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Nuestra música decembrina es, sin duda, un homenaje a la melancolía

En un país donde no se expresan las emociones y donde los psicólogos son para los locos, nuestra terapia es el lamento bailable navideño.
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Captura de pantalla vía Youtube | VICE Colombia. 

Artículo publicado por VICE Colombia.


Colombia es un país bastante bipolar. Si uno le pone atención a los comerciales de la marca País, (que siempre será un mal consejo), puede pensar que se trata de un país alegre, que además tiene una pata en el Caribe, lo que implica de inmediato que el trópico anula la tristeza y en el mar la vida es más sabrosa. Pero eso es mentira. Si uno lee Twitter, por ejemplo, Colombia es el país más triste del mundo. En un extremo se mueren de hambre, en el otro los matan los paramilitares. A un lado tumban la Amazonía, en el otro se trata de contener sin éxito la delincuencia común, producida por la horrible desigualdad. Así podríamos seguir todo este texto. Colombia no es un país triste, pero tampoco es un país feliz. Si me preguntan —y VICE lo hizo— Colombia es un país melancólico.

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"No tenemos, como país, un mecanismo sano para lidiar con todas las mierdas que nos pasan a diario".

La melancolía no es necesariamente tristeza, al menos no como uno la entiende. Al contrario, es un estado profundo y vago, poco definido, que da prelación a los sentimientos negativos. Alguien incluso la definió como “la felicidad de estar triste”. Pero claro, una de las razones por las que somos así es porque nadie tiene tiempo de sentarse a pensar en lo que siente. O al menos no de forma deliberada. Lo urgente se antepone a lo importante, decían, y en Colombia lo urgente es mucho. Además, nosotros todavía creemos que está mal expresar las emociones y que los sicólogos son para locos, de manera que preferimos hacernos barras bravas, trolls de Twitter, asesinos, emprendedores demenciales, negociantes implacables y artistas mendigos de atención, básicamente porque no tenemos, como país, un mecanismo sano para lidiar con todas las mierdas que nos pasan a diario.

Todo esto lo digo buscando una explicación para lo triste que es la música bailable decembrina en Colombia. Una tristeza que no es poca cosa. Si algo tenemos en este país es, precisamente, música. Somos una nación fiestera, gregaria, bebedora, verborreica, pero, sobre todo, somos un país de bailadores, un país de bailadores que se alborota más que de costumbre en diciembre. Incluso nosotros, los cachacos, que hacemos nuestro mejor esfuerzo y fracasamos a menudo, somos bailarines por encima del promedio mundial. De manera que nos sabemos muchas canciones. Y si nos fijamos, porque la mayoría de nosotros simplemente repite las letras durante estas épocas sin pensar, casi todas las canciones que bailamos tienen unos temas bastante tristes.

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No es algo solo de Colombia, porque de hecho el rey de esta música no es otro que Pastor López, venezolano de nacimiento, pero dueño de una melancolía tan colombiana que ya deberían haberle cambiado ese pasaporte (antes no era ninguna ventaja, claro). Igual, si se me permite un pequeño chauvinismo, somos los que mejor hemos refinado este estilo, gracias al cual la mayoría de nosotros recordamos las navidades de tíos, parientes y extras de esos habituales en las familias, bailando o mirando a una esquina de una sala, con los ojos vidriosos. ¿nunca se han preguntado por qué en Navidad todo el mundo parece un poco más feliz, pero al tiempo dos pocos más triste? Incluso las canciones que se presumen felices tienen un poco de tristeza en el corazón. Incluso las instrumentales, como “El funeral del labrador”, de Pacho Galán, traen consigo una carga emocional muy oscura. No es extraño para nada que quieran ponernos la navidad desde septiembre, porque un mes no basta para hacer el desahogo de tantas cosas tristes.

No es una tendencia vieja, o una costumbre en desuso, para nada. Hay exponentes modernos, como J Balvin (“…tengo la necesidad de saber lo que piensas, cuando piensas en mí”), La 33 (¿han oído, o mejor bailado, “Soledad”?), Mauro Castillo, Herencia de Timbiquí, y de ahí para atrás, y de ahí en adelante. No hay ritmo bailable que se salve, e incluso la melodía es de tono bajo y apagado, como pasa con “La pava congona”, que tiene un pasito sosegado y vago, como bailable pero como llorable, para pasar la borrachera como mejor den las piernas. A veces es el alarido de Píper Pimienta en “Buscándote”, a veces el ritmo nostálgico de “Mary” de Joe Arroyo, rey de la alegría, y de la melancolía.

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La verdad, es una costumbre que no tiene tanto que ver con la Navidad como con la necesidad que tenemos de desahogarnos y al tiempo mantener la calma, o lo que entendemos por calma, que es en realidad la capacidad de beber para lidiar con los problemas. En Navidad, como se “permite” bailar todos los días, esa melancolía se reconcentra y nos regala otra vez esos ojos vidriosos fijos en el vértice que une el techo y la pared, en el salón comunal.

A veces importamos la tristeza. Siempre de Venezuela (ya lo he dicho), pero también de México (“Qué dirán/ los de tu casa/ cuando me/ miren tomando/ pensarán/ que por tu causa/ es que me vivo emborrachando/ ¡y ándale!/ pero si vieras/ cómo son lindas/ esas borracheras…) o de República Dominicana (¿han bailado “No hay pesos” de Los Cantantes, o “13 años” de Wilfrido Vargas?), y obviamente de Puerto Rico, con Lavoe frenteando y ahora con Bad Bunny y su perreo triste, a veces misógino y a veces sentido, tomando la batuta de las nuevas generaciones. Incluso a veces se importa de España, no en vano a mucha gente en este país le encanta el pasodoble (el franquismo también les encanta, dicho sea de paso).

Como pueden ver, esa melancolía es otra de esas herencias españolas que llevamos a la perfección, como el racismo autosaboteador, el pobre de derechas y el clasismo entre pobres (de ambas tendencias, porque la izquierda no se salva). Sin embargo, nuestra melancolía bailable es un mecanismo que usamos para no hablar de política. Es increíble, porque es precisamente la política la que nos tiene así. El despojo, la violencia, la inseguridad, las ausencias de los hijos perdidos, las madres que sufren y los padres abandonadores, pero sobre todo y en primerísimo lugar la desigualdad, todos productos directos de la mierda de clase dirigente que tenemos, y de la cantidad de años que llevamos dejándonos joder.

Nuestra respuesta, lejos de ser la indignación y la furia, es el lamento bailable. De pronto estoy sobreactuándome, pero piénsenme estas navidades cuando estén bailando “…dame mi aguinaldo, aunque sea poquito”, o “tanto trabajar, y no tengo na’”. De manera que a brindar por el ausente, que el año que viene esté presente y como bien lo dice Lisandro Meza: “Bueno pues, muchachos, me voy con dolor, porque no los llevo para donde voy…”.

Felices fiestas.