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Música

Repetí "The Boys Are Back in Town" en la rockola de un bar hasta que me corrieron

Me corrieron y después borraron todo el disco para que nadie nunca más lo volviera a poner.

Ilustración por el autor.

"Nothing is forbidden anymore (Ya nada está prohibido)" —Enrique Iglesias, "Bailamos".

Este artículo se publicó originalmente en VICE.

Cada que estoy triste, saco unos cuantos billetes de mis bolsillos y corro a un bar que no me gusta. Es un bar de metaleros que se ubica más o menos a un kilómetro de mi departamento.

La primera vez que fui, hice lo mismo que hago cada que voy por primera vez a un bar: ir a la rockola para ver cuál es el disco número 69. En este bar era el totalmente irrelevante Jailbreak de Thin Lizzy. Nunca había escuchado todo el disco completo y, gracias a Dios, ahora sé que nunca tendré que hacerlo, porque sé que Jailbreak incluye al menos dos canciones: "The Boys Are Back in Town", y la que le sigue, que en realidad sólo sirve para recordarte que tienes que picar el botón de "regresar".

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Tengo que dejar esto muy claro: la canción "The Boys Are Back in Town" es increíble y me encanta. La amo. Mi corazón late al ritmo del riff de la guitarra de Scott Gorham. Cuando mi compañero de piso se va a trabajar, me arrodillo frente a su perro en señal de reverencia porque el animal me respeta. Pego mi frente a su costado y susurro "The Boys Are Back" una y otra vez. El perro se voltea para verme y sé que me respeta aún más porque cumplí con lo que pidieron los señores de Thin Lizzy. Difundí la noticia.

La única razón por la que regreso una y otra vez a este bar es mi lealtad incontrolable a "The Boys" y mi amor por lo mucho que me encanta gritar. En general me conformo poniendo esa canción una sola vez en la rockola del bar porque sólo eso basta para mejorar mi ánimo. Llevo varios meses viviendo así. Entro a un bar, escojo "The Boys Are Back in Town" y tomo cerveza hasta que suene la canción. Cuando llega el momento, aplaudo, me pego en el pecho y quizá hasta recito un salmo en la lengua natal de mi gente (algo como: "¡A huevo, carajo!" o "¡Ya era hora!") para romper el silencio. Y después me voy.

En estos últimos meses, me di cuenta de dos cosas: una, que este bar no tiene un "botón de emergencia" (alguno que el cantinero pueda apretar por si alguien decide, no sé, pagar para escuchar el todo el disco 2112 de Rush). Dos, si pagas cada canción con un billete diferente, puedes hacer que la rockola toque dos o más veces seguidas la misma canción.

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Hace poco, a las 3AM, en martes, llegó a mí la verdad mientras esperaba en la oscuridad frente a la estación del tren. Por fin supe por qué tenía esa obsesión: tenía que desvelarme y tocar "The Boys Are Back in Town" tantas veces como me fuera posible. Las espinas se alejaron y caminé hacia el futuro a través de un camino de rosas con el propósito de compartir el evangelio con los demás clientes de ese feo bar. Los chicos estaban de vuelta.

Este camino es solitario, pero me resulta familiar. Pongo la misma canción una y otra vez cuando estoy en mi departamento o cuando voy a otros bares, y planeo hacerlo otra vez. Una tarde de verano, en uno de los bares horribles a las afueras del vecindario Richmond de San Francisco, California, vi cómo la mesera retiraba mi vasito de shots cuando la (emocionante, trascendental, sagrada) canción de "Walking on Broken Glass" de Annie Lennox sonó por cuarta vez consecutiva. La mejor mesera de EU, (el rayo de luz de los restaurantes de Orlando) me negó el servicio cuando descubrió mi plan de tocar todas las versiones posibles de "The Monster Mash". Obligué a mis amigos y a todos los desconocidos que tuvieron la desgracia de estar en el mismo bar que yo en Houston a escuchar "Sex Dwarf" de Soft Cell continuamente hasta asegurarme de que su velada estaba arruinada.

De esto se trata la era tardía del capitalismo: mientras más grande mejor, sin excepciones. Para aquellos que disfrutan la música, escuchar la misma canción una y otra vez es disfrutarla de una forma más profunda. El cómico John Mulaney hizo un chiste que hablaba sobre repetir la canción "What's New, Pussycat" de Tom Jones y me lo han mandado miles de veces por chat. Pero qué creen, como yo hay miles. Es más, puede que hasta se hayan acostado con uno. Lo sentimos. Somos criaturas horribles, eufóricas, autodestructivas que buscan amor sin ganárselo. Pueden comprar nuestra alegría con cinco pesos por canción. Usamos nuestros juguetes hasta que no queda nada de ellos.

