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Los riesgos de masturbarte durante los comienzos de internet

En los noventa cada paja tenía que orquestarse con precisión y urgencia, como si se tratara de la fuga de una prisión. Los chicos de ahora lo hacen como locos contemplando la pantalla de algún dispositivo que tenga el prefijo "smart".

Estoy harto de oír a hombres treintones contar que, cuando eran jóvenes, descubrieron un catálogo de lencería tirado en algún parque, que se lo rolaban entre sus 13 amigos, que lo cuidaban como un tesoro, que acabó desintegrándose por el uso, y de cómo los chicos de hoy, que han crecido con internet, no han pasado por eso.

Puede que tengan razón: actualmente, los chicos se masturban como locos contemplando la pantalla de algún dispositivo que tenga el prefijo "smart", y lo hacen más cómodamente de lo que sus antecesores jamás pudieron imaginar. Pero yo soy un chaqueto de los noventa, lo que implica que los de mi generación nos la meneábamos en la época en la que nacía internet, lo cual tenía sus complicaciones. Nadie nos había enseñado las reglas. Estábamos frente a un mundo nuevo. De noche nos acercábamos, sigilosos y temerosos, a la computadora de la sala y esperábamos pacientemente a que se cargara algún pedazo de carne que pudiera inspirarnos, dejando en el proceso nuestra huella digital por todas partes.

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Aún recuerdo aquella mítica primera chaqueta. Había estado cargando un video de treinta segundos en el que aparecían unas mujeres semidesnudas besándose. Mi madre estaba sólo a unos metros, en la cocina. Era un asunto apresurado y nada romántico. Con un sonido parecido al que haría E.T. en una licuadora, emití un gemido incontenible y ultramundano, acompañado de seis cucharadas de euforia reprimida y unas sacudidas que según yo habían cambiado el curso de la historia. "¿Sammy, cariño?", dijo mi madre. Respondí desde lo más profundo de mi aturdimiento posorgásmico, y así empezó el nuevo juego del engaño.

Así nos masturbábamos en mi época. Como las computadoras eran carísimas, sólo había un único y sacrosanto punto de acceso para toda la familia, así que la tarea de extraer un orgasmo de ahí se convertía en una operación delicada. La mayoría de estos actos de onanismo se producían al amparo de la noche.

Era la época de la conexión telefónica a la red. Cual perro de Pavlov, se me ponía dura con sólo oír el sonido de marcación por los altavoces, un  ménage à trois robótico. Sí, eso es. Marca. Pero esos coqueteos preliminares se han perdido con el acceso instantáneo de la banda ancha de alta velocidad.

Burlar el control parental era cosa de niños. No había firewall que pudiera interponerse entre un morro caliente y un pezón solitario. Yo solía utilizar un motor de búsqueda poco popular (gracias, lycos.com) para evitar que a mi madre le aparecieran sugerencias como "tetas grandes tetas porno tetas gratis" cuando le preguntara a Jeeves, "¿Cómo se buscan fotos por internet, Jeeves?" Ahora sólo tienes que hacer las búsquedas en "modo incógnito" y problema resuelto. Demasiado fácil.

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Luego estaba la desmoralizante labor de explorar con la mano izquierda todos los sitios de vecinas calientes en los que te vendían promesas vacías con llamativas tipografías. A veces, después de esperar toda una vida a que se cargara la página, mi excitación y mis esperanzas se desvanecían cuando aparecía una ventana solicitando los datos de mi tarjeta de crédito.

Morros, esto era mucho antes de que existieran Youjizz o Redtube, con su infinita selección de obscenidades y todas las subcategorías que cualquier pervertido visionario pudiera desear. Ahora, la única complicación que presenta el porno por internet son los molestos pop-ups de Pokerstars o de algunos fetiches demasiado enfermos como para ponerlos en la página principal.

