​Fotos por Irving Cabello.
Fotos por Irving Cabello. 

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Cultură

Un recorrido por el extraño Museo de Cera de La Villa

Este curioso lugar mantiene un halo de misterio y cierto anacronismo inocente.

Uno de los recuerdos más sórdidos de mi infancia es pasar afuera del Museo de Cera de la Villa, el más antiguo de América Latina, camino a la Basílica de Guadalupe o a la casa de mis primos en la colonia Industrial, al norte de la Ciudad de México. Era aterrador porque en el lobby de aquel bodegón sobre avenida de los Misterios se exhibía una figura particular como atractivo visual: una piruja de aspecto lúgubre, sentada en una mesa de cabaret, cigarro en mano y una mueca siniestra, sacada de una de las peores pesadillas del cine de ficheras.

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¿Qué era eso? ¿A qué universo pertenecía? El sitio no ostentaba ni siquiera un anuncio que indicara su naturaleza como museo; parecía una cantina. Muchos años después la figura de la cabaretera fue sustituida por la de Cantinflas y la vida dio muchas vueltas, pero aquel lugar me seguía despertando un morbo soterrado. Un día, mientras hurgaba en la serie “Archivos secretos de policía”, del periódico de nota roja La Prensa, di con esta historia, de 1963: “Tragedia en un Museo de Cera. Conflicto pasional: un asesinato y un suicidio”. Se trataba del mismo recinto.

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El Museo de Cera de la Villa fue abierto en 1939 por José Neira Ocejo y su esposa Delia Castillo García. La pareja pasaría a la historia por introducir a México la ceriescultura y ser pionera en este tipo de entretenimiento en el continente. Empujados por su afición, José y Delia comenzaron a exhibir algunas figuras en carpas itinerantes desde los años treinta en el Centro Histórico. En 1933, cuando creció su colección de personajes, abrieron un establecimiento en la calle de Argentina, único en su tipo y atracción del populacho.

“Mi bisabuela, más que mi bisabuelo, era una escultora con verdadero talento, pero por la época, el hombre era el que figuraba más. Ella comenzó haciendo muñequitos de cera en Michoacán, donde vivió un tiempo. Eran artesanías, luego se le ocurrió hacerlos en gran tamaño. Esculpía, por ejemplo, niños Jesús tamaño natural, pero luego comenzó a hacer políticos famosos. Así empezó su arte y su leyenda”, dice Eduardo Neira Olvera, el actual administrador.

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La admiración que despertó el local que los bisabuelos de Eduardo abrieron en el Centro como el primer museo de su género en la ciudad, evoca una época de la urbe en que, de acuerdo con la narradora oral Cristina Soní, los turistas tenían obligadamente que ir a tres lugares: La Villa, Xochimilco y el Museo Cera. Eso provocó que la pareja de artistas abriera una segunda galería en el cerro de la Villa, que posteriormente se reubicaría en la avenida Misterios, en el número 880.

“El del Centro fue cerrado luego del Terremoto de 1985 y éste, tal cual como está, fue terminado en 1956, el año en que murió mi bisabuela. Ya no lo vio terminado, porque hasta su reinauguración era una casa. Tras su muerte y la de mi bisabuelo, mis abuelos y sus hermanos continuaron con la tradición, luego mis padres y tíos, y finalmente mis hermanos y yo, que somos la cuarta generación”, agrega Eduardo mientras nos alista un recorrido por la pinacoteca de la que es cancerbero.

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En el mostrador nos ha recibido Daniel, su hermano y actual escultor, quien este día se encarga de cobrar las entradas: 12 pesos adultos y 8 los niños. Sobre la pared, en el cartel que anuncia los módicos precios está impresa una fotografía del exterior en los años sesenta. En ésta se observa que, a excepción de un par de detalles en los acabados, el edificio mantiene la misma apariencia. Como si la estructura que alberga las figuras, a su vez fuera parte de una exhibición permanente y pública de época. La atmósfera del museo y su presencia contrastan con las construcciones actuales que lo flanquean: un restaurante aséptico, por un lado, y un local inmenso de fritangas, por el otro. La pequeña recepción es un guiño al teatro burlesque y a cierta imaginería provinciana de espectáculo “moderno”.

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Lo vintage nunca pasa de moda.

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La escena era de terror, como las efigies que albergaba en su interior el Museo de Cera de La Villa. Pero los protagonistas de esta tragedia pasional eran de carne y hueso. Zoila Hernández Valdivieso sostenía en la mano derecha la pistola con la que había dado muerte al escultor Carlos Neira Castillo, para después quitarse la vida disparándose.

Así inicia la crónica del reportero Luis Francisco Macías en la edición de La Prensa del 19 de agosto de 1963. Durante nueve años, el escultor había sostenido una relación con Zoila, con quien tuvo cuatro hijos. De acuerdo con la nota, la pareja se había enfrascado en una discusión y apenas cinco meses atrás Zoila se había enterado que Carlos era casado, “lo que había perturbado su vida amorosa”.

