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La pura puntita

Revival. Reaparición de cuatro narradores sin reservas

Incluye tres relatos y un cuento de Constanza Rojas, Jesús DeLeón-Serratos, Alejandro Pérez Cervantes y Adolfo Vergara Trujillo. ¿Qué tienen en común estos narradores? Que todos ellos sacaron un libro y no han vuelto a publicar otros.

Revival. Reaparición de cuatro narradores sin reservas incluye tres relatos y un cuento de Constanza Rojas, Jesús DeLeón-Serratos, Alejandro Pérez Cervantes y Adolfo Vergara Trujillo. ¿Qué tienen en común estos narradores? Que todos ellos sacaron un libro y no han vuelto a publicar otros —acaso han participado en antologías.

Revival…es el primer e-book de Librosampleados, sello editorial que nació justo hace un año, en julio de 2012 con el lanzamiento de la novela El círculo de los escritores asesinos, de Diego Trelles Paz, autor nominado al Premio Rómulo Gallegos por su novela Bioy.

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Revival…se puede comprar directamente, vía Paypal aquí, a un precio de 50 pesos.

Niño del temblor

Para Marco Antonio, persiguiendo una maroma

I
Hospital Juárez.
Septiembre, 1985.
Interior, noche.

Tu llanto ahogado por las nubes de polvo es un latido intermitente que cesa a ratos para dar paso a un rumor lejano y amortiguado. Un leve ronroneo que a ratos se va y que vuelve. Apenas hace unas horas disfrutabas de otra oscuridad y de otro encierro. El tibio sueño amniótico en el vientre de tu madre. Ahora, un útero de penumbra guarda tu sueño. La embestida del rumor provoca de vez en cuando el descenso de delgados hilillos de polvo a la manera de un subterráneo reloj de arena. Discontinuos cordones umbilicales que te conectan efímeramente a la superficie.

Eso y los perros. Ladridos de perros que escuchas más allá de la muerte, y que por obra y gracia del eco llegan a ti reflejados entre una multitud de crujidos y ruidos extraños.

Algún lugar del Medio Oeste de Norteamérica.
Verano, 1999.
Exterior, noche.

No fue la blanda tierra la que me vio nacer. Superpuestos cubos de concreto fueron la colmena incubadora de esta oscuridad. Toneladas de arena desbarrancándose como en un día del Juicio, volviéndonos al amanecer repentinas larvas de subterráneo.

Algún lugar de la frontera norte de México.
Invierno, 2005.
Interior, Día.

¿Qué inexplicable magia reposa contenida en un juguete?

Si nadie se sustrae a ese hálito y a ese fervor.

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Un químico explicará que las propiedades de un polímero lo vuelven adecuado para vaciarse en moldes o matrices prediseñados que erigirán la fantasía. Planeación pura y un estricto control de calidad en el proceso. Nada más.

Un mercadólogo, en cambio, hablará de la Campana de Gauss, timing y posicionamiento en su introducción a un mercado específico.

En los niveles inferiores de esa larga cadena alimenticia, un coleccionista profesional alabará la serie, las características particulares de la misma, para desplegar luego, orgulloso, una estéril memorabilia.

Pero todo lo anterior no eran asuntos de importancia en torno a sus juguetes. Siempre evitó explicarse a sí mismo la seriedad de este su juego.

Esos artilugios, vistosas mentiras, le gustaban y punto.

No recordaba cuándo había empezado a interesarse por las figuras de acción. No guardaba de su infancia momentos especiales, mucho menos predilecciones de ese tipo.

Era un grisáceo ser sobre el que parecía estar lloviendo desde siempre la terca ceniza de un derrumbe.

Una vez, hacía siglos, salió en la tele junto a otros bebés. Los llamaron “Los niños del temblor”. El terremoto de 1985, además de dejarlo huérfano, sujeto de una efímera fama y cursi pretexto de una esperanza que se olvidó muy pronto, le dejó, además de incumplidas promesas de apoyo por parte del gobierno en turno, un dedo corazón amputado por los bulldozers y una alergia al polvo que lo seguiría toda la vida. Eso y el olvido. Un inabarcable limbo de niebla hasta luego de su adolescencia.

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Luchador con artrosis —un efímero enmascarado que se nombraba “El Escarabajo”— con asma y sus rodillas hechas mierda, el contrabando fue una isla. Fayuquero por necesidad, fue topándose con los juguetes aquí y allá, arrastrado por una fascinación tan espontánea como injustificada.

Entre la ropa pasada de moda y herramientas de segunda mano, guiñaban los brillos y los colores, venciéndole su habitual reciedumbre de luchador retirado; su cinismo de hombre rémora.

