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Música

El Rock’n’Roll ha muerto: Un último tributo a Lemmy Kilmister

Nacido para perder, vivió para ganar, matado por la muerte.

Foto por Justin Staple

Nunca pensé que tendría que escribir un obituario del sangriento, alcohólico e indomable espíritu mismo del rock’n’roll. El simple hecho de ello era absurdo —que un fenómeno musical que tiene décadas, y que forma la espina dorsal de una gran parte de la cultura popular, y algo que es adorado por el underground, podría tambalearse, o desaparecer por completo. Ese es el tipo de cosas que dice al aire Gene Simmons, no la realidad. Claro, las revistas se están muriendo, a los músicos bufones les encanta proclamar que “¡el rock ha muerto!”, que murió hace años, por culpa del crecimiento en popularidad del pop, hip-hop, o lo que sea que haya estado de moda odiar en ese momento, pero siempre se han visto bastante tontos haciéndolo. Cualquiera con un cerebro y un oído que sepa apreciar un riff decente sabía que mientras tuviéramos a Lemmy, Keith Richards, Joan Jett, Slash, Tony Iommi, y los fantasmas de Jimi Hendrix, Wendy O. Williams, y Phil Lynott, rock’n’roll y todos sus hijos bastardos —del ska al death metal—estarían bien.

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Pero anoche, Lemmy murió, y se llevó el rock’n’roll con él.

En la fría Nochebuena de 1945, Ian Fraser Kilmister nació en el pueblo industrial de Stoke-on-Trent. Su padre, un capellán del ejército, lo abandonó a él y a su mamá cuando el niño tenía sólo tres meses, convirtiendo así sin saberlo a su hijo en alguien autosuficiente desde el principio, con un gran desprecio por la religión (como Lemmy mencionó en su autobiografía, White Line Fever [un clásico que todo el mundo debería de leer], “Lo único interesante de la religión es cuántas personas ha asesinado.”) Ian—bautizado con el apodo Lemmy por sus compañeros de clase— pasó la mayor parte de su vida temprana en Gales, trabajando en cosas insignificantes, montando caballos, y eventualmente descubriendo las propiedades mágicas de la guitarra (principalmente, su habilidad para atraer mujeres). Y entonces, un día fue a ver a los Beatles en el Cavern Club, y su destino quedó sellado a la edad de 16.

Las primeras dos bandas de Lemmy (The Rainmakers y The Motown Sect) no lograron mucho, pero su fortuna cambió en 1965. Ahí fue cuando se unió a The Rockin’ Vicars, quienes consiguieron un contrato discográfico, publicaron unos cuantos sencillos, y giraron por Europa (distinguiéndose por ser la primera banda británica en tocar en la República Federal Socialista de Yugoslavia). Esa gira relámpago le dio a Lemmy su primera probada de la vida del rock’n’roll, y los próximos años lo vieron tocando por todos lados. Los Vicars lo llevaron a Manchester, luego llegó hasta Londres un par de años después, fue roadie de Jimi Hendrix, se unió a un par de bandas más, y terminó tocando bajo y tocando con los raros de space rock Hawkwind en 1971. Cuatro años después, el fin de la carrera con Hawkwind llegó a un fin, cuando, como él dijo, lo expulsaron “por tomar las drogas incorrectas.” Su amor legendario por las anfetaminas ya había empezado, y no encajaba con la vibra psicodélica de Hawkwind (su arresto en 1975 en la frontera entre EUA y Canadá tampoco ayudó). Por más mal que haya estado la situación, el que lo hayan despedido probablemente fue lo mejor que le pudo haber pasado a Lemmy, porque inmediatamente después creó a la banda que se convertiría en Motörhead.

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Tras un par de salidas en falso (y un nombre de banda descartado, Bastard), Lemmy, el guitarrista “Fast” Eddie Clarke, y el baterista Phil “Philthy” Taylor se unieron para formar lo que ahora se considera la alineación clásica de la banda, la cual cambiaría a rock’n’roll para siempre. Motörhead borró las líneas entre los novatos géneros del heavy metal y el punk de una manera en la que ninguna otra banda lo había hecho antes —tomando el indiscutible poder de los riffs veloces, el cuero negro, y mucha pinche actitud. Motörhead no sólo escribía canciones —ellos escribían himnos. “Ace of Spades” es una de las canciones de rock más conocidas de la historia, y eso es sin mencionar otros temas como “Overkill,” “Iron Fist,” “Born to Raise Hell,” “The Chase Is Better Than the Catch,” Killed by Death,” y varias más.

