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Música

Memoria del vinilo

A propósito de Tonelada: Ernesto Hernández Busto, escritor y poeta cubano, nos compartió su experiencia con la música en vinilo durante su juventud en una Cuba donde la Revolución prohibía cualquier 'música del imperialismo'.
Ernesto Hernández Busto por G. Pavón

En el principio, fueron aquellos discos de la Casa de la Cultura Checoslovaca: música clásica, un excelente surtido a apenas tres cuadras de mi apartamento habanero. Los discos siempre fueron para mí los LPs. Para alguien que no haya vivido en Cuba durante la década de los 70 y los 80, sería difícil entender este defasaje, las extrañas circunstancias de esa cultura vintage no deseada y casi obligatoria. Porque durante muchos años las únicas maneras de relacionarnos con la música extranjera fueron las estaciones de FM en viejas radios soviéticas marca Selena (preferiblemente a la orilla de la playa, donde la interferencia de la señal era menos poderosa), y los viejos tocadiscos heredados de nuestros abuelos. Donde se empezaba oyendo música clásica (en mi caso, música de ballet, a la que mi madre era una adicta).

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Después, por supuesto, vino la adolescencia y la fiebre del rock. De nuevo, es difícil imaginar el atractivo de esos primeros discos “extranjeros” en una Cuba donde la Revolución prohibió estrictamente durante más de una década cualquier “música del imperialismo”. No se pasaban éxitos de actualidad pop en las estaciones oficiales de radio o televisión (a veces, una rendija, en el programa Colorama), y, por supuesto, no se vendían discos de rock en las tiendas, así que esos objetos fueron adquiriendo una dimensión casi mítica, como puede apreciarse en una simpática foto de Lee Lockwood en la que dos jovenzuelos posan en el Vedado con un disco de los Beatles bajo el brazo. Uno de ellos sostiene entre los dedos lo que parece ser su primer cigarrillo, y el gesto retador de la iniciación adolescente se completa con el LP “extranjero” que ostenta ante la cámara. Desde un porche cercano, sus compañeros lo miran con una mezcla de envidia, burla y preocupación. La foto es de 1965, y a partir de entonces y hasta principios de los años 90 (luego fue imposible mantener ese control) los LPs de rock fueron cada vez más raros y preciados.

Pero llegaban, siempre llegaban. Era imposible levantar una estricta “Cortina de Bagazo” sobre la isla a 90 millas de la Florida. Recuerdo con precisión tres hitos en esa historia de mi particular relación con “lo que hoy ha vuelto a ponerse de moda” -como dice un poema de Brodsky. El primero tiene como escenario, justamente, la Casa de la Cultura Checa, ubicada en una céntrica esquina de La Rampa. Cuando llegaban nuevas dotaciones de música clásica (Spivakov, Deutsche Grammophon, Supraphon…), los entendidos nos pasábamos la voz casi en secreto. Pero era inevitable que el rumor se expandiera y así, algunos sábados por la mañana, antes de que abriesen, se producían, como para casi todo en aquella Cuba, colas para comprar vinilos de música clásica, un extraño fenómeno de “alta cultura”, que luego volví a ver en Moscú, adonde fui a estudiar Matemáticas.

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Años después, sucedió algo completamente inusual en aquellos pagos. Alguna revista, creo que húngara, distribuyó una serie de materiales acompañando la edición de una revista traducida al español por cortesía del campo socialista, y entre esa especie de agenda que la acompañaba se coló, sin créditos, burlando a los censores, un par de discos de 78 revoluciones, pero hechos con un material plástico flexible, de un azul transparente. En uno de ellos había —cosa insólita— dos canciones de John Lennon: “Imagine” y “Stand by me”. No puedo contar las veces que esa delgada película azul, comprada de trasmano, giró en mi viejo tocadiscos. Un verdadero LP, nuevo, revestía en esos años un aura de inmortalidad. Ver a mis amigos, cuyos padres eran diplomáticos, sacar The White Album o Dark Side of the Moon de alguna maleta era casi una experiencia religiosa. Nos reuníamos a adorar y escuchar aquellos vinilos, en los primeros años de rebeldía adolescente de mi generación, cuando hasta los discos del grupo de Experimentación Sonora del ICAIC eran difíciles de encontrar.