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Esa noche, en el bar que tanto me desagrada, escogí la canción "Holy Diver" de Ronnie James Dio para que sonara entre la segunda y la tercera repetición de "The Boys Are Back in Town", porque Dio es excelente.

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Cuando volvió a sonar Thin Lizzy, todos los clientes del bar gruñeron al unísono y lanzaron sus servilletas después de un suspiro de desesperación. Se me salió una risita y todos a mi alrededor se dieron cuenta de que había sido yo. Un tipo me preguntó por que lo hacía y respondí tartamudeando: "Los chicos están de vuelta en la ciudad. ¡Los chicos están de vuelta!"

Cuando sonaron las primeras notas de "The Boys Are Back in Town" por cuarta vez, todos azotaron sus tarros, gritaron toda clase de groserías y hubo algunos que se salieron porque sus oídos no estaban aptos para escuchar las buenas nuevas (sobre los chicos que estaban de vuelta en la ciudad). Dos hombres que lucían furiosos y muy borrachos se acercaron a la rockola y la levantaron para desconectarla. Cuando las cosas volvieron a la normalidad, se formó una pequeña fila para escoger canciones de la rockola. Yo también me formé.

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"¿Vas a volver a poner 'The Boys Are Back in Town'?", me preguntó una persona cuando llegó mi turno de escoger una canción.

"Juro por mi vida que no voy a volver a poner 'The Boys Are Back In Town'", dije mientras presionaba los botones para seleccionar "The Boys Are Back in Town", los cuales, por cierto, ya me sabía de memoria.

Esa misma persona me pidió que ya no volviera a tocar esa rockola por el resto de mi vida.

Cuando volvió a sonar "The Boys Are Back in Town", no pasó nada. Por fin —¡por fin!— podía celebrar en paz. Cuatro minutos y 27 segundos después, cuando sonó el riff de guitarra de Gorham una vez más, el miserable bar se transformó en la isla de El señor de las moscas. Dos sujetos empezaron a empujarse y el hombre que estaba cerca de mí se aclaró la garganta para gritarle a sus muslos: "¡ODIO ESA CANCIÓN!".

Los gustos musicales de otra persona nos concedió un intermedio que la mesera aprovechó para anunciar que la barra estaba a punto de cerrar. Cuando terminó de hablar, Thin Lizzy volvió a sonar. De pronto apareció mi tarjeta de crédito frente a mí y me pidieron que saliera del bar inmediatamente. Me fui feliz después de saber que los chicos habían regresado a la ciudad y que nunca iban a volver a irse, y que yo había sido el que difundió la noticia. También sabía que al día siguiente iba a llegar muy tarde al trabajo.

Como dice "The Boys Are Back in Town": "mi canción favorita resuena en las bocinas de la rockola que está en el rincón".

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Esa canción es "The Boys Are Back in Town."

Semanas después, con el semblante pálido y el carisma ansioso de cualquiera que tiene un corazón recién roto, regresé al bar que tanto detesto. Todos mis movimientos estaban programados: acercarme a la rockola, meter un billete, presionar los mágicos números 6-9-0-6, y ver al vacío mientras se recorre toda la colección de discos. En ese momento me sentí mejor que nunca. Conseguí una mesa y me senté a esperar.

Pero nunca escuché el riff que tanto amo. El único sonido que salía de las bocinas era el de las clásicas canciones de glam metal. En ese momento me cayó encima todo el peso de la realidad. Mi noche se había arruinado.

El bar, al cual jamás voy a volver a ir, borró de su rockola el disco Jailbreak de Thin Lizzy.

¿Dónde están los chicos? Estoy buscándolos por toda la ciudad. El tiempo es espacio. La distancia entre los chicos y yo se remonta a años antes de mi nacimiento. Vengan, chicos, vengan a mí. Las multitudes en mi interior de expanden y mis costuras están a punto de romperse. Me estoy volviendo mi propio universo y los chicos no aparecen por ningún lado.

La sed nunca se va. El cuerpo pide agua hasta que se ahoga. Difundí la noticia hasta el punto en el que ya no había nada más que decir. Cargado con la belleza de la exuberancia, me sumergí y me quedé en el fondo del mar. Hoy se perdieron los chicos de la ciudad y se llevaron mi vida.

Timothy Faust vive en Brooklyn, Nueva York, y organiza peleas de lucha libre en patios traseros en Austin, Texas. Sigue a Timothy en Twitter.