Crónicas del Corona Capital: Esto es ir a un festival a los treinta
Foto: Marcelo Quiñones

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Música

Crónicas del Corona Capital: Esto es ir a un festival a los treinta

The bienvenidos a la adultez mediocre extravaganza.

Nunca pensaste que te iba a pasar a ti, pero finalmente tienes treinta. No ha cambiado nada excepto algunas intolerancias digestivas, tu interés superficial por el universo fiscal, tu repentina debilidad por usar tu estatus de Facebook como si fuera el foro de Yahoo Respuestas, y ese extraño impulso por cocinar y llenar tu casa de plantas. La vida no puede ser tan distinta; sin embargo, tu eterna adolescencia empieza a mutar detalle a detalle, hasta que un buen día adoptas a un gatito bebé y te das cuenta de que te estás convirtiendo en una tía. Si tu cuenta de Facebook está ligada a Hotmail es probable que empieces a presentar estos síntomas en cuestión de meses. No te preocupes. No estoy muy segura todavía, pero creo que es normal. Mientras nuestros expertos trabajan en un estudio para justificar la veracidad de todo lo dicho en una escala de memes, nosotros decidimos probar estas primeras hipótesis en una experimentación de campo, y la octava edición del Corona Capital en Ciudad de México fue el escenario perfecto. Esto es ir a un festival a los treinta.

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Se acerca el día del Corona Capital y no compraste boleto, pero seguramente vas a terminar ahí. Por supuesto que tienes la cantidad necesaria de dinero para desembolsar en unos boletos, pero tal vez preferirías gastarlo en las vacaciones que no te has dado en quién sabe cuántos meses, o en tu próxima mudanza. El punto es que vas a terminar empolvándote los zapatos en el festival, no tanto por tu afición a los Foo Fighters o a Green Day, sino porque trabajas para uno de los patrocinadores, o tienes una chamba relacionada a la industria del entretenimiento, o eres blogger y te tienes que tomar una selfie ahí para que los Helados Holanda te den dinero la próxima vez que vayas a un evento, o tienes un food truck, o eres de relaciones públicas, o trabajas en medios, o en publicidad, o en diseño. Tal vez no quieres, pero quizá tienes que ir al Corona Capital. The bienvenidos a la adultez mediocre extravaganza.

Ya no vas en chores y penacho porque te da frío en la noche. Crees que vas preparada porque ya te la sabes, pero tan “te la sabes” que ya se te olvidó, o de plano el espíritu festivalero se empieza a desvanecer de tu cuerpo como el brillo en tus ojos: una desvelada a la vez. Estás tan enganchada planeando cómo te vas a ir al festival, porque quieres ir cómoda y a la hora que te convega, que olvidas los boletos en tu casa, o tienes que pasar por no sé quién y por alguna razón inexplicable terminas llegando al festival a las seis de la tarde. Para cuando entras al Autódromo ya se hizo de noche. Todo es demasiado confuso porque no te ubicas en el lugar, y honestamente no puedes leer el mapa de la app oficial que bajaste esa misma mañana para tener toda la información a la mano porque te acabaste tus datos en un nuevo mal hábito que lleva el nombre de Instagram Stories.

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Estás tan confundida que mejor te vas al área de comida porque ahí hay algo de luz y un lugar para sentarte mientras entiendes cuál es tu próximo plan de acción. Te compras un mezcal de carrito y te fumas algo que alguien te pasó para entrar en ambiente, según tú. Para cuando ya estás un poco familiarizada con la hora y tu ubicación en ese cúmulo de polvo, luces y baños portátiles, caes en cuenta de que ya te perdiste a Angel Olsen porque tocaba cuando era de día. Puedes escuchar a Mogwai sonando a lo lejos, pero ya se te atravesó un hot dog alemán a las hierbas finas y ni modo de enfrentarse a las multitudes mientras comes mostaza dijon, porque ya dejas la mostaza amarilla para los preparatorianos. Tus acompañantes piden cosas ahumadas con romero o entre panes con ajo y parmesano. Te comes todo lo que pasa frente a tu nariz y luego de eso tienes que ir al baño para estar completamente saciada de todas tus necesidades físicas y finalmente avocarte al festival.

