El rugido de una ciudad en llamas: Historia del Metal Bogotano (Parte I)

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Música

El rugido de una ciudad en llamas: Historia del Metal Bogotano (Parte I)

Un recorrido del rock pesado capitalino desde los años del rock n roll en los 50 hasta el furioso sonido de los 80.

Durante la segunda mitad de los 80, si uno iba caminando por el centro de Bogotá, y de casualidad decidía mirar por unos segundos las publicidades pegadas en los postes y paredes, se veían camuflados, entre los retazos de afiches viejos y el smog de las busetas, unos pequeños carteles mal fotocopiados o hechos con esfero. Estos anunciaban un concierto de bandas con nombres demoniacos en algún garaje, bodega o cloaca de la ciudad. Pero lo que más llamaba la atención de esas hojas no era la invitación a un blasfemo bacanal lleno de distorsión y cerveza sino la advertencia que decía categóricamente: "No casposos".

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En los 80 el metal era solo para los que sabían dónde mirar y dónde buscar. Era un club selecto compuesto por unos cientos de greñudos que compartían casetes y se la pasaban en las casetas azules de la 19 buscando ruidosos tesoros escondidos entre los discos de salsa y los libros izquierdistas. A diferencia de Medellín – en donde a finales de los 80 ya existía una escena consolidada, con bandas legendarias y toda la cosa – a la capital el rock extremo llego unos cuantos años más tarde. Pero gracias a factores como la radio, el mercado de álbumes y la apertura económica, el metal bogotano se esparció como la peste.

Se podría decir que esa marea negra de gritos y distorsión comenzó en 1957 cuando se estrenó la película Al compás del reloj - o en inglés Rock Around The Clock -, que estaba musicalizada por Bill Haley. La juventud capitalina de inmediato sintió un fuego en sus piernas y caderas, mientras que el resto de la mojigata y beata ciudadanía, se encomendó a todos los santos para salvarse de esa intromisión de Lucifer disfrazado de oveja en la frágil y piadosa sociedad. Pero de poco sirvieron los rezos del Arzobispo y su ciego rebaño. El bichito del rock mordió la capital y la gente se dejó envenenar contenta. Tanto así que en el '62 el viejo Billy Haley llenó el Teatro Colombia (Hoy Jorge Eliécer Gaitán).

No había vuelta atrás, el rock empezó a susurrar ideas de desenfreno y libertad en los oídos colombianos. En los 60 comenzaron a nacer bandas como Los Speakers ('63) y Los Yetis en Medellín ('65), que tocaban rock 'n roll y hacían covers de Los Beatles, Los Rolling Stones, Cream y todos los grupos rockeros que cautivaron a medio planeta en ese entonces. En los 70 se dio una especie de boom del que salieron Génesis, Hope, La Columna de Fuego, La Banda del Marciano, La Planta y demás representantes del rock criollo, que en verdad era un grupo de unos cuantos cientos de peladas y pelados medio hippies que amaban la música y estaban contra el sistema.

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Después, los poco hippies amantes de la música que había, comenzaron a organizar conciertos y así nació el Festival de la Vida en el Parque Nacional, el mítico Festival de Ancón, los toques en Lijacá, Melgar, Silvia y Yumbo, y además la visita de personajes como Carlos Santana y el mismísimo James Brown. Así es, el rey del soul estuvo dislocando su cadera en el '73 en el Coliseo el Campín frente a miles de frenéticos fanáticos.

Esos conciertos y los pocos LPs que sonaban por ahí comenzaron a masificar esta nueva y sensual música. Pero lo que realmente hizo que el rock llegará a todos los rincones de la ciudad fue el cine. En esa época se puso de moda que los teatros de barrio hicieran funciones de media noche en la que pasaban películas hippies y conciertos. En el centro estaba el Teatro Embajador, en Kennedy el Iris y el Kennedy, en el Galán el Ezio y en Fontibón el Avirama. En los cines, la gente abrigada por la oscuridad se sentaba a escuchar música, meter bareta y vino, y soñar con ser como esos jóvenes que salían en las pantallas.

