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Cultură

Ficción: Fui un niño predicador

Un beatificante camino al infierno.

El autor, seguro pensando en Dios. 

Todo cambió en 1987. Por alguna razón, mi madre terminó con un camionero malvibroso que se cambió el nombre a Bob Blades [Bob Navajas]. Una noche, después de tomarse una botella de whisky, Bod Blades intentó estrangular a mi madre en la costa de Land's End. Ella escapó, cortesía de su desmayo, pero pasamos los siguientes meses aterrados de que el “Loco” Bob regresara a la casa en la que dormíamos sentados y con cuchillos bajo el colchón. Fue en ese momento cuando la iglesia llegó a nuestra puerta y envolvió a mi familia traumatizada en sus brazos.

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Si olieron nuestro miedo es algo de lo que todavía no estoy seguro. Quizá mi madre los llamó, sabiendo que me obsesionaría con esta pequeña mormona, cuyos hermanos me obligarían a ver videos de adoctrinación en su sillón, mientras comíamos pizza. Me enviaron a una iglesia metodista, donde conocí al Pastor Mike, quien me adoptó bajo su tutela. Y en comparación con el “Loco” Bob "Bavajas" (un hombre con dos epítetos amenazantes en su nombre) los brazos del Pastor Mike se veían realmente reconfortantes.

El Pastor Mike era el hombre más increíble que había conocido hasta ese momento. Antes de encontrar a Jesús, había sido un ladrón de bancos. Tenía un ojo de vidrio (perdió el de verdad en una pelea de cantina), pero era sin duda un hombre joven, carismático y apuesto; un londinense con el don de la palabra, cuya discapacidad visual sólo hacía que su fervor se sintiera más real.

Lo escuché con detenimiento mientras me contaba cómo una vez había pedido el perdón de Cristo desde su celda en prisión. Al día siguiente, el juez, milagrosamente, lo dejó ir, y desde ese día, decidió seguir por el camino de Dios. Yo también pedí el perdón de Jesús, y a pesar de que no había hecho muchos males, fuera de robarme unos carritos de a peso, me convertí en un devoto con un celo apostólico. Leí la Biblia de principio a fin y saqué toda mi ropa de mi armario para poder orar ahí durante horas. Nadie parecía creer que esto tuviera algo de malo. Tenía 14 años.

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Jesús, Mike y yo nos llevamos increíble. Nuestro otro amigo era el Espíritu Santo. Veía a Mike trabajar desde púlpito, llevado por este enigmático Espíritu Santo, y pude ver el poder que estos dos ejercían sobre la congregación. Era puro teatro, y yo quería participar. Misteriosamente, Dios comenzó a hablarme directamente; me decía que yo también debía predicar. No hubo palabras, ni cenizas ni nada, sólo un sentimiento de que intentaba comunicarse conmigo. Decidí compartir esto con algunos miembros del consejo, esperando al menos un poco de escepticismo, pero sólo gritaron: “¡Aleluya!”

Así comenzó mi viaje. Un hombre santo llamado John me entrenó. Era un criador de cerdo entre semana, y un predicador itinerante los domingos. Su barba olía a mierda de cerdo de vez en cuando, pero era un hombre muy agradable, así que ojalá nunca hubiera dicho eso. Me recogía los domingos para recorrer las pequeños capillas metodistas del oeste de Cornwall. Al principio, daba la primera parte del servicio, las cosas mundanas como guiar a las personas en los himnos, antes de que John entrara y se dirigiera a las personas. Mi resentimiento contra él, mientras lo escuchaba ahí sentado, era evidente. ¿Por qué tenía que esperar a que llegara mi momento? Me sentía como Jesús con Juan Bautista, y a veces deseaba que alguien le cortara la cabeza y la pusiera en un plato para que yo pudiera subir a dirigirme al pueblo con mis palabras divinas. En retrospectiva, estos pensamientos no fueron muy cristianos.

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Después, cuando terminé mi aprendizaje, di mi primer sermón. Fue bastante fácil. El Pastor Mike me dijo que lo único que tenía que hacer era estar seguro que mi introducción y mi conclusión coincidieran y que tuviera tres puntos principales, respaldados por las escrituras y alguna historia desgarradora para darle emoción. John también me dio sus consejos, los cuales ignoré en su mayoría. Él predicaba sobre toda clase de cosas aburridas: el diezmo, ser bueno con los vecinos, leyes engañosas del Levítico. A mí no me interesaban esas pendejadas contradictorias del Viejo Testamento; sólo había un verso que realmente importaba. Juan 14:6: “Yo soy el camino, la verdad, la vida; nadie viene al Padre sino por mí”. Jesús te puede salvar, y si no me crees, irás al infierno. Donde sufrirás. Por toda la eternidad.

