco y apenas cobré un domingo, fui al Paseo de la Rosita, donde se encontraba la tienda de discos Scala, y me compré dos casetes: el Core y el Where You've Been, de Dinosaur Jr.

Con las primeras veces también fui descubriendo los talentos en Stone Temple Pilots. La voz de Weiland evocaba el instinto primigenio del rock sin anhelos por trascender y de algún día estar en el Salón de la fama. Tuve que comprar un par de copias más del Core de tanto que jodía la cinta magnética por tanto escucharlo. Por ahí tuve una edición nacional con los títulos de las canciones en español (“Mojé mi cama”) antes de por fin tener el compacto. Cuando iba a Scala a reponer el Core, aprovechaba para comprar números de la Rolling Stone, la Spin o la Q Magazine. La crítica fue especialmente culeros con ellos y Weiland. Se les acusó de una réplica oportunista del grunge de Seattle. Aunque en lo personal, si algo me cautivó de “Plush” fue ese look un tanto glam y otro poco darki, pero anti Seattle, con excepción del batería Eric Kretz. Me resultaba enigmático cómo el guitarrista Dean DeLeo salía con el cabello perfectamente peinado y unos pantalones de pinzas dignos del contador público más Godínez de Liconsa.

Puede que así haya sido. Sólo un contrato con una multinacional te puede asegurar horas de diversión con drogas recrativas.

Había una razón de ser: en California, Weiland y DeLeo se toparon por primera vez en un concierto de Black Flag, los padres de buena parte del espíritu alternativo y disconforme norteamericano.

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Más tarde, con el Purple se les volvió a sentar en el banquillo de los acusados, esta vez bajo el cargo de “suavizar” su rock. Qué mamada. Si el mismo Cobain confesó hasta el hartazgo su devoción por los los Pixies y los Vaselines y el grunge reconocía con orgullo que su tempo era una influencia directa de la guitarras ralentizadas del My War de Black Flag. Lo bruto del grunge radicaba en otro lado: en la decepción, el hastío, la incomprensión.

Creo que Purple es una puta joya y el mejor de los trabajos de los STP con Weiland al frente. “Interstate Love Song” es un pinche rolón con una de las mejores entradas y mejores estribillos de la historia. Prefiero ver el vaso medio lleno. Prefiero pensar que no se suavizaron, sino que le perdieron el miedo a componer coros en pop precedidos de una melodía de metal dopado y volátil.

A veces los críticos del rock se parecen más al Padre Maciel, con todo y sus perversas extravagancias, en vez de simplemente disfrutar y acariciar las sutilezas. Si algo tuvo la “aproximación” grunge de STP, su rock pesado, fue una debilidad estética y sensibilidad por las tesituras finas en medio de la macicez de las guitarras a lo hammer on y baterías amplificadas. Según yo tal teoría se comprueba toda vez que fue la única banda grunge, junto con Helmet, en ser incluidos en el soundtrack del ultra estilizado film The Crow, al lado de The Cure, NIN, Rollins Band, Violent Femmes, o Jesus and Mary Chain entre otros. “Big Empty” es la perfecta balada para las crudas de cocaína, sexo y malentendidos sentimentaloides.

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Una sensibilidad muy gay. O apropiada por buena parte de los homosexuales de la generación. Tenían habilidad para armonizar feedbacks, garage rock y compases bailables que iban bien en clubes gays, como en “Sex Type Thing” y “Big Bang Baby”. Tuve la oportunidad de viajar a Seattle para hacer un reportaje de la historia del grunge y descubrí que muchos gays se habían hecho fans de los STP con el Purple. Me decían que las letras resultaban muy fáciles de adaptar a las vulnerabilidades y problemáticas de las situaciones gay, desde el clóset hasta ese terrorista sentimiento de sentirse amado en medio de gloryholes y vergas y popperazos y autodestrucción.

Encuentro una analogía entre la melodía de autodestrucción heroinómana de Weiland y la propensión bareback del sexo gay, por ejemplo.

Si hubo farsantes esos fueron Silverchair, Collective Soul y hasta cierto punto Soul Asylum.

En México también he conocido muchos gays seguidores de los STP. Recuerdo que algunos sencillos del Tiny Music… Songs From The Vatican Gift Shop (junto con otros de los Smashing Pumpkins) llegaron a sonar en El Almacén de la Zona Rosa, el bar gay cuyos mingitorios conducían al sótano del Taller, donde sólo podían bailar hombres, y el 4 lo escuché en pausas desatendidas, porque en aquel entonces me la pasaba estimulándome con Green Velvet para el rave de fin de semana, en ácido los sábados y bajando con chill out para mitad de la semana volver a prender la mecha electrónica y así hasta que los raves se convirtieron en un desastre de pyscho hippie.

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Ahora que lo retomé con la muerte de Weiland, caigo en cuenta que fue un gran disco. “Sour Girl” es un paisaje de ese blues que prescribieron el estilo de Led Zeppelin, y de nuevo, con perfectas mediaciones de pop que le aportan un coro accesible y exquisito. Mucho antes que los White Stripes se pavonearan con eso de regresarnos a la raíces del rock.

Scott Weiland con Velvet Revolver. Foto de Wikimedia Commons.

Hubo una época en la que Weiland jugaba con la sospecha sexual del glam rock. Recuerdo haberlo visto en vivo con gorro de policía forrado en cuero, lentes de aviador, torso desnudo, pantalones brillantes, plataformas y una estola rosa ácido. Un outfit que le fusilé para una marcha gay sobre Avenida Reforma.

Además que Weiland era un tipo que exudaba una sensualidad porno y yonqui como pocos. Eddie Veder nunca se me hizo tan guapo como para dedicarle una eyaculada, y Chris Cornell es más producto de la primera ola de metrosexualidad diseñada por las firmas de cremas costosas para las ojeras, con el objetivo de que los hombres no se sintieran tan maricones al usarlas.

Lo cierto es que en 1993, aún con Nirvana en ebullición o Alice in Chains en la cima de su virtuosismo, los Butthole Surfers escogieron a los STP de teloneros, en vez de agarrarse a una banda de grunge de cepa. La leyenda cuenta que fue ahí dónde Weiland se enganchó con las drogas. Esos Surfeadores del culo tienen fama de joder la vida de sus acompañantes de gira. Primero le provocaron trastornos cerebrales a una morra que se subía a bailar durante sus presentaciones a causa de la tormenta de estrobos a la que se vio expuesta. Luego vino Weiland.

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Nunca pudo superar su adicción. Y esa montaña rusa de angustia, redenciones y caídas se vio reflejado en los trabajos posteriores, como solista (cuyos álbumes pasaron desapercibidos) y en colaboraciones con Velvet Revolver o The Wildabouts, la banda con que andaba de gira al fallecer.

STP se volvió una costumbre casi ritual que en la casa cerca del Bosque Venustiano Carranza, cuando cerrábamos las cortinas para que los vecinos no fueran testigos involuntarios de nuestras sodomías, poner el Core en una destartalada grabadora de doble casete, pero sin sonido estéreo.

Si una banda logra amalgamar con las mañas que te marcan de por vida, es que la honestidad de su música fue de calidad.

STP son de esas bandas cuyo valor radica en la autenticidad de su vorágine capaz de taladrearte los sentimientos y no en su virtuosismo.

Larga vida a los STP y a Weiland, el cabrón más guapo del grunge.