Como parte de las pacas de mercancía, saldos de los mega almacenes, junto a los retorcidos palos de golf que vendería a las pandillas para usos poco deportivos, rojos guantes de box Everlast huérfanos de su par, los tallados cascos de americano —pegasos y rayos desdibujados en mil batallas de un heroísmo barato— las figuras de acción reclamaban su parcela de protagonismo: quizá eran los antifaces, o buscar la abolición de ser uno mismo para convertirse en el héroe invulnerable, el hombre de acero, la musculatura exagerada; los colores en chillona armonía, los miembros articulados y siempre prestos —no como sus rodillas de carrizo que lo retiraron de los encordados, su máscara azul negra rota en una arena de Torreón, mandando al Escarabajo a un limbo de temprano olvido—, las mandíbulas trabadas en un eterno gesto de orgullo, ajenas a esos niños a los que hizo pedazos el tiempo.

Con los meses, sin proponérselo, como al descuido, fue agenciándose los estrambóticos enmascarados de la lucha libre mexicana, fabricados por obra y gracia de la globalización en la lejana china. Los escleróticos robots que sembraran el asombro en los autocinemas de los cincuenta. La parafernalia del orgullo gringo, las nuevas quimeras, los héroes modernos. El panteón de los nuevos dioses era ahora más eterno, configurado en serie, construido en indestructible plástico. Todas esas sagas fueron llenando las inabarcables estanterías de su soledad de hombre derrotado; sobreviviente que al nacer había gastado toda su dosis de suerte.

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Y entonces era dado ver el absurdo y la epifanía: astronautas de pinta mongólica junto a samuráis forrados de bronce. Vaqueros desenfundando junto a perversas divas futuristas. Hombres murciélago y napoleones. Aguerridas princesas y trágicos motociclistas, huérfanos de sus potentes máquinas -como él mismo-, plácidos jinetes del abandono.

II

No sabía a ciencia cierta qué asideros buscaba en aquellas figuras. Un oscuro mandato interno lo empujaba a buscarles un lugar en las populosas milicias de su niñez afásica.

Un fervor tan extraño como inútil e insondables abismos creciéndose en torno suyo le dieron el tiempo y el ímpetu para entregarse a esa pasión anómala: a buscar las pequeñas figuras de acción hasta en retazos, a granjearle y regatear a la competencia, y con una dedicación digna del mejor cirujano —vuelto una mezcla de Peter Pan y Víctor Frankenstein— en jornadas interminables, dedicarse a unir las piernas y los troncos, los brazos desarticulados; los rostros tan desmembrados como impávidos.

De pronto, sin proponérselo, estaba fabricando ya esquivas figuras del sueño. Miembros y partes prestadas de un cuerpo a otro. Una paciencia hija bastarda de su desencanto fue irguiendo aquel bestiario de inéditos seres que fulguraban en sus madrugadas con la luz del arquetipo. Era un dios con dislexia.

Rinocerontes alados, unicornios con fusiles en vez de añiles cuernos, centauros embozados con máscaras antigás, sirenas sadomasoquistas, con su ondulante cola erizada de navajas.

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Ayudado de pegamentos diversos y hechizas herramientas de corte, los plásticos se anudaban, fundidos o ensamblados, como si desde siempre hubieran pertenecido a íntimas partes de un todo. Así, las escafandras casaban con las cornamentas, y las alas se ajustaban a los torsos, orgánicos suplentes de cohetes propulsores.

Todo en un amoroso juego, un delirio táctil; una masturbación febril.

Algún lugar del futuro.
Algún punto del ciberespacio.
Vista del web site:
http://amazingsuperheroeshomesickness.com
Interior, noche.

En el amplísimo catálogo visual de la página, alimentada por el delirio masivo de niños avejentados: navegantes hay de todos; empresarios, jubilados, tecnócratas, desempleados…, todos buceadores, gambusinos de su propia alma. En el portal las figuras de acción se repiten y se multiplican…

Todos sus visitantes en busca de su Rosebud personal.

El sitio despliega la reminiscencia a los remotos años de la infancia; las cenizas de la inocencia esparcidas ahora en el recuerdo de vistosas figuras; superhéroes, muñecos, lámparas de una melancolía incombustible, eterna.

Todas las criaturas del imaginario popular; los héroes y los villanos; las divas y las criaturas inclasificables, una memorabilia de precios estratosféricos. Lo lejano tan presente: una masturbación del alma.

Entre las figuras de Marvel, Dark Horse, DC Comics, Les Humanoides Asocies, Mc Farlane Toys y demás emporios, refulgen con brillo propio los arquetipos y las rarezas.

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Piezas hechas por manos anónimas. Criaturas anómalas e inéditas.

Ahí, la noche de un domingo lluvioso, desde un viejo monitor en un país lejano, el hombre de las rodillas inservibles, el luchador retirado presenció lo imposible: aquella pieza hecha por otro, erigida con la paciente arena de otra soledad. Una verdadera joya, incunable de los especuladores del pasado.

Se trataba de un enmascarado hecho por un autor desconocido.

Pieza única.

Personaje inclasificable.

Recia musculatura, tamaño regular. Su rostro cubierto con una rota máscara azul negra, la inmóvil criatura de polímero victoriosa sobre un montículo de escombros, y sobre su base, grabado un nombre: “Escarabajo”.

Síguelo en Twitter:

@perezcervantes1

Anteriormente:

Desnudo de cuento entero

Lee más adelantos en nuestra columna semanal La pura puntita.