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Zoila decidió liquidar a Carlos. Luego escribió una carta para su hijo mayor. En seguida se disparó un tiro en la sien derecha; a él lo impactó una bala en la región temporal izquierda, dijeron los informes forenses. Todo sucedió en una pequeña habitación, donde había dos camas separadas por un buró y algunos muebles más. Para llegar a dicho escenario, el detective Samuel Alba tuvo que romper los cristales de la puerta que comunica al comedor de la vivienda.

Además de escultor, Carlos Neira era accionista del museo de cera. Zoila vivía en las habitaciones construidas en la parte posterior, donde él la visitaba con frecuencia, pues, narra La Prensa, su hogar lo tenía fincado en la colonia Peralvillo.

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Los celos ofuscaron muchas veces a Zoila, que con su vida pagó el crimen que cometió. Pocos días antes de la tragedia habían tenido problemas serios. Familiares de ambos opinaron que sus diferencias no tenían una solución posible.

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Una sirvienta cuyo nombre nadie pudo proporcionar, llegó a la casa, tocó la puerta, pero su patrona no le abría ni le contestaba. Le extrañó mucho ver a través de los cristales que la televisión y varios focos estaban encendidos, entonces se dirigió a la calle Ricarte, donde vivía Elia, la hermana de Zoila, quien finalmente encontró al matrimonio sin vida:

El cuerpo de Carlos estaba sobre la cama. Quedó boca arriba, atravesado sobre el lecho, con las manos entrelazadas y sobre el estómago. Zoila quedó sentada en el piso y recargada en la orilla de la otra pequeña cama. En la mano derecha aún empuñaba la pistola, tipo revólver, calibre .22 milímetros, y con el cañón dirigido hacia su cabeza. En la mano izquierda sujetaba un pañuelo bordado. En una hoja tamaño carta, Zoila escribió con lápiz un recado para su hijo mayor. Le pedía perdón y le dijo que deseaba se quedara junto con sus hermanos al cuidado de su abuelita.

Cuando los cadáveres fueron sacados en camillas, concluye Luis Francisco Macías, la luz en el Museo de Cera estaba apagada. Con dificultad podían percibirse las figuras de Pedro Infante, Felice Bonetto, Amado Nervo, entre otros muchos personajes que forman parte del establecimiento.

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El recorrido comienza por un largo pasillo en la planta baja una vez que se paga el precio y se atraviesa la cortina de entrada. Inmutables, las figuras de cera que reciben al espectador en unas cabinas con cristal del lado izquierdo son las del papa Benedicto XVI, el músico y poeta Agustín Lara y los caudillos Francisco I. Madero y Venustiano Carranza. Dispuestos así, los tres elementos, religión católica, música popular y política “revolucionaria”, retratan, involuntariamente, elementos muy presentes en la idiosincrasia del mexicano y se repiten a lo largo del paseo.

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Al final del pasillo hay unas escaleras por las que se accede al segundo piso. En éste, Mariano Matamoros, Emiliano Zapata (una de las más populares, de acuerdo con los hermanos Neira), Pancho Villa, el papa Juan Pablo II, Pedro Infante en su papel del indio Tizoc, Rocío Dúrcal, “La española más mexicana”, Jorge Negrete, “el inolvidable charro cantor que supo interpretar el valor, gallardía y nobleza del pueblo mexicano”, conviven con don Benito Juárez y su esposa Margarita Maza.

Justo en el centro del segundo nivel se encuentra la Virgen de Guadalupe, situada en una cabina aparte y más grande que las otras. “Esta es la que nunca se mueve, por obvias razones”, dice Eduardo, y agrega que es justamente durante las peregrinaciones a la Basílica, el Año Nuevo y la Navidad, cuando la clientela aumenta considerablemente. El Museo exhibe 20 figuras de las aproximadamente 100 que la familia Neira guarda en bodegas y que rola periódicamente.

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Pero hay una que nos parece magnífica: la de la mujer de los bajos fondos, aquella que me aterraba cuando era pequeño. Se lo confieso a Eduardo, quien nos señala a su vez que también es su figura favorita. “No tiene una historia en especial, fue quizá una ocurrencia de mi abuelo y sus hermanos”. Detrás de la mujer, una pintura al óleo que realizó uno de los tíos de Eduardo, completa el tétrico paisaje. Se trata de una calavera, en cuyos ojos figura una cama de hotel y una de hospital. En la ficha que acompaña la figura, se lee: “¿Naciste condenada al precipicio donde se pierde las humanas galas?/ ¿Eres sin culpa autómata del vicio?/ ¿Tu destino es fatal, ave sin alas?” Las preguntas, sabré después, son una adaptación de la canción “El andariego”, del compositor y cantante Álvaro Carrillo.

