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Música

Después del Vive - Silverio y Cristian Castro, dos enormísimos cronopios

Mi primer paso por un Vive Latino me enseñó que uno no debe caer en los más básicos, y viejos, trucos de la mente.

Foto: Gustavo Galván

Desde hace años preguntaba con asombro por la fama de Silverio, ese personaje que Julián Lede inventó desde las trincheras del arte (habría que recordar que sus lanzamientos en Nuevos Ricos eran apoyados por un tal Carlos Amorales) y que fue trasmutándose, sin cambiar en nada, de los pisos fríos de una galería al sudado salvajismo multidinario del Vive Latino. ¿Por qué famoso durante este tiempo este proyecto jocoso, casi un chiste, que parecía no ser más que un novelty act, como dirían los gringos? ¿Qué no era pólvora para un solo disparo? Porque esta extraña mezcolansa entre lo kitsch y lo vulgar, entre el decadente folclor del México de Echeverría y la electrónica entendida desde la introducción de La Carabina de Ambrosio no parecía dar mucho de sí; al menos, no parecía probable que sobreviviera al cinismo de nuestros años, ya tan educados en las artes de la ironía, el mal gusto y lo desagradable, todas las herramientas que Silverio lleva más de diez años utilizando. "Digamos", pensaba para mí mismo, "que es como El Santo. Ya a nadie le interesa El Santo". Hace veinte años, en los albores de la colonia Condesa, habían empezado a morir ese tipo de fetiches.

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No había visto a Silverio en vivo, no sé por qué. Un par de veces, al pasar esta última década, tuve toda la intención de hacerlo, pero salían atropellos insulsos que nunca me dejaron disfrutar de su arte. Conocía algunos de sus videos, pensaba insisto que era un chiste que yo ya entendía muy bien y tampoco procuré seguirle mucho el paso. Eso fue hasta que vi lo vi arriba de un escenario. Fue en este Vive Latino, festival que pisaba también por primera vez (peco de esa vil arrogancia del niñito blanco y supuestamente educado que odia, lleno de frustración neurótica, tanto al sol como a la gente en demasía) y que parecía ser un buen centro gregario para la felicidad general (cosa que debo resaltar con gusto, eso de la gente contenta, muy contenta) y la casi inexistencia de esa cosa inexplicable, ruidosa e incómoda que son las "activaciones" comerciales tan de los conciertos y festivales (cosa que también debe de aplaudirse).

Foto: Tono.tv

El asunto es que el "chiste", la jiribilla tonta y rebuscada que yo siempre había achacado a este personaje oriundo de Chilpancingo, no es un truco pendejo ni una irreverencia simplona. O sea, sí es un truco pendejo y una irreverencia simplona, pero sucede con tal fuerza, consciencia y originalidad que trasciende toda primera impresión y ánimos cínicos de ya "haberlo entendido todo". Silverio insulta al público en todo momento (pasa de un poco sutil "chúpenme el pepino" a un delicado "yo, como siempre, les deseo lo peor"), ridiculiza la lógica de su propia disciplina ("PURA PINCHE MÚSICA" como mantra referencial de lo que clama todo rockstar arriba de un escenario) y disfraza su aparente falta de tacto con imágenes extrañamente poéticas. En "Salón de Belleza", por ejemplo, repite una y otra vez el título de la canción con un tono de voz tan grave y desfachatado que termina siendo una afronta directa a toda idea de "belleza" (y ahí Silverio se convierte en un Moderno) y en alguna otra, o quizá en esa misma, regurgita una imagen que guardaré por siempre en mi mente: "Vírgen de sangre / leche fea". Hablo en serio cuando digo que estas sutilezas, irracionales pero vitales y emotivas, son las que elevan a Silverio hacia algo más que al cielo de una muy bien pensada tomada de pelo.

