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ser millennial y pobre

Vivo la pesadilla del millennial: les doy plata a mis papás

Tener que darles plata a los papás es contra-natura. ¿Pero qué pasa cuando ese orden se subvierte por una mala racha económica? Esta es la cuarta entrega de nuestra serie 'La pesadilla del millennial'.
Collage por Daniel Senior.

Este artículo forma parte de la serie 'La pesadilla del millennial'. Lea aquí las demás entregas.

Admitámoslo: pasamos por la vida montados en el coche de la seguridad paternal. Fuimos al colegio, en nuestra lonchera nunca faltó comida —menos en nuestra casa—, estudiamos en la universidad y hasta nos emborrachamos por primera vez gracias a las mesadas que nos daban nuestros padres para pervivir en el hostil mundo de capitalismo.

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Nos alimentaron, nos apoyaron cuando tuvimos problemas, nos compraron ropa cuando la necesitábamos e incluso cuando no la necesitábamos y eran simples antojos de niños consentidos.

Si hoy muchos de mi generación podemos decir que crecimos siendo felices, eso, mis queridos amigos, fue gracias a nuestros padres. Pero, qué pena yo pregunto desde mi insolente perspectiva de hombre soltero, de 31 y sin hijos: ¿acaso ser padre no se trata justamente de eso, de intentar darle una buena vida a la descendencia que voluntaria o involuntariamente uno trae al mundo?

El 'deber' del padre es aún más exigente en nuestra generación, que todavía sufre las consecuencias de la crisis económica de 2008 y le ha costado emprender vuelo propio fuera del 'hotel mamá'. La cifras lo demuestran casi con burla: la consultora Pew Research Center calculó que en 2014, el 32 % de todos los jóvenes entre 18 y 34 años vivía con sus padres, casi 10 % más que en 2001. Y si todavía no están convencidos de nuestra vulnerabilidad económica, sepan que en 2015 el Bank of America estimó que el 40% de los jóvenes en esa misma edad —en el mundo— dependían económicamente de sus papás, aunque no necesariamente vivieran con ellos.

Las cifras nos confirman algo que ya sabíamos: tener que darles plata a los papás es contra-natura. Es normal que los padres mantengan a los hijos porque el haber estado antes en el mundo es una ventaja competitiva frente a quienes llegamos a poblarlo como novatos. Y esa máxima rige nuestra vida desde pequeños. ¿Pero qué pasa cuando ese orden se subvierte por una mala racha económica de ellos y llega el calamitoso día en el que el flujo del dinero cambia de dirección? ¿Cómo afrontar ese día en el que la vida se encarga de decirle a uno que ahora son los papás quienes necesitan de nuestra plata para vivir mejor?

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Patada en las huevas. Náusea. Ataque de pánico. Pueden sentir lo que sea, pero si esa realidad golpea sus puertas, no hay nada que hacer. O bueno, sí: consignar plata en las cuentas de papá o de mamá, pagar sus servicios públicos o la administración del edificio donde viven… Palabras más, palabras menos: hacer todo lo que sus padres hicieron por ustedes durante toda su vida.

Está bien pensar que la plata es material, que puede recuperarse y que sentir que los papás están tranquilos no tiene precio. Todo esto es muy cierto, pero se equivocan si creen que se trata de un asunto meramente económico. Una de las primeras cosas que dicen los pontífices que hablan de nuestra 'generación millennial' es que somos desprendidos, que no tenemos miedo de ser libres y que, si por ejemplo, no nos gusta un trabajo, podemos renunciar mucho más rápido que las generaciones mayores. ¿En serio? ¿Cómo podemos renunciar cuando descubrimos que ya nuestros padres no pueden mantenernos? Es un golpe demoledor a nuestro espíritu valiente, es como si nos quitaran el piso sobre el que habíamos estado parados toda nuestra vida. Es sentir el desamparo. "Dios ha muerto", como dijo Nietzsche. Y hay que seguir viviendo…

