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Cultură

Un adelanto de ‘Vernon Subutex’, de Virginie Despentes

Un fragmento de la primera parte de la trilogía 'Vernon Subutex', último trabajo de Virginie Despentes, 'enfant terrible' de las letras francesas, punk, feminista y crítica incansable de un sistema que se cae a pedazos.

Imágenes cortesía de Literatura Random House.

La escritura de Virginie Despentes es afilada: una púa que poco a poco socava la herida de una época desencantada, poblada de fantasmas. Con los pliegues crudos de su prosa, Despentes delinea una serie de personajes que encarnan la idea de lo obsoleto: gente atrapada en el limbo anímico de un pasado incumplido y un futuro lleno de resignación. Vernon Subutex vagabundea por ese limbo: las calles de París. Su amigo Alex Bleach, antigua estrella de la chanson francesa, acaba de morir y con él no sólo ha desaparecido cualquier atisbo de esperanza sino también el único dinero que Subutex ingresaba a su cuenta luego de que a principios de la década pasada, el boom de las descargas MP3 cambiara de raíz el consumo de formatos musicales e hiciera quebrar su antigua tienda de discos. Así, el último bastión de una época olvidada pasa las noches en un eterno tour de force por los sillones de sus antiguos amigos, una galería de espectros que alguna vez creyeron en los discursos del rocanrol y la libertad, y ahora sólo se ven agobiados por preocupaciones burguesas y horarios cansinos de 9 a 5. Vernon Subutex no sólo pone bajo la lupa esa lectura caníbal de nuestros tiempos que solemos plantear, sino que ahonda en los pozos morales de la modernidad, en su rampante desigualdad, en el terror que nos provoca el otro y, además, presenta un relato coral, casi una radiografía —sin recurrir al escarnio o a la caricaturización— de una sociedad, la francesa, en la que la angustia es piedra fundacional pero al mismo tiempo, el único camino a seguir.

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Acá está, cortesía de Random House Literatura, un fragmento de la primera parte de la trilogía Vernon Subutex, último trabajo de Virginie Despentes, enfant terrible de las letras francesas, punk, feminista y crítica incansable de un sistema que se cae a pedazos.

***

En las ventanas del edificio de enfrente ya se han encendi­do las luces. Las siluetas de las mujeres de la limpieza se mueven en el gran open space de lo que debe de ser una agencia de comunicación. Ellas empiezan a las seis. Vernon suele despertarse un poco antes de que ellas lleguen. Le apetece un café cargado y un cigarro de filtro amarillo, le gustaría prepararse una tostada y desayunar recorriendo los titulares del Parisien en el ordenador.

Hace semanas que no compra café. Los cigarros que se lía por la mañana desmenuzando las colillas del día anterior son tan finos que es como aspirar papel.En los armarios no hay nada de comer. Pero sigue teniendo internet. Lo co­bran justo el día en que recibe la ayuda para el alquiler. Desde hace unos meses se la abonan directamente al pro­pietario, pero hasta ahora ha colado. Ojalá dure.

Le han cortado el móvil y ya no se rompe la cabeza comprando tarjetas prepago. Ante el desastre, Vernon man­ tiene una línea de conducta: finge no enterarse de nada. Vio las cosas desmoronándose a cámara lenta, y luego el hundimiento se aceleró. Pero Vernon no ha cedido ni a la indiferencia, ni a la elegancia.

