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Música

Swans: Un peeling emocional

Gira se encumbra en una especie de monje maldito.

Fotos de Daniel Patlán.

“.If variety is all that you’re after/then get out of the church of repetition, man, because you’re interrupting a master”

Luke Haines

Las palabras con las que Luke Haines describe el arte de la repetición son simples y claras. La obsesión por desencadenar sentimientos a partir de las mismas notas, una y otra vez, no es un campo que cualquiera puede explorar; el resultado de esa exploración tampoco es apto para todo público. Michael Gira es el maestro del arte de la repetición, ni duda cabe.

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Ver a Swans significa una renuncia de voluntades; no se trata sólo de la vista, sólo de los oídos. Tu mente no te pertenece. Por dos horas, el dueño de tus imágenes mentales, de tus espasmos musculares, de tu dolor de oídos, es Michael Gira y su grupo de extraordinarios músicos. Hay que renunciar a los propios límites respecto de lo que consideras música, armonías, ruido. Cada concepto preconcebido se derrumba, uno por uno, de la mano de cada cachetada autoinfringida de ese monje asceta que es Gira. Annie Clark describió con riguroso tino su experiencia al ver a Swans: es el bastardear de la meditación trascendental. Uno no puede más que agradecer que la guitarrista y compositora tenga tan buena relación con las palabras y su síntesis. El directo de Swans es, en efecto, una larga, tortuosa y extraordinaria meditación de dos horas en las que uno tiene la súbita sensación de que está mirando hacia un pozo oscuro, lleno de agua, en el que nuestro reflejo no existe. La ilusión del ser se desvanece en cada compás que machaca, licúa la tierra y arroja al mundo.

Su impacto físico es colosal. No hay forma de asistir a un concierto de Gira y salir de ahí ileso. Tinnitus, piernas entumidas, músculos tensos, contracturas cervicales. Estar allí, de verdad estar allí, resulta una especie de reseteo cerebral. La primera pieza me dejó sintiéndome como los Simpson cuando descubren que han respirado una sustancia tóxica que hace que la piel se desprenda y el cuerpo quede en carne viva, con grasa, músculos, venas y órganos al descubierto.

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Esto no es música para sentirse liviano, que te comunica inexorablemente con la belleza del universo; es un shock de incomodidad, violencia, aislamiento, dolor. Gira ya no es el hombre que baja del escenario para golpear a quienes sacuden la cabeza o tratan de bailar en el público. No ordena que el aire acondicionado de los sitios se corte para que el lugar tuviese la vibra de los calabozos de prácticas sadomasoquistas. Sin embargo, su compromiso fundamental sigue siendo el de refundar los cimientos de la experiencia sonora hoy entendida como una forma más de llegar al placer sin esfuerzo. En la obra de Swans hay belleza y hay placer, pero hay que saber encontrarlos. Cuando la vida cotidiana nos somete a una permanente búsqueda de reducción de la ansiedad, la naturaleza de una experiencia radical basada en la incomodidad se vuelve una vivencia que altera el pulso y lo renueva. Un peeling emocional.

Si el hombre se compone esencialmente de vibraciones, Gira se encumbra en una especie de monje maldito que reconfigura la dirección de esas vibraciones llevándolas al límite. El propio cuerpo de Gira sirve como vehículo de expresión, una suerte de escultura viva cuyo cuerpo forma parte de las composiciones. Dos horas de ascetismo musical, reverberaciones ensordecedoras, resonancias metálicas, bajos hipnóticos construyen parajes sonoros de estructuras imposiblemente complejas para terminar hundiéndolas en hoyos negros. Mediante agresiones auditivas despiadadas, Gira conduce a sus músicos como el director de una orquesta que no devela uno solo de sus secretos, en una interpretación que a través de su legítima violencia eleva el espíritu.

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Nunca había experimentado un concierto de esta naturaleza. Me da la impresión de que los asistentes que resistieron los embates, tampoco. Sobrevivimos a una ola negra y abrasiva que, paradójicamente, dejó tras de sí la sensación de haber estado más vivo que nunca.