Charlene Downes. Image: Focus Features
Charlene Downes tenía que haber sido anónima: normal, nada especial, otra estudiante del montón de una familia cualquiera del norte de Inglaterra. Mujeres como Charlene las hay a montones.Este año habría cumplido los treinta, si siguiera viva; ya madura, tal vez madre, quizá desgastada, sin duda traumatizada y maltratada por la vida. Su nombre no significaría nada más allá de su mundo.Con su iluminación y ese aire de esplendor de baratillo, la zona que hay detrás del paseo marítimo de Blackpool podría parecer un mal viaje: callejones oscuros y sórdidos pasajes atestados de luces deslumbrantes, carteles de neón, salones recreativos y establecimientos de comida rápida. Así fue la iniquidad que engulló a Charlene aquel noviembre de 2003.
MIRA:
En 2007, dos hombres fueron enjuiciados; uno de ellos por asesinato, el otro por introducir el cadáver en una máquina picadora de carne, servirlo en kebabs y triturar sus huesos y usarlos como borada para baldosas. El jurado no llegó a un consenso respecto al veredicto y se señaló un nuevo juicio. Sin embargo, en 2008 los dos hombres fueron puestos en libertad gracias a unas pruebas de dudosa fiabilidad. A fecha de hoy, los rumores en torno al caso siguen muy activos.Yo fui el primer periodista británico que entrevistó a la familia. No por mi gran perspicacia, sino por un golpe de suerte. Una revista de lustrosa portada buscaba a la madre de una niña desaparecida (cualquier madre, cualquier niña, en cualquier parte). Querían un artículo sobre niños desaparecidos y dio la casualidad de que la ausencia de Charlene se había empezado a difundir esos días. Han pasado quince años, incontables titulares, desplegables de revistas y apariciones televisivas, pero la historia sigue bullendo y nunca dejará de hacerlo.Hace menos de quince años que fui en busca de Bob y Karen Downes, los padres de Charlene. No sabía dónde vivían, por lo que llamé a la puerta de todas las casas de la calle para dar con la familia de una estudiante desaparecida en aquella ciudad olvidada. Era diciembre de 2003, hacía un frío horrible y me había dejado el abrigo en casa. Empecé por el portal número 1; ellos vivían en el 109.El salón de los Downes despedía un olor como a sopa y el ambiente era opresivo; era evidente que no habían abierto las ventanas desde hacía años. Charlene tenía tres hermanos: Emma, Becki y Robert. La niñera se había mudado desde West Midlands para empezar de cero en el “Las Vegas del norte”. Hablé con Karen y su madre, Jessie, a la que también llamaban Lena. De pie, Bob Downes y su amigo no me quitaban ojo de encima y observaban cada uno de mis movimientos.Pese a que Karen se había acostumbrado a recibir a tipos trajeados en su salón, se la veía nerviosa, lo cual era comprensible. Me enseñó una foto de Charlene tumbada en el sofá, el mismo en el que yo estaba sentado en ese momento. Le pregunté si le había ocurrido algo inusual a su hija, algo fuera de lo normal, algún cambio en su vida. “Charlene dijo que un grupo de chicas la estaba molestando porque no tenía las botas y las zapatillas de marca adecuadas. Charlene había cogido piojos y desde aquella vez la empezaron a llamar ‘vagabunda’ y la hacían sentirse sucia. Era todo una estupidez, porque Charlene siempre iba limpia e impecable. No teníamos mucho dinero, pero procurábamos que siempre fuera bien vestida”, me contó.Me mostró el dormitorio que Charlene compartía con la niñera. Estaba todo tal como Charlene lo había dejado: los pósteres de Darren Day y su sonrisa facilona, su cepillo para el pelo —que hacía las veces de micrófono improvisado— sobre la mesa… Era todo tan propio de una niña, tan inocente; todo como debía ser.Cuando te dedicas a entrevistar a gente, acabas percibiendo cuándo mienten. En cualquier caso, yo no estaba allí para juzgar si decía la verdad, sino para documentar su dolor. Salí de allí feliz de seguir con mi vida y no tener que volver nunca más. O eso pensaba.Hubo quien señaló a la familia Downes como cómplices de la caída de Charlene, víctimas que no eran merecedoras de nuestra compasión, basura blanca. Algunos decían que la familia era escoria y que ella no importaba nada. No era una muchacha de clase media de padres eruditos y con carrera del centro de Inglaterra.En cualquier