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Primero le quitaron el subsidio. Recibió por correo una copia de un informe sobre él, redactado por su asistente social. Se llevaba bien con ella. Se vieron regularmente du­rante casi tres años, en el pequeño despacho en el que la mujer condenaba a muerte a sus plantas. A la señora Bodard, de unos treinta años, muy peripuesta, teñida de peli­rrojo, rechoncha y con grandes pechos, le gustaba hablar de sus dos hijos, que no dejaban de darle problemas, los lleva­ba a menudo al pediatra con la esperanza de que le dijera que eran hiperactivos y que tenía que darles sedantes. Pero el médico consideraba que estaban perfectamente y que el asunto era problema suyo. La señora Bodard le había con­tado a Vernon que de pequeña había ido a conciertos de AC/DC y Guns N'Roses con sus padres. Ahora prefería a Camille y Benjamin Biolay, y él se guardó mucho de hacer comentarios desagradables. Habían hablado largo y tendido de su caso: de los veinte a los cuarenta y cinco años había sido vendedor de discos. En su campo había menos ofertas de empleo que si hubiera trabajado en una mina de carbón. La señora Bodard le había sugerido que se reciclara. Cen­tros de orientación profesional, de formación continua, habían consultado juntos los cursos a los que podía acceder y se despidieron con buenas palabras, quedando en volver a verse y retomar el tema. Tres años después no aceptaron su solicitud para sacarse el título de formación profesional administrativa. Por su parte, valoraba haber hecho lo que había tenido que hacer, se había convertido en experto en dossieres y los preparaba con gran eficacia. A la larga, le dio la sensación de que su trabajo consistía en navegar por in­ternet en busca de ofertas que se ajustaran a su perfil y enviar un currículum que le permitiera recibir pruebas de que lo habían rechazado. ¿Quién iba a querer formar a un casi cincuentón? Le salió un contrato en prácticas en una sala de conciertos del extrarradio, y otro en una sala de cine independiente –pero, aparte de salir un poco, mantenerse al corriente de los problemas de los trenes de cercanías y conocer a gente, aquello le daba sobre todo la lamentable impresión de ser una pérdida de tiempo total.

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En la copia del informe que la señora Bodard había es­crito para justificar la retirada del subsidio, mencionaba co­sas que Vernon había comentado charlando con ella, como que se había gastado algo de dinero para ir a ver a los Stoo­ges a Le Mans o que había perdido cien euros jugando al póquer. Mientras leía el informe, más que preocuparse por el hecho de que le hubieran quitado el subsidio, lo que sin­tió fue mucha lástima por ella. La asistente debía de tener unos treinta años. ¿Cuánto ganaba —cuánto ganan estas tías—, dos mil brutos? Como mucho. Pero la gente de esa genera­ción había crecido al ritmo del Súper de Gran Hermano: un mundo en el que en cualquier momento podía sonar el teléfono para darte la orden de echar a la calle a la mitad de tus colegas. Eliminar al prójimo es la regla de oro de los juegos que les metieron en el biberón. ¿Cómo pedirles hoy que les resulte macabro?

Al recibir la cancelación del subsidio, Vernon se dijo que quizá eso lo motivaría para buscar «algo». Como si el hecho de que su situación fuera aún más precaria pudiera influir positivamente en su capacidad de salir del callejón sin salida en el que se había quedado atascado…

Las cosas empeoraron rápidamente no solo para él. Hasta principios de los años 2000, un montón de gente se las arreglaba bastante bien.Todavía se veía a mensajeros que llegaban a ser label managers, a periodistas que se metían a dirigir la sección de televisión de un periódico, incluso los vagos acababan de jefes de una sección de discos del Fnac… A la cola del pelotón, los menos motivados para triunfar pillaban algún contrato temporal en época de festivales, un curro de roadie en alguna gira, pegar carteles por las ca­lles… Y aunque Vernon estaba en el lugar idóneo para entender la importancia del tsunami Napster, jamás había imaginado que el barco se hundiría de golpe.

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Algunos aseguraban que era el karma, la industria había ganado muchísimo con la operación CD —volver a vender a todos los clientes su discografía entera en un soporte más barato de fabricar y que costaba el doble en las tiendas… cosa que nunca compensó a ningún aficionado a la música, nunca se había visto a nadie quejarse del formato vinilo. El gran fallo, en toda esta teoría del karma, es que a estas altu­ras ya se sabría si la historia castiga realmente a los gilipollas de turno.

Su tienda se llamaba Revolver. Vernon había entrado como dependiente a los veinte años y se había quedado con el chiringuito cuando el jefe decidió marcharse a Australia, donde montó un restaurante. Si el primer año le hubieran dicho que iba a pasarse casi toda la vida en aque­lla tienda, seguramente habría contestado que ni de coña, tengo demasiadas cosas que hacer. Hasta que te haces viejo no entiendes que la expresión «joder, cómo pasa el tiempo» es la que mejor resume de qué va todo esto.

