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Música

El día que me enamoré de la champeta

Lucas Silva, cabeza de Palenque Records, recuerda aquel encuentro "como si los dioses se hubieran reunido en un instante místico para mostrarme el camino de la revolución que se estaba gestando".

DJ picotero. Cartagena, 1996. Foto por Lucas Silva. ​

Cierren los ojos, contemplen la oscuridad por un momento. Piensen en un momento de la historia de la humanidad en que les hubiera gustado nacer. Si algunos de ustedes hubiera tenido la suerte de estar ahí, al lado de Bunny y de Peter, en el corazón del ghetto jamaiquino atestiguando el gesto de Bob Marley cuando compuso “No Woman, No Cry”, ¿qué hubieran hecho? Si hubieran estado en Londres en el nacimiento del punk, ahí al lado de los Pistols y The Clash, sin un McLaren a la vista, ¿hubieran dejado pasar todo eso, como testigos mudos de una época irrepetible? Yo tuve la suerte de estar en Cartagena en 1996, cuando estaba naciendo la champeta criolla, una música muy de ghetto, bastante subterránea en aquella época. La champeta era una música peligrosa, fantasía de muy pocos fuera de los barrios populares. Reinterpretación afrocaribe de los mejores ritmos de la África moderna: soukous del Congo, highlife de Nigeria, afrobeat y mbaqanga de Suráfrica. Era la vecina incómoda y temida. Los pelaos ‘cool’ de la city no tenían nada que ver con la champe, los bohemios mucho menos, los demás peor. La mayor parte de la sociedad costeña la despreciaba: los pelaítos bien bailaban salsa o vallenato, lo que fuera menos champeta. Muchos decían que aquellos cantantes no sabían ni siquiera lo que cantaban, que era música de rateros y hampones, una expresión vulgar que, encima de todo, no era de aquí.

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Yo había viajado a Colombia desde París donde estudiaba cine. Tenia 26 años. Venía a hacer una película sobre la cumbia, pero una amiga del Chocó me comento que aquí había una nueva música, entonces me fui para Cartagena. Mi primer encuentro fue con Justo Valdez, cantante de Son Palenque, en las playas de Bocagrande, donde vendía gafas para los turistas (una de muchas situaciones simbólicas que demuestran las condiciones de marginación y explotación perpetua que vive el hombre afrocolombiano). Ese día Justo me cantó varios de sus éxitos a capella, una canción mas sabrosa que la otra. Cada una tenía algo que era completamente nuevo para mí: sobre todo un singular ‘despeluque’ africano (animación, rapeo).

Justo me dijo que esa música venia del soukous que tocaban los músicos del Congo que vivian en París. Me habló de Pepe Kalle y de Papa Wemba, de Soukous Stars y de muchas mas estrellas musicales del continente africano. ¡Yo venia de París y no tenia ni idea de todo esto! Vivía en un mundo de latinos inmigrantes, había nacido en la Bogotá súper blanca de la época y no tenia ni idea de la profundidad de la cultura africana, de las puertas psicodélicas que se abrían ante mí como un llamado celestial de los dioses del voodoo, la rumba, el amor y la música eterna, mística y profunda del corazón de Afrocolombia. Ahora recuerdo aquel encuentro como si fuera un momento sagrado y todos los dioses se hubieran reunido allí en un instante místico para mostrarme el camino luminoso de la nueva revolución musical que se estaba gestando.

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Desde aquellos días decidí dedicar mi vida a este género, movimiento y cultura, cruzando mi camino con personajes como Justo, Louis Towers, el Sexteto Tabalá y otros nombres de la música que encontré en las calles de la Afrocolombia y que no tienen nada que envidiarle a Jhon Lee Hooker, Björk, Snoop Dogg o Led Zeppelin cuando de talento se trata. Hoy, creo que la historia de la música en Colombia se divide en dos: antes y después de la champeta y del picó. Y si no lo creen, prendan la radio…

