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Música

¿Es verdad que Bob Dylan comió hongos alucinógenos en Ecuador?

Una señora de 80 años que vive en un pueblo perdido en los Andes, asegura que el rey del folk estuvo re-tripeado en su casa.

Ilustración por Jazz Buitrón.

Sin titubear y con voz entrecortada, Aida Buitrón, una mujer 80 años, narra que Bob Dylan estuvo en el patio trasero de su casa ubicada en el pueblo La Esperanza, al norte de Ecuador. Según ella, en 1976 Dylan – todo barbudo, mechudo y vestido con un poncho andino– se sentaba por las noches frente a una fogata rodeado de un montón de hippies sucios y malolientes a tocar guitarra mientras los demás bailaban de forma frenética.

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Probablemente, el mito de que Bob Dylan estuvo comiendo hongos en Ecuador es el más conocido dentro de la cultura rockera del país. Medios como el diario La Hora o la revista SoHo (Ecuador) y canales de televisión como Ecuavisa (uno de los más importantes) han replicado varias veces la historia sin una solo prueba concreta, y la han expandido como un hit musical que se queda retumbando en tu cabeza. Incluso han dicho que Pink Floyd y Manu Chao también estuvieron en La Esperanza por el mismo cuento. Pero, ¿es verdad? ¿Cómo es que el mismísimo Bob Dylan – el contestatario músico y excéntrico personaje que revolucionó a la cultura popular, el que degeneró a los Beatles con drogas y se cagaba al gobierno gringo a través de sus canciones durante los 60–, vino totalmente desapercibido a un pueblo desolado de los Andes ecuatorianos?

Como fan y en la misma posición de muchos otros, quise creer la historia y extasiarme con la posibilidad de que todo esto fuera verdad. Pero un testimonio no es prueba absoluta y por eso decidí investigar.

Casa Aída - Ruta De Los Lagos

por ecuavisa

La Esperanza es un pueblo de una sola calle. En vez de plaza central tiene una gran avenida que corta las montañas con casas de adobe, ladrillo y cemento. Para llegar allí, hay que conducir hora y media desde Quito hacia el norte en dirección al Lago San Pablo, ubicado en la provincia de Imbabura, una de las localidades con mayor población indígena del Ecuador que vive del turismo y la exportación de telas y pieles. Desde el Lago San Pablo hay que viajar 45 minutos más mientras rodeas al colosal Taita Imbabura, una enorme y mística montaña, que durante la época precolombina era considerada un Dios por los indígenas otavalos. Hoy es un destino de alpinistas y un lugar bien conocido por el avistamiento de ovnis, luces incandescentes, piedras gigantescas que se mueven solas, duendes verdes y otros personajes fantásticos.

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A medida que se invaden los Andes en dirección a La Esperanza, las carreteras se hacen más angostas, el olor a tierra mojada aparece y las barras de la señal del celular decrecen mientras la altitud de las montañas se disparan hacia los cielos. Entre esas mismas montañas se funde toda una paleta de verdes con los campos de trigo y los niños indígenas que salen de la escuela mientras sus padres los aguardan con una manada de vacas al pie de la carretera. El acceso no es nada complicado, pero en los setenta no hay duda que el camino era un completo desastre. ¿Cómo carajos Bob Dylan pasó por aquí? ¿Cómo viajó desde Quito sin ser reconocido? ¿Dónde se hospedó? ¿Cómo llegó a saber sobre los hongos y cómo enfrentó la odisea de subir más de 1800 metros de altura?

Las montañas te escupen directamente hacia la calle principal de La Esperanza. Ahí está el hostal de Aida, una casa rectangular de color naranja que queda justo en el centro de la avenida. Con su rostro curtido y mestizo, Aida se asoma a la entrada principal. Ella camina con cuidado, saluda con solemnidad y abre la reja de la puerta con la misma dulzura de una abuela que atiende la llegada de su nieto. Con todos esos años encima, no dudas que fue una mujer guapa. Sus ojos son grandes, facciones bien dibujadas y su pose es erguida. Tiene elegancia en su cuerpo. Lleva el pelo agarrado con un moño, huele a perfume de flores e impacta su elegancia retro: compuesta de un traje color lila de corte noventero y hombreras prominentes, algo parecido a la ropa que usaba Julia Roberts en Pretty Woman.

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Nos recibe (a mí y a la fotógrafa) en el comedor del hostal. Un espacio mediado con paredes de ladrillo, vigas de madera y con olor a leña pasada. Los moscos te zumban al oído pero logras olvidarlos cuando ves colgados, entre las paredes del lugar, un título enmarcado de azafata y varios recortes de periódicos con titulares como “Hippies dejaron huella turística” y “Famosos pasaron por La Esperanza”.