Pero durante mucho tiempo el rock bogotano se quedó como un movimiento de unos cuantos hippies que se reunían en chapinero o en el Quiroga a fumar marihuana y a tocar los bongos. Además era una movimiento mayoritariamente de gente con plata. Gente de clase media y alta que tenía el lujo de viajar, comprar discos e instrumentos para tocar. Por ejemplo, Jorge Barco, de Crash, era sobrino de Virgilio Barco. Muchos grupos de la época tocaban en las batallas de las bandas de colegios como el Gimnasio Moderno y se quedaron atados a ese sueño de paz y amor del que Colombia despertaría en los '80 a punta de bombas.

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La nueva década traería nuevos sonidos. Grupos como Black Sabbath, AC/DC y Pink Floyd mostraron la magia de la experimentación y la furia de las distorsión a los oídos de la juventud desenfrenada. En 1980, los ex integrantes de Crash formaron Ship. Grupo que sacó Born disco hecho con Polydor y prensado en Estados Unidos el cual Carlos Reyna – historiador, docente y autor de varios libros de rock bogotano–  describe mientras toma un tinto en una cafetería cercana a la Universidad Distrital, como un disco avanzando para su época, que mezclaba el sonido de Pink Floyd con el de Sabbath y a la vez combinaba el jazz con la experimentación.

Pero el rock bogotano seguía estancado, muchos de los músicos de los 70 se fueron del país y varios de los que se quedaron seguían muy metidos en la onda hippie. Mientras en la capital la gente seguía delirando cada que pasaban una película de Los Rolling Stones en el cine, en Medellín se juntaban las notas en los barrios marginales a escuchar Venom, Bathory y Metallica y de ahí saldría todo el brutal sonido del ultra metal.

El hecho de que el rock capitalino estuviera en su mayoría concentrado en el centro y norte de la ciudad, no significó que en el resto de la urbe no hubiera gente dándole a sus instrumentos. Entre finales de los 70 y principios de los 80, en Venecia, Fontibón, Kennedy, Quiroga y San Fernando se forjaron grupos como La Chimenea Eléctrica, Los Buitres, Los Eclipses, Los Trogloditas, La Mermelada, Los Rebeldes y Neptuno. De esa camada salió Minga Metal, grupo creado en el barrio Timiza al sur de la ciudad en el '79, cuyos miembros pertenecían a la Unión Patriótica. La banda tuvo varias etapas hasta que más o menos en el '85-'86 se volcó por el sonido del rock pesado y, probablemente, se convirtió en la primera banda de heavy metal bogotana.

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Para la segunda mitad de los 80, muchos de los rockeros que no se sentían identificados con los hippies comenzaron una nueva ola más pesada que buscaba sonidos más oscuros y underground y que comenzaría a darle forma al metal capitalino. El punto de encuentro de todos estos greñudos locos ávidos de gritos y velocidad eran las casetas de la 19. Estas se encontraban entre la octava y la décima. Los kioscos pintados de azul nacieron en 1970  y duraron hasta el '89 cuando Andrés Pastrana, entonces alcalde de Bogotá, mandó a destruirlos. En ese entonces, los andenes de esta arteria del centro se convirtieron en un eje de consumo cultural de la ciudad. Allí habían libros, revistas y sobre todo discos. Los dueños de estas casetas se convirtieron en héroes anónimos que importaban cosas por pedido y traían paquetes de acetatos. En un principio, entre esas cajas llenas en su mayoría de discos de salsa, se colaban álbumes de rock pesado y en algún punto alguien se dio cuenta de que muchos pelados llegaban en busca de esos discos estridentes y así comenzó a moverse un mini mercado de vinilos metaleros.