La mujer, confiesa Eduardo, es parte de una serie no exhibida actualmente de figuras de corte social, entre las que se encuentra la de un pordiosero, la de una tuberculosa y la de un borracho. “La verdad es que cuando la quitamos de la entrada y pusimos a Cantinflas nos funcionó bastante, porque ésta, como a ti te pasó, espantaba a mucha gente. Es tétrica, pero tiene lo suyo, contrario a Cantinflas, que a todo el mundo le gusta; se paran, la ven y se toman muchas selfies”.

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“Una figura de cera se trabaja así —dice Daniel, el escultor—: el primer molde, la cabeza, se elabora de plastilina, con base en fotografías del personaje. Luego le vacías la cera caliente, que hace una capa de unos dos o tres centímetros. Las manos, que junto a la cabeza son las partes de cera del personaje, se proyectan de acuerdo a la proporción de la altura de la persona en vida. Por ejemplo, estamos haciendo una de El Chavo del 8 y Roberto Gómez Bolaños medía 1.62 metros”.

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Una vez realizada la cabeza y las manos, el cuerpo se realiza sobre un esqueleto de metal, con plastilina, y posteriormente se termina en fibra de vidrio. Finalmente, se “siembra” el cabello, los ojos, las pestañas y se detalla la cera. Una vez terminada, la figura es vestida de acuerdo con el motivo que esté representando, y se coloca en su stand. “Somos el único museo de cera del mundo que las cubre detrás de una vitrina, para que estén aisladas del polvo y las personas no las puedan tocar. ¿Por qué? Porque la restauración es muy minuciosa, compleja, y el museo no es un negocio muy rentable en estos tiempos, todo lo hacemos nosotros dos”.

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“Lo que más me gusta es el hiperrealismo, lo más real posible, y que el estilo entre una y otra no parezca una calca, sino que los detalles la hagan única”. El trabajo de Daniel le ha dado una nueva vida a la colección. Ha moldeado a los últimos papas, a Rocío Dúrcal y está en camino Chicharito Hernández. “Y tenemos guardados a Pito Pérez, al jorobado de Notre Dame, a Chaplin, Amado Nervo, Ignacio Zaragoza, a Morelos, a El pintor, otro personaje de contexto social. Se trata de un pintor de cuyo cuadro sale una calavera, toma vida y lo rasguña. Político y gore”.

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Aunque manifiestan una fascinación nata por su negocio, Eduardo reconoce que no es fácil mantenerlo. “No es rentable, la competencia para un sitio así es abrumadora; el entretenimiento ha tenido una evolución importante. Nos mantenemos, no estamos por cerrar, pero tenemos rachas negativas”.

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“Piensa en la ciudad de mis bisabuelos —agrega—: era chica. En ese entonces no había un museo de cera en América Latina, ni siquiera en Estados Unidos. Mi bisabuela innovó e incluso fundó uno en Argentina en los años cuarenta, cuando realizó una estancia allá de un año. Se juntó a unos socios y montó una exposición. Y antes de eso no había en el continente, solo uno pequeño en Canadá y en Europa, claro, desde el siglo XIX, cuando se hicieron populares a partir de Madame Tussaud, quien esculpió figuras de la realeza y la política de la Revolución Francesa”.

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Cuando en los setenta abrió el Museo de Cera de la colonia Juárez, el de la Villa fue relegado aún más. Aquel, de una fuerte inversión económica, originalmente fue una asociación entre uno de los hermanos del abuelo de los hermanos Neira y otro socio. “El Museo de Cera de la calle de Londres se hizo con figuras de la familia, pero al hermano de mi abuelo lo sacaron, falleció y se quedó solo el otro socio”.

Eduardo Neira no entiende a ciencia cierta cómo es que un museo como el que sostiene con su hermano se mantenga como una atracción frente a la amplia oferta de entretenimiento que el chilango tiene a un clic. “Ciertamente, los museos de cera nacieron en un tiempo en que ver una persona así, conocer a un personaje en este formato, porque no existían fotografías, era impresionante. Quizá sea como el cine, que se decía que iba a desaparecer con los formatos caseros. Parece que los museos de este tipo son muy populares en todo el mundo e incluso se abren nuevos. Quizá la cosa radique en que son una diversión fácil de digerir, cualquiera la entiende y puede disfrutar”.

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Le preguntó a Eduardo y a Daniel sobre el cruento pasaje del asesinato y homicidio de sus antepasados. Ríen, conocen la historia de primera mano y la han leído. “Pues sí, pasó, Carlos era hermano de mi abuelo, pero el crimen ocurrió en un departamento que estaba situado en la parte posterior del museo, donde ahora están los baños del restaurante vecino. Si algo quedó de aquello, es ahí”, dicen y reímos sardónicos por los comensales y empleados del negocio vecino.

Como sea, el Museo de Cera de la Villa mantiene un halo de misterio y cierto anacronismo inocente. Templo catolifreak, de nota roja y patriotismo barroco.