Antes de que esta quiteña llegara a La Esperanza, trabajó entre 1957 a 1961 como azafata en Panagra, una aerolínea americana - peruana que operaba de Estados Unidos hacia Sur América. Se casó, renunció y años después terminó con tres hijos, un marido alcohólico y problemas económicos. Cuando decidió dejar a su esposo entró a trabajar como vendedora de artesanías en la Embajada de Estados Unidos en Quito. Le iba bien pero no era suficiente. Dejó el trabajo y con sus ahorros comenzó a fabricar mesas de té con la ayuda de un par de obreros, las cuales logró exportar gracias a sus contactos dentro de la embajada. El negocio era bueno y decidió expandirse. Un día vio un anuncio en el periódico: “Jaime Jara Tobar vende una casa en La Esperanza, a 45 min de Ibarra”. Pensó en trasladar su taller allá, compró el lugar y llegó en 1974. Al final el plan no resultó. Sus trabajadores desistieron, el negocio paró y ella se quedó con la deuda de la casa. Para hacer un poco de plata comenzó a vender hamburguesas en un puesto en la ciudad de Ibarra, a 30 minutos del pueblo. Trabajó en esto por meses, hasta que una noche, de regreso a su casa, vio a una docena de jóvenes blancos, barbudos y con mochilas que alardeaban. La bulla extranjera fue una elegía. “Gritaban en italiano. Yo recién iba reconociendo que eran hippies. ¿Qué hacen aquí? les pregunté. Ellos me respondieron que buscaban un lugar para descansar porque al otro día subían al Imbabura. Es que en esa época en Ibarra ningún hotel les atendía. Les veían medio con el pelo largo y les marginaban”. Les hizo pasar y los ubicó en el patio de su casa. Se quedó maravillada de cómo el grupo sacaba sus herramientas e instrumentos tecnológicos para subir montañas y de cómo poco a poco, los alpinistas montaban sus carpas. “Se quedaron esa noche. No era gente pobre, eran cultos, tenían conocimiento. Me dieron un poco de plata y al otro día se fueron”. - ¿En una de esas visitas llegó Bob Dylan?
- Espere, ya le digo. ¿Quieren conocer el lugar?, pregunta Aida con la voz agitada y emocionada por mostrar los aposentos que forjaron el mito. En 1976 “La Casa de Aida” se había convertido en un hostal de hippies y escaladores de todo el mundo que buscaban un refugio para descansar. Más y más jóvenes cargados de mochilas y vestidos con ropa colorida y extravagante, llegaban fascinados a este lugar recomendado por el boca a boca. “Yo no sabía por qué venían acá. No todos eran escaladores. Pensé que se encontraron una mina de oro. Me daba las vueltas a mi casa a ver si había algo, pero no. No entendía qué les traía”.

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En La Esperanza, la caca de vaca es sagrada. De ahí brotan unos hongos especiales y poderosos de color café que necesitan césped, lluvia y humedad para crecer. Durante la época precolombina eran usados por chamanes en rituales espirituales para conectarse con sus dioses y los espíritus del bosque. “Los hongos mágicos” son amargos y pertenecen a la familia de los psilocibios. Poseen dosis de psilocina y psilocibina, dos sustancias alucinógenas que te revuelven el coco en un viaje de hasta 8 horas. Hay que pasarlos con agua y consumirlos entre los bosques y planicies para que ellos “te enseñen su poder”. - Entonces ¿Por eso llegó Bob Dylan?
- Sí, me imagino, vino entre esos grupos de hippies. Él todo barbudo, pelo largo y con poncho.
- ¿En qué año llegó?
- Fue como en el… a ver, como en el 76, no recuerdo el mes.
- ¡¿Y Cómo era él?!
- Era un hombre atractivo. Los hippies era gente bien linda. Yo no sabía que era Bob Dylan sino hasta después, cuando lo vi en las noticias y en la prensa. En ese tiempo que vino él no era famoso. Después la gente extranjera también venía y me decía que estuvo aquí.

