Vivir al margen

Vivir al margen del sistema parecía divertido hasta que lo probé

Salimos de la experiencia como mineros rescatados de las oscuras entrañas de la tierra y lo primero que dijimos fue: nunca más.
vivir fuera del sistema
Foto cedida

Estaba deseando alejarme del asfalto y la contaminación y sumergirme en los ritmos de la naturaleza. Mi pareja era el caballero de la armadura embarrada, poseedor del talento y el equipo necesario para construir nuestro hogar de ensueño. Pero por un lado están los sueño y por otro, la realidad. Y viviendo en una autocaravana durante tres años aprendí lo enorme que puede llegar a ser el abismo que media entre ambos.

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Estábamos de alquiler cuando un amigo nos ofreció un chollo increíble en un terreno junto a una pintoresca población de Ohio. Fue como si el destino hubiera llamado a nuestra puerta: aquella parcela de 28,30 hectáreas de terreno boscoso, que bautizamos como Serenity, tenía arces y robles, pinedas, colinas y valles. Las vistas desde allí eran fantásticas y un arroyuelo encantador cruzaba la propiedad. Incluso había un pequeño estanque en el que nos veía refrescándonos tras varias horas trabajando en el jardín. Mucho tiempo atrás, habían perforado dos pozos de gas natural que nos resultarían muy útiles una vez hubiésemos construido nuestra casa.



Porque no había casa, ni camino que llevara al terreno ni suministro eléctrico. Por eso precisamente resultaba todo tan emocionante. Íbamos a construir la casa de nuestros sueños. ¡Con árboles de nuestra parcela! Respecto al acceso, usaríamos un 4x4, ¡o los pies que Dios nos ha dado! Al menos hasta que pudiéramos acondicionarlo con grava.

Nuestros hijos aún eran demasiado jóvenes como para preocuparse por cosas como su intimidad o intentar encajar en la sociedad. Todo lo que nos faltaba de infraestructuras y espacio habitable lo compensábamos de sobra con nuestras ansias de libertad. Ya no éramos esclavos del sistema. Seríamos aguerridos pioneros modernos ajenos a los problemas de fontanería o de electricidad. Sería nuestra forma de mandar a la mierda a los que mandan.

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Dejé de pagar el alquiler y esto fue lo que pasó

Establecimos nuestro campamento en la cima de una empinada colina, a 1,5 km de la carretera, el emplazamiento donde se hallaba el pozo de gas y nuestro futuro hogar. El verano fue bien: podíamos llegar con el todoterreno hasta la puerta de la autocaravana y correr descalzos por la tierra compacta de nuestra parcela. El resto del año, sin embargo, no fue tan bien. Vivíamos, básicamente, rebozados en una espesa sopa marrón de la que no había salida. El terreno en su totalidad no tardó en convertirse en un horror viscoso.

Remontar la colina con el coche era un infierno; era como subir por un tobogán resbaladizo cuya superficie empeoraba con cada intento de forzar el vehículo. Empezaron a aparecer socavones y roderas y nuestros coches acabaron hechos polvo. Cuando no podíamos llegar hasta la cima del promontorio con ellos, los recados más sencillos, como ir a comprar comida o a la lavandería, se convertían en auténticas pruebas de resistencia en las que debíamos ascender por una cuesta embarrada tirando de un pesado carrito. Tampoco éramos capaces de llegar puntuales a citas y compromisos sociales porque el coche se nos quedaba atascado en zanjas.

Al principio, lucíamos esas manchas como medallas honoríficas, pero durante el segundo año se convirtieron en insignias de humillación

"Vivíamos, básicamente, rebozados en una espesa sopa marrón de la que no había salida"

Al cabo de un año, reduje nuestras actividades porque no tenía fuerzas para luchar contra la mugre, lo cual arrebató la ilusión de mi corazón al igual que el barro me arrebataba las botas. Soñaba con ser más independiente y, en cambio, lo era menos que nunca. Me frustraba tener que depender de mi pareja para que nos “salvara” siempre, ya que él era el único que sabía conducir la maquinaria pesada para sacarnos de los atolladeros. Mentalmente agotada, empecé a sentir que la amargura hacía mella en mí.

