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Música

Siempre en domingo

Vivan las hijas de los ricos, mueran sus padres.

Lo que esperaba. Me conozco bien y sé que no puedo controlarme ni echar anclas tan fácilmente. Debí quedarme en casa leyendo un libro y recordando mi extraña juventud al lado de The Flamenco a Go Go. Ahora estoy de un humor tan jodido que apenas si puedo tolerar la gramática, mucho menos aparentar una simpatía de la que carezco. Me han dicho que soy simpático mientras duermo y cuando me baño. En silencio y tallándome la piel parezco distraído y pensativo, el único momento del día en que puedo soportar preguntas tan atorrantes como “¿Te estás bañando, mi amor?” Carajo, ¿qué no escuchan el agua? ¿O acaso soy un sádico que prende la ducha mientras está sentado en la taza? No, de ninguna manera. Debí tomar mis pastillas azules y dormir una noche entera más antes de asistir a la ensalada de conciertos llamada Corona Capital, a esa pizza hawaiana que ningún joven motociclista puede traer a tu casa. Tienes que ir a comer la pizza a un autódromo muerto, es decir sin autos, y morder al mismo tiempo que otras miles de personas. Y yo, que asocio la música a la privacidad, desvelado, aún con los químicos bailando en el humor de mi mente, tengo que enfundarme en mi ropa oscura y mi lentes rojos y una gorra que lleva un signo de interrogación en la frente con el propósito de marchar al festival.

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Los viejos que se visten como jóvenes parecen aún más viejos, pero en estos tiempos de absoluta confusión y distorsión nadie perece lo que parece, excepto quienes van a morir por inocencia. Trato de animarme, y me concentro en las chicas de Deap Vally, no sólo en su música, sino en su pantomima de artistas casuales, y en Jehnny Beth y las dramáticas Savages, pero no consigo que la sangre corra por los cauces normales y me lamento como cuando ya has dejado tu testamento y tienes que hacer nuevos borrones y añadir en la herencia a una prima que te está haciendo favores o a un tío que no se acaba de morir, hacerle un lugar a Giorgio Moroder y a otros que animaban tus fiestas hace treinta años. Yo debería estar en Puerto Rico, en verdad, un festival literario del que me han echado de la manera más elegante posible. Me invitan y en seguida se arrepienten, es un buen epitafio para marcar mi breve historia en esta vida. Y es que no parezco escritor más que cuando escribo. Trata de evitar, me digo a mí mismo, a la comuna malcriada californiana Queens of the Stone Age, que conoces demasiado. No camines por fangos que no son los tuyos, nunca me he engañado al respecto, puedo oler el aroma de un avestruz mientras defeca en Australia por más que se disfrace de cuervo o de ave drogadicta. Y además me juré nunca soportar ni ser amable con los hombres de las mujeres que me gustan, como Brody Dalle, aunque Yoshua, quiero decir Josh Homme, es un cabrón con quien me tomaría más de siete tragos.

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Me llevan al festival en una camioneta mientras intento dormir un poco en el asiento trasero, y le digo a quien conduce, que haga ocurrir algo viejo de Arctic Monkeys, con el propósito de resignarme e irme haciendo a la idea. En mi estado lo nuevo sería un golpe en la nuca. No me hacen caso, “¿Alguna vez te has sonrojado? La noche fue hecha para decirnos porquerías que no se podrán decir mañana.” “Sad the see you go”, balbuceo y pienso en la mujer que conduce y me ha salvado porque me guiará por los mejores apartados de ese mercado Capital, sin necesidad de boletos en la entrada y pases que no sean en polvo, vivan las hijas de los ricos, mueran sus padres. Me había aconsejado, un loco, mi amigo Armando, que viajara en metro y descendiera en una estación determinada, Ciudad Deportiva, pero me he negado, claro, no utilizo el metro más que en emergencias, y ésta no es definitivamente una emergencia; lo hice, viajar en el gusano metálico, una buena parte de mi vida, e incluso en la actualidad de manera esporádica, pero ahora prefiero caminar porque dentro del metro una banda de gorilas que se cuelga bocinas en la espalda atacan tus oídos y los llenan con su mierda, su mierda de tacos y Cocacola, porque ellos necesitan comer, sí, comprendo, y no tienen educación, y en vez de joder a quien los tiene así de muertos, enterrados, ultrajados van y le revientan los oídos y el alma a las personas que van a trabajar en la semana o a pasear los domingos. Dentro del autódromo, un poco más despierto, la carne parlante te transmite su respiración, camino y de inmediato soy absorbido, que no recibido, por el performance habitual, los ríos de caminantes y el murmullo que produce la excitación que la masa presiente o, más bien, construye en sus expectativas. Mis lentes maquillan medio rostro, los químicos escasean, pero es el momento, o me arrepentiré.