Dudo de la versión de Aida. En esa época Bob Dylan ya era una gran estrella. Además ¿Cómo reconocer con exactitud a un huésped entre cientos y cientos de hippies? Cuándo lo reconoció ¿Dónde lo vio, en qué medio? Debió ser algo impactante y conmemorativo saber que tuviste a una estrella mundial en tu propia casa ¿no? ¿Cómo olvidar algo así? No me cuenta nada más sobre el día de su descubrimiento. Los recuerdos son borrosos y la memoria porosa. Hay algo que no cuadra en la descripción de Aida. Es la de cualquier hippie. Nada certero y específico sobre el mítico músico. Es más, yo nunca había visto a un “Bob Dylan hippie”. Siempre lo vi con su pelo rocanrolero, pantalón oscuro, chaqueta y botas de cuero. Un Bob Dylan tipo Rolling Stone, que merodeaba por Greenwich Village en Nueva York. Pero al escarbar entre los álbumes del Dylan de la segunda mitad de los setenta, me sorprendo y veo que su estética y sonido cambiaron radicalmente. Se alejó de la gafas Ray-ban, los cantos de protesta y se dedicó a una producción musical más introvertida y personal. Esto me llevó a la portada de Desire, el álbum de 1976 que se acerca mucho a la versión física que describe Aida.
Desire es una producción exótica en el que Dylan narra historias de gangsters y boxeadores, e historias personales. Una introversión que fue impulsada por Jackes Levy, el mismo tipo que escribió canciones para The Byrds. En este álbum, él compuso conjuntamente varios temas con Bob Dylan. Escucho las canciones, busco sus letras y nada. No hay hongos, no hay montañas y no hay experiencias estrafalarias que te empujen hacia un viaje psicodélico por los Andes ecuatorianos. Inclusive, algunas canciones de este álbum están inspiradas en un viaje que el músico tuvo al sur de Francia, en donde asistió a un festival gitano durante su cumpleaños. Aunque quiera seguir creyendo en el mito, me decepciono exponencialmente. Siento que la historia de Aida es mentira, pero antes de confirmar mi mal presentimiento, decido buscar más pruebas. Supongo que el viaje a La Esperanza no influyó en Desire porque fue publicado el cinco de enero de 1976. Busco la siguiente producción y encuentro que en 1978 Dylan publicó Street Legal, un álbum lleno de renovación musical que suena a una mezcla extraña entre pop polaco y destellos gitanos. Tampoco hay música andina, charangos, cantos chamánicos. La presencia de hongos y del Ecuador en la música de Dylan durante esos años no existe.

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Mientras hablamos con Aida se acercan sus dos hijas. Ambas tienen alrededor de 40 años y sus caras están fatigadas y humectadas con un poco de sudor porque antes se encontraban en la cocina, preparándonos unos pancakes para amenizar la entrevista. Después de investigar nuestro pasado y preguntarnos en dónde iba a ser publicada esta historia, ambas se quedaron a escuchar con atención las preguntas que responde su madre. - ¿Y no tiene una prueba, alguna foto, algún autógrafo de Dylan?
- No tenía una cámara de fotos ni nada.
- ¿Y Pink Floyd, Manu Chao?
- No, Pink Floyd no vino. Pero Manu Chao me mandó esta camiseta.

Aida se levanta y su voz se pierde mientras entra a un cuarto trasero. Me sigue contando la anécdota pero no logro escucharla. Pasan unos segundos, la voz regresa y me comenta: - Mire, esta camiseta me la mandó Manu Chao que se quedaba meses por acá. Miro la camiseta, es talla M encogida, negra desteñida, huele a clóset y tiene los filos comidos. En el centro tiene estampado el promocional de “Próxima Estación… Esperanza”, el segundo álbum de estudio del francés como solista publicado en el 2001. “Sí, podría ser de Manu Chao”, pienso.

Después de mostrarme “la prueba”, me revela algo más preciado: “tengo un cuaderno con escritos y firmas de toda la gente que ha pasado por aquí”, dice Aida con un tono de confianza y alegría, la misma con la que un niño muestra a sus padres las buenas calificaciones escolares. El cuaderno es como un álbum familiar, de esos gruesos con las hojas decoloradas, repleto de anotaciones al pie, de fotos y dibujos escandalosos. Hay caras desfiguradas, hombres y mujeres con greñas despeinadas, unicornios, hadas y arcoíris trazados con esfero. Es como si las mismas personas impregnaran sus viajes de hongos en el cuaderno. En efecto, no hay duda que “La Casa de Aida” es una posada de hippies.

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En ese preciso instante, la mayor de las hijas de Aida, de contextura gruesa, pelo ondulado y negro azabache, arroja una anécdota sobre Dylan. - Ayer nomás vino un señor en una moto y me dijo que había venido hace fu y que había visto en el libro la firma de Bob Dylan.

