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Música

Del metal al perreo: fui a mi primer concierto de reggaetón

"En mi imaginario fiestero, estaba toda la gente perreando, pero no, no fue así".
Mateo Rueda.

Todas las fotos por el autor.

No tengo pinta de reggaetonero, es más, pasé por la época donde uno lo odia sin sentido. Sin embargo, maduré y me di cuenta de que este género es inherente a la fiesta en Colombia. Si uno odia el reggaetón, no puede farrear en este país, simple y sencillo (vengan a mí, ravers).
Hoy en día, hay pocas cosas que disfrute tanto como perrear al son de un buen tema vieja escuela de reggeatón. Negarlo es negar a la mamá.

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Este género es la puerta a la fiesta, es lo que los rolos podemos bailar sin sentirnos tan mal. Es el punto neutro musical donde el más tronco no hace el ridículo y hasta logra sacar a alguien a bailar. Mejor dicho, no se le puede pedir más.

Pero a pesar de mi gusto musical, de conocer perfectamente largas líricas reggaetoneras gracias a un talento innato indescriptible, de disfrutarme hasta el fin cada canción que ponen en un rumbeadero capitalino, nunca había ido a un concierto de este género en mi vida. Mi historial de conciertos apunta más al metal; Gorgoroth, Amon Amarth entre otros. Y sí, uno puede escuchar ambos géneros y eso no significa nada. Es 2017, ya dejen el show, pseudo puristas.

El viernes pasado, no obstante, me aventuré a mi primer concierto reggaetonero. Terminé en una van rumbo a un prometedor show en el centro de eventos auto norte. El concierto reunía a cuatro pesos pesados de la escena urbana actual: Bad Bunny, Bryant Myers, Arcángel y Cosculluela.

Desde que bajamos de la camioneta fuimos bombardeados por los revendedores de boletas, los que venden gorras (edición especial Bad Bunny) y los que ofrecen transporte privado para salir del concierto; todo tipo de venta y servicio que acompaña un concierto fuera de la ciudad. Aparentemente, eso es lo de ahora, entre más lejos de la ciudad, mejor el concierto.

Ya en la entrada, me di cuenta de la fauna y la flora pujante que se hace presente en estos nuevos eventos. Las chaquetas tipo Michelín en los hombres, los Adidas superstar infaltables en las filas de mujeres, y las camisetas Guess apretadas, las gorras de golf y los zapatos Gucci tanto en hombres como en mujeres. Yo pensaba: San Andresito debe subir sus ventas en un 200% un día antes de estos eventos. Como me dijo Cope, el reportero que iba conmigo, "lo chiviado no quita el estilo".

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El teni tacón y las plataformas se hicieron presentes.

Como metaleros uniformados o punks alineados, así llegaron los reggaetoneros (o traperos) a cumplirle la cita a estos cuatro capos de la lírica. La muestra de poder primitiva —la medición de pipís— se daba desde la fila: el celular más grande, el reloj más brillante, el que más mujeres llevara en su combo. Una tribu urbana peculiar, un grupo rico en características y patrones para el estudio antropológico.

Por fin entramos al lugar y la historia evolucionó. Estos grupos colegiales, ansiosos de aguardiente verde, gastaron el dinero de sus padres en altas y costosas cantidades de chorro. La zona VIP del concierto funcionó como zona de despeje: chirris, gomelos, guisas, ñeros, jóvenes sin cédula, adultos con más de una cédula. Todos convivieron al son de los hits de estos cuatro artistas.

Cantante por cantante, la gente los recibía con la bulla respectiva. Lentamente me fui dando cuenta de que esto no sería una fiesta como yo había pensado. En mi imaginario fiestero, estaba toda la gente perreando, pero no, no fue así. La gente se encarnizó en gritar las canciones con inspiradas notas de voz para sus exnovios, en subir historias de Instagram con la clásica duckface, en tomarse selfies desenfrenadamente; en todo, menos en bailar.

La voice note con todo el sentimiento.

A medida que la noche avanzaba y cada artista terminaba su presentación, aparecían en la pasarela una cantidad considerable de modelos. Ahí, en cada intermedio por los parlantes, un extraño sonido emergía: la guaracha. De todos los parches con los que estuve esa noche, ninguno entendía esta movida de combinar un concierto de reggaetón con música guaracha.
"Es música de ñeros", me dijeron algunos gomelos mientras me servían otro aguardiente.

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Al alejarme, los vi tímidamente rendirse ante el poderoso beat de la guaracha. No hay que oponerse frente al potente desdoblamiento musical que puede lograr una copa de aguardiente con el cuerpo humano, sea el género que sea.

El ambiente que se vivía fue más cercano al Estéreo Picnic de lo que esperaba. Se sentía una tensión extraña al perrear. Toda la gente estaba concentrada en la pantalla de su celular grabando al artista y uno bailando… pues no. Aquellos fieles que igual decidieron bailar, se veían en una experiencia ensimismada e incluso introspectiva, algo que parece opuesto al carácter colectivo del reggaetón.

Me di cuenta de que hay un problema al tener un punto fijo a donde ver, en este caso a los artistas. Hace que uno deba estar concentrado en ellos y no en el baile. Es una experiencia diferente de vivir este género, hay quienes lo bailan en tienditas, quienes lo ponen a todo volumen en el carro, los que lo oyen mientras redactan textos y quienes lo disfrutan en conciertos. Yo, definitivamente, me quedo con el reggaetón en tienda, en bar, en rumbeadero, pero no en concierto.

El reggaetón, como puente a la sexualidad en el baile, funciona en antros. Entre más oscuro y pequeño, mejor. Entre menos uno logre ver, mejor.

Entre más oscuro mejor.