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Veo en mi horizonte mítico un hot dog gigantesco, no alcachofas con foie-gras, ni andouielletes lyonesas, sino una simple salchicha con mostaza, imagino al hot dog en el lejano horizonte suplantando el Popocatéptl, tengo hambre, pero en un concierto no hay que comer, al menos en mi biblia vaquera, en mi instructivo espiritual. ¿Debo decidir entre Iceage y Deap Vally? ¿Por qué tengo qué decidir? Es el horario simultáneo, las reglas, el “no se puede todo”, y entonces comienza otra efímera caída, ¿qué pequeño Dios te ha obligado a decidir entre californianas y daneses? Es quizás un experimento, un duelo, y tú una rata que toma un conducto para llegar a su comida. Hago sumas, y me digo: a tu edad ve siempre tras mujeres, aunque los jóvenes arraigados en el punk te despierten amor paternal, los hijos que te rodean, la familia a la que no debes mantener y que continúa llorando y gritando como sus abuelos que tampoco fueron nada. Así, que voy tras Lindsey y no me arrepiento, observo, casi no escucho, no me importa escuchar, sino mirar y andar y no saludar a nadie (mucho menos aparecer en los VIP que tanta tristeza y compasión me despiertan). En un festival de estas dimensiones todas tus decisiones son malas, excepto quedarte en casa; entonces viene a mi memoria Flaubert cuando se después de asistir a una feria internacional en París dijo que el hombre no está hecho para engullir el infinito, que las ferias son ultra curiosas y nada más, despiertan morbo y cansancio. Pero yo no voy a quejarme, y mucho menos después de una breve dosis de entusiasmo. Deap Vally toca alrededor de veinte minutos cuando debía haber actuado siete horas y yo vuelvo a caer, carajo.

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El calor suelta lo peor de sí, no el calor humano sino el calor del deseo. La multitud no es hecha para mí, del mismo modo que más de tres mujeres reunidas pierden su encanto y se convierten en estampida carnal: no logro concentrarme, The Black Angels, la baterista en el cielo, no llegan a prenderme pues no estoy allí para ser prendido (qué palabra), ni mecerme en el vientre de la multitud, pero Velvet Underground no estaría decepcionado por el homenaje titular ni el ambiente de sicodelia negra. Basta. Hoy no voy a dar adjetivos ni metáforas acerca de la música, los géneros no me importan, quiero pensar que se trata de hechos misteriosos y abstractos, de bromas que nadie comprende, llamadas a muerte, “topografías y redes de operaciones al azar” (John Cage), y dejo que los críticos musicales y expertos construyan sus analogías encaramados en sus sentimientos y su saber: quiero ser Clint Eastwood y disparar a la primera una sola vez en mi vida. Mi amiga, el cadáver femenino que tiene permiso de entrar a donde desee y cuyo padre le ha robado tanto a los pobres se aburre a mi lado, le he pedido que no me presente a nadie —estoy trabajando— y cuando alguien se acerca a saludarla me alejo. Ella berrea y quiere ir a charlar con sus amigos, seres que se ven a sí mismos y no ven en ti más que al ojo del público, y también quiere presentarme a los famosos y demás célebres humildes que son dadivosos con quien les sonríe o le extiende la mano.

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Mi gorra es perfecta y mis lentes de ensueño, polarizados, además me tricé el cabello que me tapaba o cubría la nuca. No deseo hablar con nadie y debo concentrarme porque me tengo como objeto escribir una crónica para Vice, Noisey, que no resulte arrogante, ni brava: echar al río lo que sale del río, sólo eso. Resulta con Fuck Buttons, los escucho y me tranquilizo y pienso que me gustaría estar en Bristol tomando una cerveza junto a otra flaca que no entendiera ni una palabra de griego y sus piernas lechosas fueran como jeringas coqueteando con las venas de un brazo ansioso. Yo veo el rostro de Andrew Hung y me remite por mero presentimiento mestizo al arte, a la creatividad sonora, al buen tipo, y pienso que me estoy haciendo tan aguado como un bísquet pasado por agua. Además el haberlo escuchado —al lado de John Power— luego de haber tenido una ingrata alucinación ha sido un hecho sanador y bendito; espero que sea una alucinación nada más, Miles Kane vestido con la playera de la selección nacional mexicana, quizás me he equivocado, ¿el nacionalismo otra vez?. (Alguna vez hace veinte años escuché gritar a Rubén Albarrán gritar “mueran los gringos”, pero fue su época paleolítica y parece ser que él ha entrado al umbral de mejores túneles). Las naciones ya no existen, sólo empresas y emporios y bancos y algunas personas que tienen nombre pero no tienen nombre, y otras que quieren transformar el mundo de la noche a la mañana. Es un truco, el de Kane, un guiño a los auditorios que no merecen demasiado respeto porque están allí abajo, sudando, gritando, dando su opinión visceral a bocanadas.