¿Justo ayer? Dudo sobre la sorpresiva y pronta visita del extraño motorizado. Pregunto sobre la evidencia y me responde:

- No, es que mi mami prestaba nomás el libro. Hay un montón de hojas arrancadas y en una de esas se ha de haber perdido.
- Sí, la mayoría de los hippies que han venido me han firmado. Yo comencé a pedir firmas cuando la policía y el pueblo me decían que vendía droga.- dice Aida con el seño fruncido. El pueblo se comenzó a preocupar al ver como “La Casa de Aida” se convertía en un campo lleno de carpas multicolor con barbudos y pelilargos que bailaban descontroladamente alrededor del fuego. Para que tengan una referencia: durante los noventa, a la gente de Quito le conmocionaba ver metaleros. A su paso cerraban locales y llamaban a la policía. Imaginen el mismo peso del prejuicio, pero en un pueblo tan refundido y cerrado como La Esperanza. “La gente me decía que yo traficaba los hongos. Vino la policía varias veces a visitarme y a ver qué era lo yo hacía”. Aunque las batidas y la conmoción del pueblo por los nuevos visitantes fueron constantes, finalmente terminaron por acostumbrarse a ellos. Salimos del comedor por un corredor en dirección al mismo terreno donde alguna vez, varios hippies alucinaron mientras sentían que los espíritus de los Andes les hablaban. Aida toma asiento en un columpio amarillo y señala el mismísimo lugar donde estuvo el mítico músico. Lo imagino ingiriendo su hongo en el centro de un mar de cabezas sin bañar, rodeado de vapor corporal y de aquel olor rancio por falta de baño. Lo veo en un escenario de amor y música folk, de movimientos y gemidos descoordinados. Pero como no hay pruebas, no hay Dylan. Y aunque mis dudas crecen y mi fe se disipa, decido rastrear a Dylan en donde no lo he hecho. A mi regreso a Quito, escribo un mail a la Embajada gringa. Envío una solicitud para acceder a los registros de entrada de ciudadanos estadounidenses desde 1975 hacia delante. Asumo que con tanta tecnología y recursos, de seguro tienen digitalizada toda esta información. No debe ser difícil acceder a ella. Además, si les digo que Bob Dylan estuvo aquí de seguro me echan una mano. Me muero por acceder a sus registros, la impaciencia me hace sudar, me emociona pensar en un mail de respuesta que diga: “Hey mister. Sí, en el registro hay un Robert Allen Zimmerman, nacido el 24 de mayo de 1941 que entró al país en 1976, entre los meses de…”, pero a las 48 horas lo único que recibo es esto: “Nosotros no podemos dar información sobre ningún ciudadano estadounidense sin la autorización del interesado. Ud. tal vez pueda contactarse con la oficina de Inmigración en Ecuador para ello”. Si supieran que ya lo hice, y que la malhumorada representante del Ministerio de Migración me cerró el teléfono tras una incapacitada explicación: “Solo tenemos ese tipo de registros desde el año 2000 hacia adelante”. El último paso son los libros. Todos los volúmenes de “Chronicles”, “Behind The Shades”, “Down The Hightway” y otras biografías autorizadas y recomendadas no ayudan. Ninguno dice nada y de seguro sus autores ni conocen la palabra Ecuador.

*** Tras el tour por todo el hostal regresamos al restaurante y acabamos la entrevista. Las hijas de Aida nos sirven el almuerzo, ella se sienta y conversamos de todo menos de Dylan. Que la crisis del país ha golpeado a todos, que nada era como antes, que gracias a Dios ellos tienen trabajo y que su familia sobrevive sólo por el hostal. Me cuenta sobre ovnis y cómo los escaladores le narran historias de luces extrañas rondando el Imbabura. Sigo con el libro de firmas en la mano sin encontrar rastro alguno.

- ¿Cuándo firmaron por primera vez el libro?
- Ahí está, en 1983. Me muestra la primera página y me confirma, sin saberlo, que todo es mentira. Las fechas no coinciden. Si Dylan llegó en 1976 jamás firmó el cuaderno y por eso no estuvo bailando con las pupilas dilatadas mientras viajaba entre los laberintos de su subconsciente.

Seguramente Aida se equivocó de persona, conectó mal las imágenes de su cabeza y su memoria se dislocó. La confusión creció, el mito se regó con el bla bla de lo hippies y ¡plop! Hoy gente del todo el mundo cree que uno de los artistas más icónicos e importantes del siglo XX se drogó con hongos en Ecuador.

¿Por qué no Charly García, Fito Páez o Cerati? ¿Por qué no algún otro descontrolado y conocido músico latino? Inclusive pudo ser Juan Gabriel o Rafael de España, pudo ser cualquiera. No importa, Bob Dylan es el personaje perfecto para la historia y aunque es una de las mentiras más grandes del Ecuador, a la gente le fascina escucharla. Parece que a los ecuatorianos nos encantan las mentiras, las disfrutamos siempre y cuando seamos parte de ellas. Y en este caso, vivimos el mito y al igual que Aida, somos parte de él.