Sería tedioso enlistar todos los logros de la banda aquí, o hablar de sus cuarentaytantos discos; si escuchas rock’n’roll, o heavy metal, o punk, ya los conoces, y sabes lo chingones que son. No es exagerado decir que Motörhead es una de las bandas de rock más influyentes e icónicas que han existido en la historia, y que Lemmy—el Coloso enfundado en cuero, guiñendo y gruñendo desde el escenario —era gran parte de esa mística. Su voz, actitud, pelo facial, sombrero, botas, la botella —nadie se veía más cool que Lemmy. Nadie. Era un hijo de puta con un corazón de oro, y con tan sólo verlo podías darte cuenta de había vivido por tres personas, deja tú un pobretón de Staffordshire. Radiaba cool, pero siempre encontraba tiempo para firmar un autógrafo o posar para una foto si te lo topabas backstage o en su lugar habitual en el Rainbow Bar & Grill, su bar favorito de West Hollywood. Nunca lo conocí, pero pude darle la mano y tomarme una foto con él, y la verdad significó todo para mí —como también lo significó para miles de otras personas con las que fue lo suficientemente amable de compartir su tiempo a lo largo de su vida, como con los amigos y compañros de banda con los que pasó su vida tocando, tomando y riéndose. Era más grande que la vida misma, pero nunca compró su propio hype; era una estrella de rock, y amaba ser una, pero nunca se olvidó de dónde venía. La gente se podía relacionar con ello, y lo amaban por eso.

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Foto de la colección de la autora

Como cualquier estrella de rock, no era extraño de las controversias. El interés de Lemmy por la historia, la política y la filosofía se filtraba a sus letras, y su ronco gruñido narraba historias de sexo, muerte, historia, guerra y un odio profundo contra la autoridad. Las entrevistas que le hacían estaban salpicadas de sus observaciones sobre el mundo como lo conocemos, y nunca fue alguien que moderó sus palabras, especialmente cuando lo retaban. Cuando lo cuestionaron sobre su masiva y bien documentada colección de memorabilia Nazi, invariablemente contestaba “Bueno, a mi novia negra no tiene un problema con ella, así que no veo por qué tú sí.” En el documental del 2010 que lleva su nombre, explicó a fondo, diciendo “El que coleccione memorabilia Nazi no significa que sea un fascista, o un skinhead. Simplemente me gustan esas garras. Siempre me han gustado los buenos uniformes, y a lo largo de la historia, los malos siempre han sido los que mejor se visten: Napoleón, los Confederados, los Nazis.” En otra entrevista con el Guardian, elaboró diciendo “No es una cosa nacionalista. No me digan que soy Nazi namás porque tengo esos uniformes. En 1967 tuve mi primer novia negra y he tenido varias más desde entonces. No entiendo el racismo, y nunca lo he considerado como una opción.”

Pese a todo el caos y la controversia, y los sacrificios que hizo —los estreses físicos, emocionales y mentales que cualquiera celebridad debe de soportar, especialmente una que vivió tan duro y rápido como él— Lemmy parecía disfrutar genuinamente de su vida rocanrrolera. Como dijo varias veces “No me arrepiento de nada. Arrepentirse de algo no tiene sentido. Es muy tarde para arrepentimientos. Ya lo hiciste, ¿no? Has vivido tu vida. No tiene sentido desear que la pudieras cambiar.” Tras perder al amor de su vida por una sobredosis de heroína, nunca se casó, rechazando las relaciones a largo plazo y cementando su status como dios sexual, acostándose literalmente con miles de mujeres a lo largo de su vida. Tuvo sólo dos hijos (que él supiera): Sean y Paul, ambos nacidos cuando él era apenas un adolescente; no tuvo relación alguna con Sean, pero fue muy cercano a Paul, con quien se reunió después de décadas de estar alejado. Su amor por el speed, whiskey y su mal comportamiento en general nunca menguaron, incluso cuando bajó su consumo de drogas en los noventa, y sus doctores recientemente le pidieron que le baja a su consumo de Jack Daniels. Entonces, empezó a tomar vodka.

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Lemmy era un hombre del pueblo, y Motörhead era la banda de rock’n’roll de la clase trabajadora—”No Class” es un himno por algo más que su coro pegajoso. Desde el principio, la manda más estruendosa del mundo, según los Records Mundiales de Guiness, pasó gran parte de cada año o en el estudio o de gira, tocando en cualquier club que los recibiera (incluso cuando empezaron a tocar en estadios en vez de bares horribles). Trabajaban duro, y Lemmy se rehusaba a darse por vencido, incluso cuando su salud empezó a fallar. Siempre parecía ofenderse un poco cuando la gente incluso lo sugería, diciendo “No veo por qué debería de haber un punto en el que todos deciden que ya estás muy viejo. No estoy muy viejo, y hasta que decida que estoy muy viejo nunca estaré muy viejo.”