En aquella época, a finales de los 90 y en mi círculo, Bogotá era una ciudad eminentemente rockera, gringo-centrista y bastante ‘withey’, a mi gusto. Era el reino del chispun o de la batería rockera: tu cu prá, tu cu prá y más na’. ¿Qué me enamoró tanto de aquella música, entonces? Sentí que con la champeta se abría un nuevo mundo de sonoridades y ritmos que nunca antes había escuchado. Guitarras frenéticas y en trance, armonías tribales y metafísicas, bajos rompecaderas y breaks de batería que desarmaban a cualquiera. En las raíces de la música africana se sentía un folclor milenario, una poli-ritmia madre del jazz, el funk y el rock, una libertad y creatividad armónica de vanguardia. Lo dijo Miles Davis: “la música africana es el futuro”. Fela Kuti abrió el camino y hasta el sol de hoy, una legión infatigable de músicos africanos se encargan todos los días de renovar la herencia de un continente que es el la madre del ritmo… y de todo lo demás…

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Yo estuve ahí en el momento justo, en el tiempo justo. Otros estuvieron ahí también, pero no vieron lo mismo. Yo vi un diamante escondido debajo del barro, vi que habían productores que solo estaban pensando en pegar un tema en la esquina, en el barrio. Que era el comienzo de algo muy grande, una unión entre África y Colombia cimentada por los poderosos picós. En aquella época, ya reinaban El Rey de Rocha, El Isleño, el Sabor Estéreo y una amplia corte de sistemas de sonido que eran los reyes del barrio y el “orgullo de los bailadores”, como reza una placa del Rey, pero los primeros empezaron en los 70, legendarias máquinas como El Conde o El Coreano que fueron las primeras en sonar discos africanos, las fundadoras de este vacilón supremo. Hacia principios de los 90, ya en la segunda ola picotera, Chawala y su Rey de Rocha trajeron un estilo distinto, ahora con un DJ que animaba y cantaba, con el SK5, célebre teclado champetúo que es una marca del género. Los nuevos exponentes tenían un estilo más moderno, intervenían más la música y hacían de su performance un verdadero show.

Desde ese día empecé un curso avanzado de música afro mundial en los barrios donde el picó era rey, y gracias a los champetúos y a los coleccionistas mas finos de la champeta salí de mi ignorancia musical. De regreso a París, completé mi educación, conociendo a muchos músicos africanos, leyendas como Manu Dibango, Lokassa Yambongo, Dally Kimoko y muchos más.

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Pero mi historia no para allí, apenas empieza. De regreso a la capital peleé con la mitad de mis amigos, a ninguno le gusto esta nueva música que traía, incluso recuerdo que alguna vez casi me sacan de una fiesta por ponerla. Entonces regresé a Francia y con el firme apoyo moral de varios melómanos serios, edité el disco El vacile efectivo de la champeta criolla, Vol. 1, el primer compilado de champeta en el mundo, en 1998. Así nació mi sello disquero Palenque Records. Era la época fuerte de la música cubana en Francia, Buenavista Social Club y Compay Segundo. ¿El resultado? Mi disco era un completo ovni que poco a poco hizo su camino. En ese entonces vendí 3000 copias y regalé alrededor de 800 como discos promocionales a periodistas y a personajes de la cultura y las artes.

Para completar mi viaje hacia lo profundo de esta conexión, en aquellos tiempos fui a San Basilio de Palenque, el primer pueblo de esclavos libres de Latinoamérica, cuyos habitantes son descendientes de cimarrones que se rebelaron y armaron rancho aparte. Allí, en el corazón de su pueblo rebelde y en medio de una escena primitiva y ferviente, encontré combos como el Sexteto Tabala o el grupo Alegres Ambulancias, ninguno de los cuales había grabado o si quiera había pensado en grabar. Yo no era productor de música, tan solo era un melómano curioso y un realizador de documentales. Y sin embargo, tal y como en las películas de gangsters, me dije “Bueno, si aquí no hay nadie para hacer este trabajo, pues me tocará hacerlo a mi”. Y así fue. En Palenque grabé varias producciones discográficas con las que le revelé al mundo la música de este pueblo digno y bravo. Mi primera grabación, del Sexteto Tabalá, fue lanzada en Francia por el sello OCORA de Radio Francia Internacional en el 98, un legendario sello de música tradicional con más de 300 referencias en su catálogo. Cuatro años después lancé el disco El arte de llorar a los muertos en San Basilio de Palenque, de Las Alegres Ambulancias, con el sello Buda Records (2002). Y hasta el sol de hoy, he grabado 20 discos, una larga lista de proyectos musicales que hoy hacen bailar al mundo, desde Batata y Su Rumba Palenquera, Colombiafrica: La Orquesta Mística, Son Palenque y El Faraón Bantú, hasta Abelardo Carbonó y Alfonso “El Brujo” Córdoba han sido algunos de los protagonistas de estos lanzamientos.