caso, Charlene era una niña inocente incapaz de tomar una decisión juiciosa. Una niña inocente sin nadie que cuidara de ella. Los depredadores buscan las presas más vulnerables: niños desatendidos y olvidados entre muchas otras personas olvidadas.Habrá multitud de gente —profesionales, amigos, vecinos— que afirma saber la verdadera historia, lo que realmente pasó en Blackpool. Sin embargo, nadie hizo nada cuando la niña aún estaba viva. Nadie mostró el menor interés por su vida pero todos estaban fascinados por su muerte.Karen tuvo una oportunidad de contarle al mundo qué le pasó. Tuvo la oportunidad y la ayuda —por mi parte y la de mi mujer, Ann— para escribir un libro en el que expresar la insoportable carga que supone perder un hijo; una oportunidad de enmienda por los errores que cometió,
de intentar sanar algunas heridas, mantener vivo el recuerdo de su hija y dar a conocer al mundo su dolor, el dolor de una madre.En la cinta, vemos a Karen alcanzar los límites de su propia verdad. La vemos forcejeando con la cadena. Ella siente la necesidad de señalar a alguien, de encontrar a alguien en quien descargar la culpa.Los hechos que conforman la historia de Karen son los mismos hechos que expusieron a su hija a los riesgos que finalmente acabaron con su vida. Lo sé porque yo escribí parte de su libro haciéndome pasar por ella.Por mis manos han pasado fajos de informes de Charlene, pero ninguno de ellos tiene el menor valor. Charlene está muerta y nadie hizo nada cuando la pobre niña aún vivía. Era una joven vulnerable y herida; la habían maltratado, expulsado de la escuela, había sido depredada por los hombres, golpeada y vejada verbalmente; le dieron la espalda la policía, los servicios sociales, su familia, sus vecinos y los asistentes sociales.Y los periodistas, categoría a la que yo pertenecía. Para ellos (para mí) no era más que otra historia, un pretexto que esgrimieron los medios para exponer su análisis sociológico intelectualoide sobre la Gran Bretaña del siglo XXI, cuando realmente no era más que otro ejemplo de cómo la gente con dinero dice a las hordas de abajo cómo pensar y actuar.La incómoda verdad es que la muerte de Charlene Downes da para una gran historia: la adolescente que acabó como carne de kebab. Antes de que el tribunal oyera tan horrenda afirmación, Charlene era simplemente una niña desaparecida más, el problema de otros.No sé quién la mató, peros sí sé quién le falló.Este artículo apareció en VICE UK.
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MIRA:
En 2007, dos hombres fueron enjuiciados; uno de ellos por asesinato, el otro por introducir el cadáver en una máquina picadora de carne, servirlo en kebabs y triturar sus huesos y usarlos como borada para baldosas. El jurado no llegó a un consenso respecto al veredicto y se señaló un nuevo juicio. Sin embargo, en 2008 los dos hombres fueron puestos en libertad gracias a unas pruebas de dudosa fiabilidad. A fecha de hoy, los rumores en torno al caso siguen muy activos.Yo fui el primer periodista británico que entrevistó a la familia. No por mi gran perspicacia, sino por un golpe de suerte. Una revista de lustrosa portada buscaba a la madre de una niña desaparecida (cualquier madre, cualquier niña, en cualquier parte). Querían un artículo sobre niños desaparecidos y dio la casualidad de que la ausencia de Charlene se había empezado a difundir esos días. Han pasado quince años, incontables titulares, desplegables de revistas y apariciones televisivas, pero la historia sigue bullendo y nunca dejará de hacerlo.
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No sé por qué acabé yo cubriendo todas las historias, pero así pasó. El caso no paraba de dar de sí y a día de hoy sigo escribiendo, haciendo entrevistas y reuniendo almas; una parte de mí sigue allí, sentada en aquel mugriento sofá del 109 de la calle Purgatory.
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de intentar sanar algunas heridas, mantener vivo el recuerdo de su hija y dar a conocer al mundo su dolor, el dolor de una madre.En la cinta, vemos a Karen alcanzar los límites de su propia verdad. La vemos forcejeando con la cadena. Ella siente la necesidad de señalar a alguien, de encontrar a alguien en quien descargar la culpa.
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