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Música

Puto vinil: Crónicas de viaje, sexo y amigos con derechos

Te presentamos en exclusiva un adelanto de Puto vinil, trabajo que será publicado por la editorial RHYTHM & BOOKS como parte de las celebraciones de su V Aniversario y, probablemente, será el libro más gay de 2014, escrito por Wenceslao Bruciaga y Alejand

Juchitán, Oaxaca

“Hold me closer tiny dancer”

La carretera a Juchitán se compone de pronunciadas curvas con vista a un abismo medio verde, medio desértico; montañas, puestos donde venden mezcal en botellas sin etiqueta y versículos escritos con tinta de colores sobre piedras y lugares insólitos (el muro descarapelado de una montaña ubicada en el parte más peligrosa de una curva), inquietantes por su recurrencia a lo largo del camino y por personajes que parecen sacados de la manga de algún presbiteriano a punto echar a andar un suicidio colectivo. Por ejemplo, pueden leerse cosas como Ruth 14:28, Hegeos 13:14 o Samuel 17:18. El Alex hace en su cabeza toda una teoría al respecto (las posibles conspiraciones son una de sus debilidades).

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De pronto dimos una vuelta equivocada en el kilómetro 78 de la estatal 185 cuyo destino final es Juchitán, en el corazón del Istmo de Tehuantepec. La idea era perseguir el rastro topográfico de Ixtepec, un municipio pegado a Juchitán que parecía ser nuestro punto de referencia porque hasta el kilómetro 78, y al momento de toparnos con la imponente estructura de concreto con retornos elevados, no había ningún letrero verde de Caminos y Puentes Federales de Ingresos y Servicios Conexos —de esos que desde el asiento de un automóvil promedio parecen enormes—, que mencionara la palabra Juchitán ni por asomo.

En cuestión de segundos estábamos sobre una línea recta, rodeados de palmeras, con un viento templado y un cielo que me recordó las tardes laguneras, cuando regresábamos de la parcela de mi abuelo rumbo a Torreón y parecía que nada saldría mal mientras estuviéramos sobre la carretera rumbo a la nada. Sonaba un track de Dinosaur Jr.

Armé un playlist de 4 horas y 51 minutos de duración, que es lo que más o menos dura, o debería durar, el viaje en auto desde la capital de Oaxaca hasta Juchitán. Algo así como 63 canciones de las cuáles Alex sólo ha podido reconocer “It’s the End of the World as we Know it”, de R.E.M, y “I Touch Myself”, de los Divinyls. Me gustó cómo se emocionó, volante en mano, cuando escuchó la voz de Christina Amphlett pronunciar ese inconfundible e institucional párrafo que dice “I don't want anybody else, when I think about you I touch myself”, y pudo cantar la letra de inmediato sin despegar el pie del acelerador.

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Para mí, un playlist para la carretera debe contener, en su mayoría, canciones de una velocidad rectilínea y ruidosa, sin ostentaciones ni sobreactuaciones — como el heavy metal más accesible —, que puedan sincronizarse con el máximo de velocidad permitido y para eso las guitarras alternativas gringas —o indies para las nuevas generaciones sin imaginación— tienen los acordes perfectos que evocan el soundtrack de una película inexistente al estilo road movie.

Incluí cosas de Yo La Tengo —en especial la canción “We´re an American Band”, track 15 del I Can Hear Heart Beating as One, un desenvolvimiento de guitarras que irremediablemente te obliga a fabricarte escenas en la cabeza, y si vas en la carretera, la melancolía hecha a base de riffs te invade y orilla a pensar en desenlaces aunque la historia apenas comience-; de Dinosaur Jr; mis indispensables Sonic Youth; Jon Spencer Blues Explosion; Red House Painters, también el shoegaze se presta para los paisajes de carretera; My Bloody Valentine y Jesus and Mary Chain.

Supe que estábamos perdidos porque sobre el horizonte no había un solo atisbo de nuestro objetivo, pero decidí callar: soy un romántico adicto a las carreteras, sobretodo si éstas son una línea recta; aunque perdiéramos una hora de nuestro itinerario, nada me quitaría el placer de estar en un asfalto que dibujaba en el horizonte un punto de fuga; rodeado de casi nada, con el estéreo a todo volumen, al lado de un bato al que poco a poco voy conociendo y con el que disfruto platicar hasta las madrugadas, discrepar y debatir, apretarle el lóbulo de las orejas y robarle besos profundos (aunque en ese momento quería más a la carretera y a la música que al Alex).

