Juan Gabriel: Un loco soñador, no más

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Música

Juan Gabriel: Un loco soñador, no más

“Yo no nací para amar” es una composición perfecta, con todo el rigor de la eufonía y del pop, del pop y de la redención, de mi redención.

Me pasa muy frecuentemente, sentir poco por las personas. Apenas y sé quererme a mí mismo. Me debato entre las drogas el alcohol y el oficio. Sólo a una fracción muy pequeña y detallada de mi “familia” la reconozco como tal, como mis cercanos y allegados. La familia solo hace falta cuando no tienes dinero. Convengo poco afecto y poco cariño. Nunca doy muestras de “amor” en público. No soy la pareja o el papá cursi que se desvive a besos en la calle sólo para protagonizar una fotografía en Instagram. Soy un amargado y no necesito de eufemismos que me definan a la querencia. Todos los conceptos de apego me parecen involuntarios e innecesarios.

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Si quiero poco a los míos es de facto que no voy a sentir absolutamente nada por alguien de la “farándula”. Por alguien a quien me han introducido por las orejas durante toda mi vida —a fuerzas— por el tímpano como si fuera un ano receptor de música popular, de faloparlantes que buscan introducirse en el culo de los más desavisados. Artistas que funcionan como una aguja hipodérmica o una bala mágica de Laswell. Que son usados por los medios como método de propaganda que les permite conseguir la adhesión de los ciudadanos a planes políticos determinados sin recurrir a la violencia, pero sí a la manipulación. Hartistas con H de hartazgo, maquilados y manipulados por el Mass Media y el partido político en turno. Moldeados, prefabricados, envueltos en un halo de plasticidad y cuyo mensaje no podemos deducir por lo inverosímil de su simpleza, de su imbecilidad. Que piensan que pueden actuar pasándose a Brecht por los huevos, que pueden cantar cagándose en Caruso o que pueden escribir pisoteando los libros de Celine. No siento nada por ellos cuando dejan este plano terrenal, cuando dejan de apestar nuestra nariz con su aire de grandeza. Pienso que sin la mierda, sin la materia prima de las televisoras y las radiodifusoras, todos podríamos respirar mejor.

Sin embargo, este domingo por la tarde cuando supe de la noticia que se filtraba por mis redes sociales no pude dejar de sentir algo. Me extrañaba más el hecho de sentir lástima por una figura mediática en sí que de la muerte de Juan Gabriel. ¿por qué sentía ese hoyo en mi pecho? Como si alguien hubiera disparado una arma antitanque sobre mi cuerpo blandengue, y estuviera observando ese socavón, a través de él, mirarlo, saber que dentro de mí no hay nada y que la ausencia de un compositor popular me había tirado en el piso. ¿Por qué? No le di importancia y salí a pasear con mi hijo como lo hago todos los domingos.

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En el trayecto me fui desmoronando, fracción por fracción, migaja tras migaja, hasta que llegué a mi estudio convertido en ausencia. Puse un track en mi teléfono y lo conecté a los auxiliares, subí el volumen y ahí estaba la magdalena de Proust, el objeto que me llevaría a mi niñez, un magnetismo que me arrastró a los confines de una puericia relegada de los ojos de la hembra, de fracasos y frustraciones, de lotes baldíos y primeros vómitos en el bar. Recordé a todas las chicas que me habían cortado, con las que nunca anduve y por las que todavía en la actualidad muero, por las que nunca me hablaron o me voltearon la cara todos los días en el Instituto. El mensaje era claro: Yo no nací para amar.

La escucharía por primera vez en 1993, en ese disco que sería grabado el 20 de diciembre de 1990 en el Palacio de Bellas Artes. Un disco que poníamos en la casa de un amigo cuando sus padres de clase media no estaban y bebíamos ron Potosí con Coca-Cola. Al disco llegamos por casualidad. Casi siempre poníamos punk —Exploited— casetes grabados con temas rápidos sobre música ranchera. Así escupíamos los domingos de Raúl del Asco.

Una tarde lluviosa resolvimos dejar lo que había en el estéreo, oprimimos play y escuchamos de pronto esa obertura presuntuosa y extraña, fue como entrar a la dimensión desconocida a través de la Orquesta Sinfónica Nacional de México con Enrique Patrón de Trueda como director huésped. Seguimos atendiendo más después de aquella aparatosa introducción, y nuestros oídos cochinos escucharon canciones como: “No Discutamos”, “Mi Fracaso”, “Adios Amor” y “Te Vas”, todo para dar paso a aquello llamado “Yo te perdono”. Después de ahí el disco comienza a avivarse, a prenderse fuego, el mundo se empequeñece y Juan Gabriel resplandece por sobre todas las cosas. Yo que había visto en vivo a Morrissey en ese momento estaba endiosado con el pop del Divo de Juárez, y esa canción, la tercera del disco, se volvió un himno silencioso y pudoroso.

Tardé tiempo para asimilarlo, para escribir que en efecto, la muerte del tipo había logrado afectarme. Me tumbé a llorar, pero soy un odioso que llora todo el tiempo, hasta porque se ha agotado la última gota espesa de catsup en el recipiente de plástico. Lloré y no le di el mínimo de relevancia. Pensé que las personas famosas no causaban ese sentimiento en mi persona, pero hoy precisamente murió Gene Wilder, y con él mi niño interior, y con mi niño interior todo referente del afecto, y con el afecto toda la música de mi juventud: el Punk y Juan Gabriel. Un loco soñador que escribía letras capaces de incendiar una casa, como Sid o como Joey. Un loco soñador y no más.

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