El día se acaba para mí, estoy cansado luego del derrumbe de la noche pasada, pero le echaré un ojo de perro a The Breeders, mujer y mujeres (gemelas) y un entrometido, no creo llegar a concluir el maratón. ¿Vuelvo a preguntarme quién es el dios hijo de puta que me hace caminar de un foro a otro en busca de estímulos? Nadie, yo fui por mis propios pies, y la gente me gusta, no me importa lo que piensen sino lo que hagan, y mientras no me molesten son el holograma perfecto para mis pupilas y neuronas, hay rubias y flaquitas, hay tipos que no pidieron nacer y aún así no les molesta tener un cuerpo.

Difícilmente llegaré a Sigur Rós, cuyo lenguaje soy el único ser en toda la ciudad que comprende. Ni llegaré a Grimes que, por lo demás, ya había pernoctado alguna vez en San Pedro de los Pinos; y tampoco gozaré del todo al abuelo Moroder, el grande, el hermano electrónico. Y vuelve a sucederme, las sustancias del cuerpo se acomodan y fluyen y las jóvenes retornan a parecerme agradables, incluso la pelirroja sin zapatos tirada en el piso, emocionante, y la gorra que reza en la frente Champaña y Cocaina, y no la leyenda Tepepunk que lucía mi antigua gorra y que me fue confiscada por vergüenza del propio DJ quien quizás deseaba una publicidad menos aniquilada que mi persona; y admiro la resignación de los jóvenes llevando la cerveza tibia de un lugar a otro y engrosando la panza hasta dejarla convertirse en el tercer testículo, el tumor más ostentoso de su cuerpo.

Las sustancias no se ven, pero se sienten y te vuelven el almuerzo desnudo de los dioses que se equivocan: Nicotine, Valium, Vicodin, Marijuana, Ecstasy, and Alcohol (Feel Good Hit of the Summer). Todo está bien otra vez, menos yo, y comprendo que las personas se reúnan y balen (no bailen), y sientan que forman parte de un autobús que corre hacia la montaña sagrada, al gran hot dog, al White Popocatépetl, a la prótesis sajona y civilizada que yo merezco y que por demás adoro, lo siento mucho. De regreso al centro, en el útero de la camioneta me concentro en mí mismo, como todo el tiempo y pido a gritos una tornamesa para ir al departamento de Polanco y escuchar a Too Hot to Handle, sí, sí, sí, mi acompañante está algo encabronada, pero hace sonar a Daft Punk, “es una broma”, Moroder es el final, pero no quiero escuchar más música, sino “quiero meterme en la cama contigo y tus hermanas”, le digo y ella se enoja más porque sí tiene hermanas y sí quiero ir a la cama con ellas, pero me comprende, fue a las mejores escuelas y viene al Capital y no se emborracha, y me quiere y respeta porque cree que soy un escritor importante. Es cerca de medianoche y pienso en lo que debo escribir para Vice, y no me pasa ninguna idea por la cabeza, sólo cansancio, Mueran Humanos, me digo y llego a la conclusión de que a mí también me gustaría maquillar a Cristo y a bailar con él, pero ya no bailo, sólo escribo para ganarme la vida. Es lunes a mediodía, me levanto, la flaca me presta su computadora, pero no logro concentrarme, voy de nuevo a la Escandón, a mi casa, Yolanda no está, y mis pastillas azules pugnan por regresarme a la “vida” y pienso en un nombre: Bartolomé, mi jefe instantáneo a quien le prometí una crónica; y comienzo a teclear, y me pongo tapones en los oídos y aún siento en la nariz el contacto de mis lentes oscuros.