Tuvo que cerrar en 2006.Lo más complicado había sido encontrar a alguien para traspasar el local, renunciar a sus fantasías de que se hubiera revalorizado, pero su primer año de paro, sin indemnización, porque el jefe era él, fue bastan­ te bien: un contrato para escribir unas diez entradas en una enciclopedia sobre el rock, varios días trabajando en negro en la taquilla de un festival de extrarradio, críticas de discos para la prensa especializada… y luego empezó a vender por internet todo lo que le había quedado en el almacén. Había liquidado casi todo el fondo, pero quedaban algunos vinilos, estuches y una importante colección de pósters y de cami­setas que se negó a malvender con lo demás. En las subastas de eBay había sacado el triple de lo que esperaba, sin líos de facturas. Bastaba con ser serio, ir a correos durante la sema­na y ser cuidadoso con el empaquetado. El primer año es­ taba eufórico. La vida suele jugarse en dos manos: en el primer reparto, te amodorra haciéndote creer que controlas, y en el segundo, cuando te ve relajado e indefenso, te pasa por encima y te destroza.

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Vernon apenas había tenido tiempo de volver a cogerle el gusto a levantarse tarde —durante más de veinte años, diluviara o tuviera gripe, había subido la puta persiana de hierro de su tienda, costara lo que costase, seis días por se­ mana. En veinticinco años solo había dado las llaves de la tienda a un colega tres veces: una gripe intestinal, un im­ plante dental y una ciática. Había tardado un año en volver a aprender a quedarse en la cama leyendo por la mañana, si le apetecía. Últimamente le flipaba escuchar la radio mien­tras buscaba porno en la red. Conocía con todo detalle las carreras de Sasha Grey, Bobbi Starr y Nina Roberts. Tam­bién le gustaba echarse la siesta, leer una media hora y que­ darse frito.

El segundo año se dedicó a recopilar imágenes para un libro sobre Johnny, se apuntó al subsidio, que acababa de cambiar su nombre por el de RSA, y empezó a vender su colección particular de objetos. Se las arreglaba bien con eBay, nunca habría imaginado que en el ciberespacio 2.0 se moviera tanta locura fetichista, todo se vendía: merchandi­sing, cómics, figurillas de plástico, pósters, fanzines, libros de fotos, camisetas… Al principio, cuando empiezas a ven­der, te contienes, pero en cuanto tomas carrerilla, deshacer­ te de todo se convierte en un placer. Y progresivamente fue limpiando su casa de todo rastro de su vida anterior.

No olvidaba apreciar en su justo valor la tranquilidad de una mañana en la que nadie viene a tocarte las pelotas. Tenía todo el tiempo del mundo para escuchar música. Y los Kills, White Stripes y otros Strokes podían por fin sacar todos los discos que quisieran, ya no tenía que preocuparse de ellos. No podía más con tantas novedades, no acababan nunca, para seguirlas habría tenido que meterse la red por vía intravenosa e ingerir nuevos sonidos sin descanso.

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Por otra parte, no había previsto que al cerrar la tienda tendría que buscarse la vida con las chicas. Siempre se ha dicho que el rock es cosa de hombres, pero se dicen muchas gilipolleces. Tenía sus clientas, que se renovaban. Se enten­día muy bien con las chicas. No era fiel, y cuanto más pasaba de ellas, más se colgaban de él. Bastaba con que una pasara una vez con su novio a buscar un disco, y antes de ocho días volvía sola. Y estaban también las que trabajaban en el barrio. Las esteticistas del final de la calle, las chicas de la tienda de enfrente, las chicas de correos, las chicas del restau­rante, las chicas del bar, las chicas de la piscina. Un prodi­gioso vivero cuyo acceso le fue denegado en cuanto entregó las llaves de la tienda.

Había tenido pocas novias estables en la vida. Como muchos colegas suyos, Vernon vivía con el recuerdo de la chica que se marchó. La que importó. La suya se llamaba Séverine. Él tenía veintiocho años. Demasiado apegado a su reputación de serial lover, no quiso entender a tiempo que se trataba de ella y no de otra. Vernon era un bala per­dida, salvaje e independiente, todos sus amigos alucinaban con la elegante desenvoltura con la que encadenaba sus historias. Esa era, al menos, la idea que tenía de sí mismo. El rollo de una noche, el seductor, el que no se ata, el que no se deja engatusar por las chicas. No se hacía ilusiones al respecto: como a tantos chicos inseguros, le tranquilizaba comprobar que era capaz de hacer llorar a las mujeres.

