Artículo publicado por VICE México.Los objetos en los que se deposita un símbolo de amor, resistencia, sobrevivencia o una constante de la vida cotidiana, terminan siempre por convertirse en un tipo de recuerdo viviente, pequeños pedazos de nuestra persona metidos en un objeto que, de ser destruido, se perdería con él todo el valor emocional que le fue conferido. Es muy doloroso perder algo así. Después de escuchar en una conversación que a una amiga cercana le había sucedido esto con un anillo, me puse a pensar cómo nos relacionamos con estos objetos y lo que, a fin de cuentas, significan en nuestras vidas: por un lado las cargas emocionales que depositamos en objetos inanimados, por otro, el extraño nexo que hacen con persistencia entre nuestro pasado, recuerdos y memoria, y con su ausencia inesperada o dolorosa, nuestro presente.
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Estos objetos causan, a manera de motivo oculto de nuestras vidas, un hilo narrativo digno de cualquier ficción o investigación periodística personal, si se permite la incoherencia, a través de la cual todos escriben su autobiografía. No es de sorprender que los grandes literatos como Shakespeare, Dostoievski, Ovidio o Dante continuamente ofrecen un vistazo a la profundidad de sus personajes a través de los objetos con los que les relacionan. Esta misma claridad narrativa, muy difícil de lograr orgánicamente en la palabra escrita, sucede con perfecta cotidianidad en nuestras vidas. Tal vez, mostrando que somos esos pedazos de emoción sujetados firmemente de los objetos que, inconscientemente en un inicio y conscientemente después de su pérdida, nos definen.Pedir testimonios de cosas perdidas que tenían un valor emocional enalteció los profundos lazos emocionales que se pueden hacer con personas o recuerdos que son más valiosos que cualquier objeto. Creo que más que revivir el dolor de la pérdida, todas estas personas recordaron por qué estas cosas son valiosas aún en su memoria.
33 añosMe casé muy joven, a los 24 años, con la madre de mi hijo. En ese entonces, como todavía era estudiante y no tenía para comprarle un anillo, mi madre me regaló el suyo. Nos divorciamos después de unos años, ella se volvió a casar y cuando mi madre se murió le pedí el anillo como un recuerdo de valor emocional. Me dijo que sí, pero siempre me dio largas hasta que finalmente me confesó que lo había empeñado un año antes. Perdió la boleta de empeño para poder recuperarlo y cuando fui al Monte de Piedad ya se había vendido.
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