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Nadie me odia más que yo

Sumisión

NUEVAS VOCES // "¿Qué pasa con los que no quieren, los que no se tienen fe, los que se sienten débiles y vulnerables, los que no sienten las fuerzas para luchar, los que nos encontramos perdidos?"

Casi nunca pasa, pero pasa, que alguien me da una bofetada y me doy cuenta de lo patético que me veo desde fuera. A veces son varias, una tras otra, haciendo más evidente la manera en que me enorgullezco de cosas vergonzosas. El problema es tan complejo y tan sencillo como decir – no sabía que estaba mal –.

Algunas veces, en mis momentos más oscuros, pienso en buscar un mentor en Internet. Alguien a quien entregarme ciegamente a cambio de una sensación de seguridad, alguien que me prevenga de las cosas que no son evidentes para mí, que me advierta que todo lo que pienso y todo lo que hago está mal. Dócil a su voluntad no tendría de qué avergonzarme, él decidiría por mí y nunca me sentiría solo otra vez, tendría su aprobación.

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Este artificio no me es ajeno. Llegó a mi vida cuando me sentí más solo y atemorizado en el mundo, o yo llegué a él, no estoy seguro. Sé que no lo esperaba. El día después de nuestro primer encuentro, fumando un cigarrillo en la ventana de la cocina, supe que era peligroso. Tenía todas las características para disparar los gatillos de mi lado más escrupuloso: Una mente brillante, una barba para reafirmar su masculinidad y las agallas para ser el primero en besarme, sin aviso. Continuamos viéndonos.

Era profesor de filosofía y life coach. Entre pilas de libros y ensayos por corregir, él se dedicaba noches enteras a hablarme de la historia de su lugar natal, de la aristocracia, de las buenas costumbres y de los dilemas morales. Él era un hedonista. Yo sólo lo entretenía con mis quejas y reclamos de "adolescente post-romántico". Esa era la parte más pura de nuestra relación. Cuando lo conocí no era nadie, estaba fuera de la mirada de cualquiera, tenía la posibilidad de ser quien quisiera ser, o quien él quisiera que fuera, pero esta condición tenía fecha de caducidad, y llegó el momento de regresar al lugar dónde ya soy alguien. En nuestra última cena me dio un presente que no abrí hasta que estaba en el avión, era un libro de cartas a jóvenes artistas. Tenía una dedicatoria que decía:

"Y este ser, devenir brújula sin norte magnético permanente… 5.04. 02.08'/14: Gracias por el Tiempo, Juan David."

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Probablemente si decidiera entregarme de manera tan sumisa a alguien sería muy mal visto. Vivimos en una época de empoderamiento e independencia. Todos dan por sentado que una persona tiene deseos e ilusiones, de eso se trata el sueño americano ¿no? Todos nacemos libres y para conseguir lo que queremos, sólo tenemos que tener confianza y luchar por ello. Pero ¿qué pasa con los que no quieren, los que no se tienen fe, los que se sienten débiles y vulnerables, los que no sienten las fuerzas para luchar, los que nos encontramos perdidos?

El que se siente culpable, confiesa. El que es inocente, se confunde.

En esta fantasía de libre competencia por el trono, yo soy un peso muerto. Dejé de proyectarme hace mucho tiempo, y de cierto modo para seguir arrastrándome por esta cosa que la gente llama vida tengo que lidiar con eso, la gente, sus expectativas. Ya puedo sentir el reproche. Reproches como bofetadas, cada una en sentido contrario de la anterior. Las personas demandan todo el tiempo que tome decisiones, que colabore en este flujo de experiencias que todos llamamos vida.

No me queda mucha inocencia y ante la acumulación de culpas veo algunas posibilidades. He intentado convertirme en el tirano que influye en la vida de otros de manera fría, agresiva, incisiva y demandante, pero siempre fracaso por una desconexión con mis propias limitaciones. Ante eso preferiría dar mi insignificante vida por alguien que sienta una aborrecedora ternura por mi más pura naturaleza patética. Alguien que me diga a dónde mirar, hacia dónde dirigir los potenciales que otros ven pero que yo no puedo ver. Alguien que me dé un descanso de todos los pensamientos suicidas que germinan en una tierra fértil de desmotivación y despropósito. Pero soy una persona orgullosa. Me importa lo que otros piensen, y me importa todo, he ahí la razón de un comportamiento dubitativo y torpe. Esa cadena de tristes intentos siempre termina en una cara enrojecida por la vergüenza.

Sólo quiero alguien que me proteja de los deseos y orgullos que me apartan de la prometedora plenitud de la sumisión. Rendirme. Permitir que alguien me arrastre por el sendero, manteniéndome inadvertido del punto de destino.

Dócil a su voluntad no tendría de qué avergonzarme, él decidiría por mí y nunca me sentiría solo otra vez.

* Este es un espacio de opinión. No representa la visión de VICE Media Inc.

Este texto fue publicado originalmente en el blog MI PC.