Ese tipo de relación fetiche con los LPs como objeto me hizo prestar también una atención especial a las portadas. Se ha dicho muchas veces, pero no está de más volverlo a recordar: la cultura visual contemporánea de los años 60 y 70 debe casi todo a esas portadas, que llegaron a convertirse en los iconos de toda una cultura musical. Hace poco, recorriendo las salas de una exposición sobre vinilos y fotografía, me di cuenta de toda la cultura fotográfica que pasamos por alto o dimos por descontada sólo porque nos llegaba como soporte de la música. Ni el diseño, ni la fotografía sería hoy los mismos sin el vinilo, sin las imágenes que arrastró consigo. En esos cuadrados de 30 x 30 se podía desarrollar un concepto que trascendía lo musical, y algunas de esas imágenes captaron de manera irrepetible el espíritu de los grupos más destacados del momento. Basta pensar en la mítica Abbey Road, o la portada del Sticky Fingers de los Stones. La exposición también me recordó la cantidad de grandes fotógrafos que hicieron portadas de LPs: David Bailey, Annie Leibowitz, Robert Frank, Norman Sieff, Richard Avedon y hasta un sorprendente Nobuyoshi Araki, haciendo un par de retratos en las portadas de los primeros discos de Björk.

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Nada de esto, por supuesto, era imaginable en La Habana de mis 20 años, donde todo llegaba siempre tarde. Un día, por un golpe de suerte, pude comprar a un precio exorbitante el Physical Graffitti de Led Zeppelin, con esa emblemática fotografía de Elliott Erwitt, que muestra un edificio semiabandonado, algunas de cuyas ventadas, perforadas en el cartón, podían abrirse hacia la nada como anuncios de otra vida posible.

Después salí de Cuba, claro, y pude descubrir que el vinilo se estaba convirtiendo en un objeto cada vez más raro. Mis primeras noches en Ciudad de México, sentado en un Mixup o en la gigantesca Tower Records que había en Insurgentes, a la altura de La Condesa, con un letrero rojo de neón que me servía para orientarme en noches de farra. Para mi sorpresa de paleto provinciano, los “discos” ya eran otra cosa, un nuevo y agradable artefacto plateado que cabía en los bolsillos de la chaqueta. Pero al reducir la escala se redujo también el encanto de aquellas portadas (¿qué sentido puede tener ver en ese tamaño una portada de Warhol, por ejemplo?). Por esa extraña carambola biográfica, el vinilo, entonces, siguió siendo para mí una especie de producto poco común, un objeto semi prohibido. En las tiendas de jazz de Nueva York y Barcelona se ha refugiado desde entonces mi nostalgia, aunque como tanta gente de mi generación, haya acumulado una inmensa colección de CDs con la que ahora mismo no sé qué hacer.

No quiero parecer un carcamal, pero tengo también la impresión que la cultura musical y visual asociada a la cultura del vinilo era mucho más libre que ahora. Muchas portadas de rock de los Stones, o el Houses of the Holy de Led Zeppelin, por ejemplo, no pasarían los estrictos baremos actuales de lo sexual o políticamente correcto. En el mundo del Parental Advisory no hay algo así como Hipgnosis, cuyas portadas marcaron toda una zona de la cultura británica en los 70s. Ahora disfruto al comprar de vez en cuando uno de aquellos viejos LPs con los que soñé de adolescente, y me invento que tiene un sonido diferente, y que obliga a otro tipo de atención. Pero es eso: la justificación con la que se reviste una melancolía añeja, que sigue dando vueltas y vueltas.

Ernesto HERNÁNDEZ BUSTO (La Habana, 1968) es un escritor y traductor cubano. Vivió en México entre 1991 y 1999. Desde entonces reside en Barcelona. Sus últimos libros son: La ruta natural, Muda (poesía, DGPublicaciones) y un cuaderno de tankas y haikus: Jardín de grava (Cuadrivio, 2017).

Entérate de todas las actividades que Tonelada tiene preparadas en torno a la escucha de música y al LP de Vinilo en Ciudad de México aquí.