Las congregaciones rara vez llegaban a los dos dígitos, y yo era el más joven de los presentes por 40 o 50 años, pero esto no me distraía. A esas viejitas les llovía fuego por un lado y azufre por el otro. Al final de mis sermones, me ofrecía a tocar a cualquier que quisiera entregar su vida a Cristo. Dios, era bueno, pero estas abuelas no estaban cayendo.

“No necesitas hacer tales ofrecimientos aquí”, recuerdo que me dijo un octagenario. “Aquí todos somos cristianos”.

“¿Pero lo eres?” respondí. No eran ningunos devotos. Nadie hablaba la vieja lengua. Los viejos himnos que sonaban en nuestro polvoso órgano no encendían el alma de los presentes como yo. Este era un cristianismo aburrido y seguro, y estaba seguro que ninguna de estas mujeres había sido lavada en la sangre del cordero como yo. Era un lástima que no me escucharan, porque probablemente todas estén en el infierno en este momento.

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Sin embargo, al poco tiempo estaba predicando en la madre nodriza, una capilla gigantesca en Penzance. En una buena noche, la congregación podía llegar a los cientos, probablemente porque no había nada que hacer en Penzance los domingos por la noche, fuera de flagelarse y leer la Biblia. Venían de todo el pueblo para escucharme. A veces hablaba rápidamente, mi suave voz quebrándose mientras llamaba al Señor, después pausaba en las partes emocionales, pausas prolongadas más de lo necesario. Me regodeaba en el silencio, saboreaba el poder, sabía que los tenía en la palma de mi mano.

“Si quieren dar su vida a Cristo, le pido que se acerquen para que oremos juntos”.

Los agnósticos, los Tomases incrédulos, y los que creían que eran cristianos porque habían sido bautizados, pronto entendieron. Y comenzaron a acercarse.

De ese pueblo rural, pasé al barrio urbano. Me apunté en una cruzada de un mes llamada Invasores Callejeros, para llevar el mensaje a los niños de la enorme metrópolis, Sutton Coldfield. Muchos de mis compañeros apostólicos fueron atacados en la calle, pero el Espíritu Santo no los estaba protegiendo. Siete niños dieron sus vidas a Dios mientras yo oraba sobre ellos; mi competidor más cercano sólo convirtió a tres. Dejé de ser Jeremy: me convertí en Jeremy, el siguiente Billy Graham.

Cuando regresé, conocí a una niña. Se llamaba Nina. Había vivido un poco, incluso había fumado mota. No puedo decir que esto no me impresionó. Empezó a ir a mi iglesia y, al poco tiempo, empezamos a salir. Vi sus pechos e incluso toqué uno. ¿Cómo arrepentirme cuando se sentía tan bien? Esperé cuatro días antes de decirle que la amaba, pero estaba bien. Jesús nos había unido.

Después de tres semanas, me llamó para dejarme. Quedé devastado. ¿Cómo podía Nina ofender a Dios de esa forma? Teníamos 17 y toda una vida por delante. ¿Quién era ella para sacarnos del camino de la procreación y someter a nuestros hijos a través de las escrituras?

Poco tiempo después, empezó a salir con mi amigo Nash. Salí y me emborraché. Y entonces lo hice una y otra vez. Se sentía tan bien. Los rumores comenzaron a correr, y fui víctima de un sacrílego escándalo.

“¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” grité en rebeldía, aunque, en retrospectiva, fue sólo un monólogo interior. Me fui a Crowlas en mi motocicleta. Encontré un campo, me fumé tres de esos chicos malos, y me quedé en el campo durante una hora; todo me daba vueltas y quería vomitar mis entrañas. Me gustó esta nueva sensación. En lugar de manejar hasta Crowlas, había tomado el camino contrario a Damasco. Me paré alegremente y los impíos nadaban frente a mis ojos. Había visto la oscuridad.

Sigue a Jeremy en Twitter:  @jeres