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En aquella época de mi primer encuentro con ella, la champeta criolla empezaba un nuevo ciclo pero estaba profundamente aislada de la escena nacional; sin embargo, hubo personajes ligados al movimiento que fueron los pioneros en esta investigación, lo que hoy llamamos ‘champetología’: el periodista y escritor Nicolás Contreras, el pintor Dairo Barriosnuevos, el investigador palenquero Sidney Reyes y el productor de champeta Humberto castillo, quien fue uno de los primeros en escribir sobre esta música y cuyas notas y textos aparecen en muchos LP’s de la época y nos hacen sentir hasta hoy el éxtasis y delirio que esta música provocaba entre sus seguidores. Lo más interesante es que, desde un principio, la champeta se convirtió en una industria sólida, hecha por su gente y para su gente. Para aquella época incluso ya existían varios sellos disqueros, la mayoría con sede en el mercado de Bazurto: Rey Records, Pilo Discos, Discos El Flecha, entre otros. Cada mes se publicaban decenas de temas y discos pioneros como el LP Caballeros del Zodiaco de Elio Boom vendieron más de 25 mil copias. Dentro de la champeta habían empresarios cada vez más exitosos, como el mismo Chawala y su primo Yamiro Marín, fundador de Rey Records.

El porqué en el resto del país nadie profundizaba en una música con bases sociales tan sólidas y solo muchos años después empiezan a aparecer publicaciones sobre este género musical es una pregunta pertinente. Se sabe: Colombia es una tierra llena de secretos y lastimosamente son pocos los que escarban buscando el real underground. Creo sin embargo que la falta de interés en este tipo de escenarios se explica por las gruesas capas de discriminación que existen en nuestro país, lo cual solo demuestra la contundencia de la misma música que tuvo que vencerlas para salir adelante. Muchos intelectuales estuvieron allí en aquellos tiempos, pero no vieron ni presintieron nada. Eran otros tiempos, otras circunstancias…

Hoy, 18 años después de aquel encuentro con Justo Valdez en la playa, la champeta es un movimiento sólido que cambió para siempre la música de nuestra tierra. Y es apenas natural. La historia de la música popular, desde el blues hasta la electrónica, ha demostrado que lo afro y lo underground siempre terminan siendo mainstream. Hoy, hasta los picós se han vuelto un fetiche hipster tropical, fashionable, y artículos sobre esta cultura se publican en el mundo entero por muchos que jamás se han preguntado por el impacto de su apropiación cultural; sin embargo, la champeta ya no le pertenece solo a la costa: uno de los mejores grupos de champeta en vivo, Tribu Baharú, esta en Bogotá, y en Canadá, USA o Europa, decenas de DJ’s producen tracks de champeta electrónica. Ahora el género hace parte del global bass y el futuro es más que promisorio. Pernett, Systema Solar, Bomba Estéreo, Colombiafrica Orquesta, Carlos Vives y muchos más artistas beben de las aguas rejuvenecedoras de la champeta. El rey no ha muerto: su palabra se liberó y ahora le pertenece a todo el mundo.

¡Que viva Afrocolombia, una unión musical que nunca muere! *** Lucas Silva es la cabeza de Palenque Records, vive en Bogotá y de vez en vez le mete candela mística a la pista como DJ Champetaman. Síganlo por aquí. Respetos para él.