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Séverine era alta y espitosa, tan espitosa que llegaba a agobiar, tenía unas piernas interminables y pintas de pari­sina rica, de esas que pueden llevar un chaleco de piel de oveja y les da un aire chic. Agarraba las cosas con fuerza, sabía hacer de todo en casa y ni siquiera le asustaba cambiar una rueda en el arcén de la autopista, era una de esas niñas ricas acostumbradas a buscarse la vida solas y a no quejarse. Pero eso no le impedía saber relajarse en la intimidad. Cuando Vernon piensa en ella, la ve desnuda, en la cama, le encantaba pasarse fines de semana enteros en la cama. Ha­bía colocado los platos en el suelo, al lado del colchón, y así no tenía que levantarse para cambiar el disco. Alrededor de la cama amontonaba cigarrillos la botella de agua el teléfo­no con el cable en espiral siempre enredado. Era su reino. Durante unos meses, le permitió entrar.

Era de ese tipo de chicas a las que su madre ha enseñado a no deshacerse en lágrimas cuando se enteran de que les han puesto los cuernos. Séverine apretaba los dientes. Ver­ non se dejó pillar como un idiota —y le sorprendió que no lo dejara inmediatamente. Le dijo «me voy» y lo perdonó. Él dedujo que no soportaría perderlo y sintió cierto des­ precio por su debilidad de carácter. Así pues, podía repetir­ lo. Ya se habían enganchado tres o cuatro veces y ella le decía cuidado no te pases, me voy a largar no me das otra opción, pero Vernon estaba convencido de que no lo haría. No lo vio venir. Cuando se enteró de que estaba con otro, Vernon metió sus cosas en una caja y las dejó en la calle. La imagen de transeúntes rebuscando entre su ropa, sus libros y sus frascos, esparcidos delante de su portal, le perseguiría durante años. No había vuelto a saber de ella. Vernon ne­cesitó mucho tiempo para entender que no lo superaría. Tenía un gran talento para pasar por alto sus emociones. A menudo piensa en lo que sería su vida si se hubiera que­ dado con Séverine. Si hubiera tenido el valor de renunciar a lo que era antes, si hubiera sabido que en cualquier caso siempre se nos quita lo que más queremos, y que es prefe­rible anticipar el tratamiento. Seguro que ha tenido hijos. Era de ese tipo de chicas. Que sientan la cabeza. Sin perder un ápice de su encanto. No un ama de casa. Una tía algo superficial, debe de comer cosas ecológicas y mostrarse vehemente ante el calentamiento climático, pero está con­ vencido de que sigue escuchando a Tricky y a Janis Joplin. Si hubiera seguido con ella, habría encontrado curro justo después de cerrar la tienda, porque tendrían críos y no ha­bría tenido otra opción. Y hoy en día se preguntarían qué hacer con el mayor, que fuma porros, o con la anorexia de la pequeña. Bueno. Le gusta pensar que limitó los estragos.

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Ahora Vernon folla menos que un casado. Nunca habría imaginado que era posible aguantar tanto tiempo sin sexo. Facebook y Meetic son herramientas estupendas para ligar desde casa, pero a menos que ligues en Second Live, hay que decidirse a salir para ver a la chica. Buscar ropa que te haga parecer vintage y no un viejo vagabundo, arreglártelas para no tener que entrar en una cafetería, ni en un cine, y menos aún cenar en algún sitio… y no llevártela a casa, para que no vea los armarios de cocina vacíos, el frigorífi­co desolado y el enfermizo desorden –nada que ver con el simpático caos del soltero empedernido. En su casa reina un olor a calcetines demasiado usados, el típico perfume de tío viejo. Ya puede abrir las ventanas y echarse colonia. Ese olor marca su territorio. Entre una cosa y otra, liga con chicas en internet y cuando queda con ellas las deja plan­tadas.

Vernon conoce a las mujeres, tiene mucha experiencia. La ciudad está llena de tías desesperadas dispuestas a hacer­ le la limpieza y a ponerse a cuatro patas para prodigarle largas felaciones, que supuestamente le subirían la moral. Pero ya no tiene edad para imaginar que todo eso llega sin su paquete de exigencias a cambio. No por ser una tía vie­ja y fea se es menos coñazo y menos exigente que un pi­bón de veinte años. Lo que caracteriza a las mujeres es que pueden mantener un perfil bajo durante meses antes de mostrar de qué palo van. Vernon desconfía del tipo de tías a las que podría atraer.