Como siempre, sufres la experiencia del baño portátil, pero más bien la experiencia se empieza a convertir en pesadilla. De pronto recuerdas esa probadita que le diste a la droga de alguien “para entrar en ambiente” y con todos tus años de experiencia, ves claramente que se acerca un viejo conocido a acompañarte en este "reven" como si tuvieras catorce años otra vez. La pálida te acecha y no puedes hacer nada más que aguantarte. Sales de ese clóset de plástico con caca del color de una servilleta y te arrastras por ayuda. Felices treinta, inútil, parece que nunca has ido a un maldito festival. Todos se burlan de tu nuevo título de licenciado en la pálida mientras te tomas una cocacola con las patas arriba para que se te suba el azúcar. Son casi las ocho y no has visto a ni una banda. Bien invertido ese tiempo, lic.

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Todavía de color Yakult, logras arrastrarte para llegar media hora antes a ver a P.J. Harvey porque piensas que va a estar como el metro en hora pico y si algo has aprendido en todos estos años de festivalear es que hay que planear. Los únicos que están frente al escenario Doritos con tanta anticipación son viejos conocidos tuyos de la escuela, del trabajo o de la fiesta. Todos son de tu edad excepto algún señor canoso envuelto en un rompe vientos color beige que está arriesgando el físico como nadie por ver tocar a doña Polly Jean. Sientes algo de camaradería por el ruco. Tres puntos para la muerte, cero para ti. El lugar se va llenando de más treintones como tú y todos están emocionadísimos. Puedes escuchar en la periferia opiniones serias como “el último disco no me gustó, güey” o “a mí solo me gustan sus discos con John Parrish”. Sabes que en el fondo todos quieren hablar de lo que saben sobre este ícono del rock noventero para mostrar que merecen estar ahí.

La señora Harvey sale al escenario para tocar sus nuevas rolas como de juglar medieval y te volteas a ver con tus amigos como cuando tienes que hacer un trabajo en equipo en la primaria y ya sabes que tu barrio te respalda. Honestamente concuerdas con que los últimos discos de Polly Jean no son los mejores pero puedes notar la elegancia y la delicadeza en cada detalle de su sonido en vivo. Puedes notar que los músicos que trae son de conservatorio y entre ellos está el mismo John Parrish. Cuando Harvey toca el sax vuelves a mirar a tus amigos con aprobación. Durante las primeras tres canciones puedes ver a “puros chavitos” saliendo de la multitud, atraídos por los ruiditos que tira Metronomy desde el lado opuesto del lugar y te ríes porque “son chavos y no entienden nada”. Te conmueve tanto “In The Dark Places” que aplaudes a la mitad de la rola, exactamente como lo hacían tus tías en el concierto de Juan Gabriel.

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Grupos enteros de chavitos abandonan el sitio a cuentagotas y te indignas un poco por su ignorancia. Luego de tocar “The Wheel”, empiezan los guitarrazos punk de “50 Ft Queenie” del segundo álbum de P.J. Harvey, Rid Of Me, que tiene una portada en blanco y negro con el pelo de Harvey desafiando todas las leyes de la física. Te deshaces en un headbanging inmediato y pronto sientes a algunos morros acercarse a la multitud. De pronto entiendes qué fue lo que te atrajo a P.J. Harvey en un principio y más bien te das cuenta que ya estás rancia y que criticas a los chavitos por deporte. Tu licenciatura en la pálida se convierte en maestría. Felicidades de nuevo. Te desgañitas cantando “Down By The Water” y lloras un poco con “To Bring You My Love”. Harvey y sus músicos se alinean al frente del escenario para terminar los coros de “River Anacostia” y se te hace la piel de gallina. Te rompes en gritos y aplausos como lo haría tu mamá en tu primer festival del día de las madres. No tienes remedio, ya.

No vas a ir a ver a los Foo Fighters porque no quieres salir en tumulto del lugar. Estas evitando las chelas porque no quieres volver a pasar por el baño portátil hasta el próximo año, entonces vas a comprar un whiskey a un lugar especial en donde solo venden eso. Pagas con uno de $500 esperando recibir cambio, por lo menos uno de $20, pero más bien el del bar te dice que te hacen falta $20, entonces te vas sin nada. Intentas ir a ver a The xx pero suenan horrible, estás cansada, y más bien te perfilas hacia la salida. No puedes caminar más, entonces te subes a un bicitaxi que te lleve a la puerta más cercana al metro Ciudad Deportiva. Llegas a tu casa a dormir como bebé. Aunque tienes el boleto del domingo, sabes que no lo vas a usar porque no conoces a ninguna de las bandas que tocan al día siguiente, y la verdad es que estás destruida. Aunque quisieras, nadie te va a acompañar a una segunda ronda de festival para ver a Green Day. Quién sabe lo que vaya a pasar el año que viene.

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