Crónica de un 'dame de tu salario' anunciado

Primero llega el momento de pagar algún recibo en la casa de los papás. Agua, luz, gas, internet, lo que sea. El tiempo pasa hasta el día en el que uno tiene que aportar para el primer mercado. Nunca hay un pedido matón: "ayúdanos o te largas". Todo es sutil. La armonía domina y la realidad empieza a sonar en clave de "y por qué no?". "¿Y por qué no pagas este recibo? Nos ayudas y no pierdes mucho". "¿Ya que te llegó la prima, por qué no nos das una mano con la administración? Después de todo, es tu casa".

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Hasta ahí, no hay ningún golpe contundente. Incluso se siente rico ayudar, porque —vaya a saber uno las razones— la caridad trae consigo un placer reconfortante. Y el ritual pasa a ser mensual y uno acepta, sin muchos problemas, que algún o algunos servicios van por cuenta propia. Maravilloso, qué bueno poderle dar una mano a la familia.

Si uno tiene suerte y un trabajo con sueldo aceptable, llega el momento en el que la independencia llama. Empezamos a soñar con nuestra propia casa, ese lugar en el que nadie nos despierte y una que otra noche se convierta en el templo para grandes fiestas entre amigos sin quejas por el ruido.

Y cuando uno se va y paga por sus propios servicios, ya no tiene sentido hacerlo por los de los padres. Sin embargo, como sus problemas económicos eran viejos conocidos nuestros, ellos encontrarán la manera de no perder la ayuda. Eso se traduce, por ejemplo, en "Y ya que vas a vivir solo, ¿por qué no te pagas tu medicina prepagada?". Y ahí uno comienza a entender lo ruin del sistema de salud de Colombia: que sea tan caro sentirse amparado por una atención médica que una EPS no puede dar. O tal vez sí, pero con varias semanas de espera e interminables filas en los hospitales.

Entonces uno ya siente el peso del arriendo (obvio no hay plata para comprar casa), de los servicios propios, del celular, del internet, de la televisión y claro, de la salud. Y uno ve cómo su capacidad de ahorro disminuye radicalmente sin que los problemas de los papás mejoren. Hasta que otro fatídico día uno se entera de que los papás han tomado pésimas decisiones financieras, que tienen varias deudas y que en cierto momento gastaron lo que no tenían, esperando que los buenos tiempos volvieran. Pero no vuelven, y alguien tiene que venir al rescate. Sí: usted, hijo. Ustedes, hermanos. Yo.

En mi caso, hace poco tuve que darles 10 millones de pesos no para pagar sus obligaciones bancarias (deben más o menos 30), sino para hacerlas menos asfixiantes y bajar las cuotas mensuales, porque día a día la deuda sigue creciendo. Y ahí uno comienza a entender que deberle a los bancos es vivir en el infierno.

Debo reconocer que es aquí cuando la caridad comienza a molestar, porque el sentido de la vida cambia. Uno aprende que llegó al punto en el que está gracias a los papás, pero así mismo se da cuenta de que, si las cosas no cambian, como no han cambiado en los últimos años, cada nuevo avance costará mucho más por culpa de ellos. Y como si fuera poco, sabe que cualquier 'reclamo' será inmediatamente desactivado por el recuerdo de todos los sacrificios que ellos hicieron, como si devolver fuera algo normal y no una carga. Aceptémoslo: es imposible quejarse sin parecer un infeliz desalmado y malagradecido.

La angustia vital aumenta y es difícil no sentirse como una mosca que quiere volar, pero está atrapada en un vaso de vidrio. Nosotros, que conocimos el mundo y que creímos que nos pertenecía, vemos inalcanzable eso que alguna vez quisimos –viajar, un carro, una casa, una finca, estudiar por fuera– que nos ilusionamos con conseguir y ahora vemos esfumarse. Vemos la vida al revés y nos prometemos nunca tener hijos.

*El nombre fue cambiado a petición del autor.