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Los colegas son otra cosa. Escuchar discos juntos duran­ te años, ir a conciertos y hablar de grupos son vínculos sagrados. No dejas de verlos solo porque haya que cambiar de local. Pero lo que había cambiado era que ahora tenían que llamarse para quedar, mientras que hasta entonces em­pujaban su puerta cuando pasaban por la zona. No estaba acostumbrado a planificar cenas, sesiones de cine o aperi­tivos fumetas… Progresivamente, sin que se diera apenas cuenta, muchos colegas se largaron de la capital, o porque tenían mujer e hijos y ya no podían vivir en treinta metros cuadrados, o porque París era demasiado cara y les pareció prudente volver a su ciudad de origen. Pasados los cuaren­ta, París solo soportaba en su seno a los hijos de propieta­rios, el resto de la población seguía su camino en otro sitio. Vernon se quedó. Quizá fue un error.

No fue consciente de aquella desintegración hasta mu­ cho después, cuando la soledad lo había emparedado vivo. Luego llegó la serie negra.

Empezó con Bertrand. Recaída del cáncer. Le volvió por la garganta. Ya las había pasado putas con el primero. Creía que se había librado de él. Al menos sus amigos ce­lebraron su curación como una victoria definitiva.Pero fue todo tan rápido que los pilló desprevenidos, no se dieron cuenta hasta después del entierro. En los tres meses que pasaron desde que le dieron el diagnóstico y su marcha definitiva, la enfermedad lo devoró. Bertrand llevaba cami­sas negras con el cuello subido. Las llevaba así desde 1988. La cerveza le había hinchado tanto la barriga que le cos­ taba abotonárselas. A los cuarenta y tantos, tenía el pelo largo y blanco, llevaba unas Ray­-Ban ahumadas sobre la nariz, bonitas botas de serpiente, y tenía careto de golfo. Siempre con rojeces en la piel, pero se conservaba bien, el grandullón.

Fue un shock acostumbrarse a verlo con pijama de vie­jo. Que perdiera el pelo, pase. Pero a Vernon aquel pijama ridículo le encogía el corazón. Bertrand no conseguía ali­mentarse, y la mejor hierba del mundo no servía para nada. Había perdido su estatura, lo más característico de él. Los huesos, demasiado expresivos bajo la piel amarillenta, resul­taban obscenos. Se empeñaba en seguir llevando sus anillos de calaveras, aunque se le resbalaban de los dedos. Se veía morir día tras día y era consciente de todo.

Luego llegó el dolor continuo, el cuerpo sin fuerza y la cara de esqueleto. No dejaban de bromear sobre la bomba de morfina porque las pullas eran su única manera de co­municarse. A veces Bertrand hablaba de la muerte, que lo esperaba. Decía que por la noche se despertaba asustado, y decía «lo peor es que me entero de todo, que siento que mi cuerpo se va a la mierda, y no puedo hacer nada». Vernon no podía contestarle «venga, todo se arreglará, aguanta, tío». Entonces escuchaban a los Cramps, a Gun Club y a MC5 bebiendo cerveza, mientras Bertrand todavía la aguantaba. La familia se ponía furiosa, pero, sinceramente, ¿qué otra cosa le quedaba?

Y la noticia de su muerte, una mañana, mensaje al mó­vil. Vernon, como los demás, se limitó a mantener la dig­nidad en el entierro. Gafas oscuras.Todos tenían gafas os­ curas en casa, y un bonito traje negro. El horror se apoderó de él después. El horror, y la ausencia. El gesto reflejo de querer llamarlo, la imposibilidad de borrar sus últimos mensajes de voz, la imposibilidad de creer que había suce­dido. A partir de cierta edad ya no nos separamos de los muertos, nos quedamos en su tiempo, con ellos. El día del aniversario de la muerte de Joe Strummer, Vernon hizo lo que hacía cuando Bertrand aún estaba con él: escuchó to­ dos los discos de los Clash bebiendo cerveza. Era un grupo que nunca le había interesado. Pero es lo que tiene la amis­tad: aprendemos a jugar en el terreno de juego de los otros.