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Foto: Claudia Ochoa

Subió a Laura León al escenario, a cantar una más bien pobre versión de "Suavecito", pero traigo eso a cuenta porque habría también que hablar del personaje en relación a la música que se escucha. Lo primero de Silverio es un buen comentario sobre la pobreza de la música electrónica en México y el mundo a lo largo de los primeros años de los ochenta y noventa. Hay muchas referencias al sampleo y a su mal uso, a las entradas de televisión (esa mención a la Carabina de Ambrosio no es gratuita, y falta escuchar "Yepa, Yepa, Yepa" para saldar las cuentas) y a la falta de elementos técnicos. De hecho, mucho de lo de Nuevos Ricos giraba por ahí. Sin embargo, conforme han pasado los años, Silverio ha afinado una y otra vez su puntería: ahora su set recuerda mucho a lo más fino de Dengue Dengue Dengue e incluso coquetea con figuras de cumbia oscuras e hipnóticas que podrían aparecer en un lanzamiento de NAAFI. Esto también, es evidente, lo posiciona como un creador detrás de un personaje (decirlo así: Julián Lede produce música para Silverio), que por definición podría permanecer estático y aburrir a la primera de cambios y no lo hace.

Cabe la duda de si la música puede ser tan disfrutable como ver a todo el personaje en acción, aunque la apuesta de este proyecto, y esta es una aseveración irresponsable pero que hago con cierta seguridad, es que el personaje de Silverio funcione como una unidad en su totalidad. Es cierto, yo nunca lo había visto en vivo y probablemente hacerlo cada fin de semana canse y haga que toda su propuesta adelgace, pero es probable que hacerlo cada tanto sea una buena idea. A final de cuentas, el público del Vive funcionó como un buen termómetro: se apilaron por miles, como en ningún otro escenario hasta ese momento, y la capacidad que tuvo Silverio para mantenerlos en la palma de su mano fue razón de su felicidad, baile y buen desmadre. A los pocos minutos el mar de manos que daba al escenario cargaba a más de un encuerado que imitaba en calzones al ídolo del momento. Fue impecable.

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Foto: Oscar Villanueva

La presentación de Silverio fue corta y nos dejó una última opción para esas horas del Vive Latino. Corría el rumor de que la banda de Cristian Castro, La Esfinge, iba a tocar en un escenario chico que se había estado utilizando para palomazos sorpresas y algunas colaboraciones. Sucedió, y fue tan breve como esta parte de reseña: ataviado como un espía soviético a pleno invierno, lleno de lentes que escondían su mirada y abrigos que lo hacían casi irreconocible, subió un Cristian probablemente aterrado por las que podían ser las burlas hacia su nueva faceta. Toco una canción, impávido, sin mover más que los músculos de su cara. Quedó muy claro que, a diferencia de la de casi todos los otros proyectos del Vive, Castro tiene una voz muy educada. El sonido de La Esfinge, y esa sí buena una desgracia que me hizo penar por él, fue muy malo, por lo que la única canción que interpretaron se escuchaba mal y poco.

Tirarle mierda a Cristian Castro sería una obviedad y, de alguna manera, una injusticia. Sí, el tipo ha dado muestras de extraña y simpática locura en redes sociales, pero sería más fácil para él simplemente quedarse mudo y no expresar lo que sea que quiera expresar, que lo hace todo el tiempo. Debe saber las burlas que llueven sobre él, por la actitud que tomó durante sus pocos minutos de nuevo rockero y porque, al terminar, dio una escuetas "gracias" y se bajó del escenario. Me sentí incómodo por él, por lo del sonido, aunque debo decir que fue una actuación digna. La gente fue respetuosa, la música fue una demostración bastante común y corriente de un pop bien estructurado con toques de rock y debo decir que el hijo de Verónica Castro tuvo bastante valentía para subirse en ese escenario. No hay mucho más que decir.

Fue una primera vez en el Vive Latino, que fue breve y fue llovida, pero sin duda valió el viaje. Fue la demostración que uno no debe caer en las propias trampas de la mente y asumir, a priori, que las cosas que aparentan ser tonterías lo son: Silverio sorprendió en términos de talento y, al menos a mí, Cristian Castro me generó bastante respeto. Yo no podría, ni amarrado, hacer ninguna de las cosas que hicieron estos dos.