Por lo general, yo me conformaba con reproducir una y otra vez un video de veinte segundos del tamaño de una estampilla postal; o con un GIF pixelado de un par de tetas botando; o con una galería de fotos que se cargaban tan angustiosamente despacio que me daba la impresión de estar subiendo una persiana muy lentamente para poder verlas.

Una vez tenía el objetivo localizado y pañuelos de papel a mano, revisaba la estrategia de salida de emergencia con el rigor de un instructor de paracaidismo con trastorno obsesivo-compulsivo. Para ahorrarme unos segundos que podían ser cruciales, dejaba el cursor posado sobre la X de la esquina de la ventana. Luego cerraba la puerta de abajo, que hacía las veces de cable trampa y me concedía más tiempo. Si me atrevía con algo de volumen, me ponía un auricular en la oreja más lejana al lugar por donde podía aparecer alguno de mis progenitores. Se requiere mucha técnica para lograr que tu oído derecho esté alerta a cualquier sonido delatador mientras que el izquierdo se entrega a una retahíla de sobreactuados "¡OH, SÍ!", "¡OH, SIGUE!" y "¡SÍ, DÁMELO!"

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Eran los días de transición, mucho antes de las velocidades en Mbps de dos dígitos. Internet se arrastraba como un náufrago hacia un espejismo. Mientras hacía clic con el ratón con los dedos húmedos, la pantalla decidía quedarse congelada en el enorme primer plano de una vagina. En esos momentos se me paraba el corazón y tenía alucinaciones acústicas: oía la voz de mi madre o los pasos de mi padre por el pasillo, mientras yo intentaba frenéticamente cerrar la ventana y volver a meterme el pito en los pantalones.

En aquella época, cada paja tenía que orquestarse con precisión y urgencia, como si se tratara de la fuga de una prisión. La generación de hoy pueden meneársela con total libertad viendo porno cómodamente desde sus smartphones, y la única ocasión en la que pueden sentir una brizna de ese antiguo pánico es cuando se escapa algún gemido orgásmico por los altavoces de sus dispositivos.

Después llegó Limewire, un servicio de archivos compartidos que salió de la nada y cambió el panorama. La idea de disponer de un video que pudieras ver en cualquier momento en que te sintieras caliente, sin esperas, parecía demasiado buena para ser cierta. Y en cierto modo, lo era: en una época en la que la velocidad de la conexión iba a la velocidad de los glaciares, la descarga de un video de cuatro minutos podía tardar horas, que yo pasaba arrebujado en la silla giratoria, como una madre oca protectora tratando de ahuyentar a posibles depredadores.

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Aparte del tiempo de espera, Limewire era un campo de minas masturbatorio. Dos videos con el mismo nombre podían contener desde escenas parecidas a las de un video de baladas de los ochenta hasta imágenes de amputados y muletas haciendo cosas que afortunadamente he logrado olvidar. La gente critica mucho la mala influencia que puede representar el fácil acceso a todo tipo de porno, pero al menos los chicos de ahora pueden escoger y no están atrapados en una peligrosa ruleta rusa erótica en la que ya han invertido dos horas largas.

Bueno, al parecer he acabado haciendo exactamente lo mismo que esos tipos que recordaban casi con cariño el catálogo de lencería que compartían entre todos. Seguro que en la década de 1800, antes de la existencia de la fotografía, también tenían historias que contar sobre cómo se la jalaban. "No tienen ni idea de lo que era. En aquella época me la chaqueteaba con dibujos que tenía que hacer yo mismo". Mi más sincero pésame a la generación venidera, que se harán un cinco a uno con un visor de realidad virtual enganchado en la cabeza.

En cualquier caso, este artículo merece completarse con una paja en la intimidad de mi cama, con mi lap y con videos porno seleccionados según mi estado de ánimo. Quizá me relaje y recuerde la cadencia del sonido de marcación, con la esperanza de que despierte en mí esa excitación de antaño.

Oh, sí.

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