A lo largo de las cuatro décadas de existencia de la banda, Lemmy fue el único integrante original de la banda; Motörhead siempre fue Lemmy, y por más de la mitad de su vida, Lemmy vivió, respiró y sangró Motörhead. La alineación más reciente de la banda fue la más estable, y la que más tiempo duró: el guitarrista galés Phil Campbell se unió en 1984, y el baterista sueco Mikkey Dee se integró en 1992. Su álbum más reciente, Bad Magic, obtuvo muy buenas reseñas y estuvo en varias de las listas de lo mejor del año por una razón: era una gran disco de rock’n’roll, algo que es difícil de conseguir en el 2015. La banda estuvo en fuego este año; pese a los problemas de salud de Lemmy y el susto más reciente de Campbell, Motörhead demolió cada una de sus fechas, e incluso se embarcó hacia el Caribe en su propio crucero, el Mötorböat (al cual tuve la suerte de asistir, y que documenté aquí). 2015 fue uno de los años más exitosos en la historia de Motörhead, y existe un pequeño consuelo en saber que el corazón y el alma de la banda se fueron a lo grande. Cuando Lemmy murió, Motörhead murió con él, como Phil Campbell dejó claro en un comunicado: “No vamos a hacer más giras ni más cosas. Y no habrán más discos. Pero el fuego sobrevive, y Lemmy vive en los corazones de todos.”

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Casi al final de su vida, los problemas de salud, rumores, cancelaciones de conciertos y las fotos de él viéndose exhausto empezaron a ser el pan de todos los días, y algo que sólo generaba temor a lo inevitable. Los medios observaban cuidadosamente cada paso que esas botas de vaquero tomaban, y el equipo publicitario de la banda trabajó a marchas forzadas para asegurarnos a todos que nuestro ídolo estaba bien. Ha de haber sido mucho peor para todos los que lo conocían de manera íntima o que trabajaban con él, pero probablemente conocían más detalles que los reaseguraban; para nosotros, los fans, lo único que existían eran los “comunicados oficiales” y la esperanza.

Cada día se sentía como un juego de Ruleta Rusa, y cada vez que se bajaba del escenario era como hacer un volado. Lemmy apostó hasta el final —y les apuesto lo que sea a que esa noche en el Rainbow, cuando recibió el diagnóstico de que tenía cáncer fatal, él estaba frente a su amada máquina de videojuegos de poker, con un trago en mano, valiéndole verga lo que pensaran los doctores. Como dijo en 1980, no había que ponerse cómodos, ni había que sobreprotegerlo siguiendo las reglas o las recomendaciones de alguien más. De los cientos de letras que hay que citar, la más conocida de todas lo deja bastante claro. “I know I’m gonna lose and gambling’s for fools, but that’s the way I like it, baby, I don’t wanna live forever.”

La simple idea de elogiar a una persona como Lemmy Kilmister, quien alguna vez dijo que sólo quería ser recordado como un “hombre honorable,” —pero que luego añadió “y eso probablemente no pase, ¿no?— me sigue pareciendo algo difícil, incluso ahora que ya lo he hecho. Para mí (y millones de otras personas) Lemmy era inmortal; después de todo, las leyendas nunca mueren, y él es LA leyenda del rock’n’roll. Era un dios, pero uno al que siempre le querían invitar un trago —y lo mejor era saber que si ibas al Rainbow a la hora adecuada, y llegabas a la esquina derecha, podías hacerlo. Pero ahora, ninguno de nosotros podrá invitarle ese trago. Aceptar que algún día dejaría el plano terrestre era tan aterrador como aceptar que mi abuelo, con su espalda fuerte, su enorme risa y su temperamento caliente, podría hacer lo mismo. Parecía algo imposible —hasta que dejó de serlo. Nunca nos podemos preparar realmente para la pérdida de un héroe, pero desafortunadamente es algo en lo que no podemos intervenir. Los últimos años nos fueron preparando para la idea de que Lemmy quizá sí era mortal, después de todo. Sin embargo, aún así nadie creyó que el fin estaba cerca —hasta que llegó.

Lemmy era una persona directa, y un hombre honorable —lo que siempre quiso ser, y lo que al final terminó consiguiendo.

Nació para perder, vivió para ganar, matado por la muerte.

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