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Mientras, él no podía disimular cierta impaciencia por llegar a Juchitán y prefería culpar al mal funcionamiento de la aplicación Google maps de su iPad, que aceptar que estábamos francamente perdidos. Pero, de pronto, en cuestión de segundos pasó de la desesperación a la fascinación, soltó el brazo derecho del volante y apuntó a la parte derecha del parabrisas: “¡Mira, ya lo vi! ¡Ahí está! ¡No mames, que cosa más chingona!” Y lo era. Aún estábamos a una hora y media de Juchitán pero lo que brotó en el horizonte fueron las imponentes torres eólicas con sus hélices girando de acuerdo con los vientos que corren en medio del Istmo de Tehuantepec. Entonces el playlist lanzó la canción en turno: “Tiny dancer”, de Elton John. Y el espectáculo fue hermoso.

Durante toda mi adolescencia y hasta los 33 años odié verdaderamente a Elton John. Me parecía el lugar común de la comunidad gay con una sensibilidad más telenovelera que sofisticada. Pero poco a poco me di cuenta de que Elton fue durante toda su vida una especie de treintón perpetuo, que a sus 21 ya pensaba y sentía como un tipo de 37, por ello su vida siempre ha estado estancada, quizás para bien, en los reconcomios propios de los treinta, aunque esté a punto de llegar a los 60 años tratando de lidiar con eso que llaman madurez.

Elton John pasó de ser para mí un baladista pop a un indispensable de las fantasías road movie gracias a la precisión melómana de Cameron Crowe en la mítica escena del autobús en su película Almost Famous —film referente a una gira de Stillwater, banda ficticia que homenajea tanto a Led Zeppellin como a The Allman Brothers Band— cuando la tensión entre los miembros del grupo llega a un punto de hostil silencio debido a una riña entre Russell Hammond, el vocalista, y el guitarrista principal, debido a un asunto de egos vinculado a las camisetas oficiales de la gira. Entonces en la radio del autobús empiezan a sonar la notas de “Tiny Dancer”, de Elton John. Uno por uno los pasajeros del autobús empiezan a corear la rola, y en el clímax del estribillo que dice: “Hold me closer tiny dancer”, William Miller, el protagonista —un adolescente que hace su debut como periodista cubriendo la gira para la revista Rolling Stone—, le dice a la rubia Penny Lane, la groupie oficial:

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—Tengo que volver a casa…

A lo que ella, tras soplarle en la cara o como si estuviera efectuando un acto de magia, le responde:

—Tú ya estás en casa…

Alex y yo permanecimos en silencio, sabiendo que avanzábamos rumbo al destino equivocado, escuchando a Elton John a todo volumen, hipnotizados por las torres eólicas. No pude evitar sentirme William Miller en mi propia película y mi propia investigación periodística: William seguía la gira de Stillwater y yo iba en busca del secreto muxe o algo así.

Haciendo mi propio remake de Almost Famous me di cuenta de que la presencia del Alex me hacía sentir seguro. No sé si a eso se refieren cuándo hablan del hogar; son de esos conceptos que repeles cuando vienes de una casa con padres mitad comunistas, mitad hippies, y con el talento de echar a perder el sexo por culpa de la ideología política. Pero el Alex, cuando no le da por reforzar su personalidad analítica educada en la carrera de ingeniero en sistemas, me hace sentir en un lugar seguro. La acaricié la nuca, como una forma de darle las gracias por un momento para mí tan especial y fetichista. A decir verdad quería decir muchas cosas. Pero estaba muy emocionado.

“Tiny Dancer” terminó y fue cuando paramos a preguntar en un estanquillo si íbamos por el camino correcto. La señora que atendía nos confirmó lo temido: nos habíamos desviado considerablemente. La indicación fue: “vuelta en U y en el kilómetro 78 seguir derecho”, lo que sea que eso signifique.

Respiré hondo y pensé que las enormes torres eólicas —que a lo lejos parecían enormes dientes de león de metal blanco con un perfecto diseño de ingeniería aeroespacial— eran una señal de que el viaje sería una puta chingonería.