Un día de diciembre de 2002 estaban haciendo cola juntos para comprar salmón, porque Bertrand iba a cenar en Nochevieja con una noruega a la que quería impresio­nar con su sofisticación culinaria. Estaba convencido de que el salmón ahumado había que comprarlo en aquella tienda del distrito V y no en otra parte.Tras un trayecto en metro bastante largo, esperaban su turno. La cola se exten­día por toda la acera, tendrían fácilmente para cuarenta minutos. Vernon fue a comprar tabaco, y en la radio del bar oyó que Strummer había muerto. Volvió con Bertrand. ¡No, estás de coña! ¿Crees que haría coña con algo así? Betrand se quedó pálido, pero aun así compró sus provisio­nes de salmón y dos botellas de vodka. Se bebieron la se­gunda escuchando Lost in the Supermarket una y otra vez, recordando la vez en que habían visto juntos a Strummer en solitario. Vernon había ido solo por acompañar a Ber­trand, pero, una vez allí, una emoción inesperada le hizo tambalearse, pegó el hombro al de su colega y se le llenaron los ojos de lágrimas. Nunca había dicho nada, pero el día en que murió Joe Strummer se lo contó, y Bertrand le dijo sí ya lo sé lo vi pero no tenía ganas de joderte con eso. Mierda, Strummer. ¿Ha habido algo mejor después de él?

Tres meses después le tocó el turno a Jean­-No. Ni mamado, ni por exceso de velocidad. Una nacional, un camión, una curva y niebla.Volviendo de un fin de semana con su mu­jer, quiso cambiar de emisora. Ella se salvó, aunque se des­ trozó la nariz. La que le reconstruyeron era mucho mejor que la original. Jean­-No no pudo disfrutarla.

Aquel domingo, Vernon estaba en casa de una amiga, tumbado en un colchón doblado por la mitad contra una pared y cubierto con una tela india tan agujereada por los porros que parecían formar parte del estampado. Estaban haciendo una sesión de Alien, el estuche entero, en el proyec­tor de vídeo. La chavala vivía cerca del metro Goncourt, en una habitación abuhardillada. Cerca de su casa había uno de los últimos videoclubs que alquilaban DVD. Ya habían visto Un mañana mejor, Mad Max, El padrino y Una historia china de fantasmas. Era una joya, la chica, colgada de los porros y los mangas. No de esas que quieren salir a todas horas. Lo único que le tocaba las pelotas era por favor gatito baja al colmado a comprarme caramelos. Cinco pisos, a pie. Vernon no esta­ba dispuesto a ser un gatito servicial. Ella acababa de traer vasos de Coca­-Cola con mucho hielo en una bandeja in­ mensa,la película estaba en pausa y Vernon contestó cuando sonó su teléfono, cosa que raramente hacía los domingos. Pero hacía mucho que Emilie no lo llamaba, supuso que era importante. Acababa de enterarse de la noticia por la her­ mana pequeña de Jean­-No. A Vernon le sorprendió que fuera ella la encargada de avisar a los colegas.Al fin y al cabo, Jean­-No tenía mujer. En el hospital, en el momento, vale, pero de ahí a que la amante hiciera circular la información… Había conocido muy bien a Emilie, luego se perdieron de vista, pero la ocasión no era la mejor para ponerse al día.

Vernon insistió en que siguieran viendo la película. Se dijo que no le afectaba tanto. Eso le sorprendió. Pensó que se había endurecido. Sin embargo, veía a Jean­No todas las semanas, y después de la muerte de Bertrand se acercaron más. Comían juntos en el turco de al lado de la gare du Nord y pedían siempre el mismo menú de doce euros, regado con cerveza helada. Jean­-No había dejado de fumar, las pasó putas. Si hubiera sabido que era para nada, el pobre, habría puesto el despertador por la noche para fumar más. Jean­-No se había casado con una plasta. A muchos tíos les da seguridad que los sometan a un estricto control.

No le afectó hasta después, por la noche. En el momen­to en que empezaba a quedarse dormido, le traspasó un pinchazo helado.Tuvo que vestirse y salir de casa —pasear entre el frío, estar solo, ver luces atravesando los cuerpos, fundirse en el movimiento y sentir el suelo bajo los pies. Estaba vivo. Le costaba respirar.