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Música

De entrevistas fallidas, canciones tontas y las pachecas de Chet Faker

Hablamos con Nicholas James Murphy sobre sus tocadas, de cómo es estar borracho de amor y de por qué no recuerda ningún concierto de su adolescencia.

Imagen vía PopLoad

El pasado 10 de octubre, me fue encomendada la tarea de entrevistar a Chet Faker en el Lunario del Auditorio Nacional. La acepté gustoso. Viajé durante una hora por las tripas más atascadas del subterráneo de la ciudad, un via crucis moderno para mortales. Durante rodo el trayecto repetí en mi cabeza: “No hay pedo, no está tan lleno. Ya casi llegas”. Arribé a mi destino. Desde que salí del vagón, me di cuenta que esto no saldría del todo bien. Todas las personas que a empujones querían ocupar los treinta centímetros que había dejado, estaban empapadas. Llovía a cantaros. Corrí como loco hasta el Lunario, pero mi carrera fue cortada por una horda de cuarentonas, que a las afueras del Auditorio coreaban el nombre de Camila.

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Obviamente llegué tarde a la entrada del Lunario. Con cigarrillos inservibles y un odio creciente hacia dicho lugar, esperé en su puerta hasta que una noble organizadora salió por mí. Después de secarme un poco y recuperar la compostura, entré al camerino donde haría la entrevista. Me le acerqué y saludé al cantante australiano_ “Hola Chet, ¿cómo va todo? Afuera hay un diluvio”, supuse que con eso bastaría para romper el hielo. Pero él respondió: “Mi nombre no es Chet, es Nicholas”. Estaba consciente de ello, pero la cagué. Seguramente puse la cara más pendeja del mundo. El manager me rescató y me dijo que tenía solo 10 minutos.

Imagen vía 8106

Traté de enmendar mi error primario y le pregunté: "¿De qué habla tu música, de tus memorias como Nicholas James Murphy o de las del personaje que has inventado?"

Me respondió la línea más fría que he escuchado: “De mi vida”. Nada más, nada menos. La entrevista se iba por la borda y solo llevaba un minuto. Comenzamos a hablar de música y resultó que no teníamos gustos tan dispares. Durante su adolescencia, vivió una fascinación por aquella oleada de dance francés que inundo todos los antros “alternativos” –en esa época no se habían catalogado como hipsters– durante el final de la década pasada. Escuchaba Justice, Uffie y todas las maravillas de que editaba ED Banger Records. Le pregunté si recordaba un concierto de aquella época: “No recuerdo ninguno. Solía tomar mucho, siempre estaba borracho y muy pacheco”. Le dije que tenía el mismo problema. Nos cagamos de risa y la charla se volvió un tanto más amena.

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Siempre que conozco a alguien, me gusta imaginar que ha vivido un punto de quiebre que los ha convertido en quién son ahora. Nicholas recuerda perfecto cual fue aquella chispa que comenzó el incendio que ahora es Chet Faker. Fue una canción: “BITSTU” de Jai Paul. Cuando escuchó ese tema, vio qué dirección tomaría su música. También le pregunté sobre el logo de su disco –una escultura agrietada, con la forma de una mano– “Representa una contradicción. Es una yuxtaposición, entre lo orgánico y lo artificial. Simboliza la venta en masa de un producto orgánico como la música”.

Este año Australia ha producido muchísima música nueva, que se ha colado en las listas de popularidad gabachas y de Reino Unido. Le pregunté qué diablos está pasando allá. “Todos me preguntan eso. Pero no tengo idea, es algo muy difícil de describir. Es algo que simplemente está pasando”. Le comenté que “Gold” –su último sencillo–, me había volado la cabeza. Respondió: “Es la canción más tonta que ha escrito. Habla de cuando te enamoras y actúas como un tonto todo el tiempo. Habla de cómo es estar borracho de amor”.

Siempre es buena idea ver los videos las presentaciones de artistas que quieres ver en vivo. Te puedes ahorrar algunos pesos y un fiasco monumental. He visto montones de videos de Chet en vivo, pero se ven muy fresas, así que le pregunté: ¿Cómo se ponen tus toquines?

“Siempre son diferentes, depende el lugar. Por ejemplo en Brasil se puso muy loco, incluso se cayó un wey desde un balcón –risas–. También depende de los instrumentos que toque. En el Boiler Room de Melbourne, tuve un performance con sintes, muy experimental a diferencia de un concierto acústico, donde me conecto más con la música”.

De pronto, como relojito suizo, su manager me dijo que los diez minutos se habían diluido y que Nicholas tenía que relajarse para el concierto. Así que lo tomé de la mano, le deseé suerte y le dije adiós. Esa noche dio uno de los conciertos más fresas –en el buen sentido– del año, como lo preludiaban sus videos. Repleto de elegantes detalles sonoros, baile pegadito y pubertas que corearon todos sus temas.