Carlos Reyna, quién viste completamente de negro, usa gafas y lleva un anillo de calavera en uno de sus dedos, dice que sin bien eran escasos, los discos de rock pesado en verdad no eran una rareza. Esto se debe a que en Medellín estaban las prensadoras de discos del país, lo cual influyó en que los rockeros paisas estuvieran varios años más adelantados que los rolos. A Codiscos, Sonolux y CBS llegaban las matrices de todo tipo de discos. Entre ellos Iron Maiden, Jimmy Hendrix, Black Sabbath , Metallica y en general las bandas pasadas que tenían un corte más comercial. Esos acetatos se distribuían a todo el país y quedaban perdidos en las cajas hasta que uno de esos nuevos guerreros del Infierno los encontraba y rescataba de su letargo.

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Pero en la 19 también se podían conseguir cosas más raras y perdidas. Bandas under a las que tocaba mandarle cartas para contactarlas y pedirles material. Así aparecieron casetas como Top Metal administrada por un señor llamado John que se especializaba en metal. Pero la cosa reventó cuando en el '87 José Mort, un sastre amante de la música criado en el barrio La Estanzuela, abrió un local llamado Mort Discos en el quinto piso del Centro Comercial Los Cristales ubicado en la octava.

Sentado en la actual ubicación de su local en el C.C Multiséptima que queda sobre la peatonal del centro, José, un hombre rudo 68 años con un semblante frío y serio, los ojos achinados y que habla de forma rápida y agresiva, cuenta que el comenzó a traer discos porque siempre ha estado atraído por la música anticomercial. Dice que a principios de los 80, trabajaba en la 19 con octava, zona donde habían muchos talleres por lo cual conocía gente que viajaba a Estados Unidos. Él les pedía música y revistas y así conseguía sus rarezas. Después decidió montar su tienda porque no había nadie más vendiendo discos de música pesada y como él dice: "le tocó el papayaso". José asegura que en su diminuto local la gente hacia fila para entrar y allí se promocionaron los demos y álbumes de la mayoría de las bandas de la época.

A finales de los 80 ya existía una pequeña pero apasionada escena metalera en la capital. Se abrieron más tiendas, aparecieron bares como Iron Speed y Abbot & Costello, y la gente comenzó a grabar y compartir casetes. El rock pesado infectó las venas de cemento de la ciudad y se comenzaron a formar distintos parches en los barrios que se sentaban alrededor de una grabadora a escuchar lo que llegara.

En ese momento la radio también empezó a jugar un papel fundamental en la pedagogía rockera. Uno de los que comenzaron a sacar rock en las emisoras fue Gustavo Arenas conocido como el Doctor Rock, quien en el '71 creo en Radio Latina su programa "Aquí desde la madre tierra". A parte, también en Radio Tequendama, entre los temas de Camilo Sexto y las baladas de la época, se colaban canciones de grupos como Barón Rojo y Kraken y en Radio Fantasía todos los días pasaban conciertos de bandas tipo Sabbath y Zeppelin. Pero el encargado de cultivar el gusto musical de toda una generación de metaleros fue Lucho Barrera con su programa "Metal en Estéreo". Este espacio nació en el 86 y se transmitía por la Súper Estación (88.9) los domingos a las diez de la noche. La inconfundible voz de Lucho Barrera le daba un toque de solemnidad a las introducciones poéticas que creaba para cada canción. Después, Barrera a mediados de los 90 creó "El final de los tiempos" en la 99.1 (Radionica) que tenía el mismo formato y duró hasta el 2004.

Ya no había vuelta atrás. En los 80 Colombia se desangraba y sus calles explotaban en pedazos. La paz y el amor habían sido pisoteadas y todo una generación adoptó el negro como su color de batalla y la distorsión como su himno de resistencia. El metal estaba rodando en Bogotá, ya no era un juego de unos cuantos grupitos aislados. Cada vez crecía más y se volvía más oscuro, furioso y cerrado. Era un monstruo de mil cabezas que rugía en todas las esquinas de la capital.

Lea aquí la segunda entrega de este reportaje.