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Y el lodo. El lodo me perseguía. Por mucho que intentara evitarlo, siempre teníamos manchas de barro en la ropa y una gruesa capa en el calzado, por no hablar del coche, que estaba rebozado en fango. Al principio, lucíamos esas manchas como medallas honoríficas, pero durante el segundo año se convirtieron en insignias de humillación.

Nuestra vivienda inicial la formaban una autocaravana de 10,5 metros y una marquesina abierta unida a esta. La autocaravana hacía las veces de dormitorio y de estudio de trabajo, mientras que nuestro Chevrolet de 1980 se convirtió en el dormitorio de los niños. Teníamos también un viejo cobertizo en el que almacenábamos otras cosas. Nos llevamos lo que pudimos y tratábamos de mantenerlo todo seco.

Pero fracasamos.

Al final, teníamos goteras en todas partes: la caravana, la marquesina, el cobertizo. Todo. Poco a poco, una a una, nuestras posesiones más valiosas fueron empapándose y deteriorándose. Desde los libros más preciados a la antigua colección de pistolas antiguas de mi pareja. Aprendimos que lo mejor era no sentir demasiado apego por las cosas. Procurábamos convencernos de que “solo eran bienes materiales”, pero todos pasamos por el mal trago de perder alguna posesión muy querida.

Durante el primer verano, confiábamos en tener la casa construida antes del invierno. Mi pareja tenía los conocimientos y el equipo necesarios, pero nos faltaban el tiempo y el dinero. Llegó el invierno y nos pilló todavía en la autocaravana, así que nos hicimos con una estufa de leña y nos acomodamos como pudimos. Hubo días en que leíamos libros o admirábamos el bosque nevado desde el confort de nuestra cálida autocaravana. Hubo días en que salíamos en trineo y preparábamos chocolate caliente en la estufa.

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Pero también hubo de los otros días.

Días en los que me parecía estar sepultada en botas para la nieve, abrigos de invierno, juguetes y trastos. Días en los que lloré porque no tenía sitio para mis creaciones. Días en los que necesitaba estar a solas pero no tenía adónde ir o que quería ducharme sin tener que hacerlo en casa de algún amigo. Días en los que quería usar el lavabo sin que los oídos y las narices de mi familia fueran testigos de ello. Días en los que no salía de la cama porque ya no podía más.

Superamos aquel invierno y salimos de la caravana como mineros rescatados de las oscuras entrañas de la tierra. Y lo primero que dijimos fue: nunca más.

Pasaron la primavera, el verano y el otoño. Se acercaba el segundo invierno y nuestra casa seguía sin construir. Habíamos cavado un pozo de agua, construido los cimientos de la casa, medio granero para las cabras y las gallinas, y un techo para la caseta de baño. Compramos una segunda caravana, lo cual me permitió, con algunos cambios, desarrollar mi trabajo artístico. Ahora ya podíamos darnos una ducha (fría y claustrofóbica) siempre y cuando no se congelara la caldera. Habíamos duplicado el espacio habitable. Podíamos, más o menos, comer alrededor de una mesa. Había una caravana para los niños y otra para los adultos. ¡Íbamos progresando!

Pero seguía siendo un infierno.

La caravana de los niños era fría y húmeda. Nuestra hija mayor estaba extremadamente decepcionada; deseaba con todas sus fuerzas tener una habitación, poder invitar a sus amigas, ser “normal”. Suplicó que nos mudáramos. Seguía faltándonos espacio. No había sitio para poner el árbol de Navidad y los regalos. Intentábamos salir a explorar, pero no siempre podíamos si el camino se congelaba o embarraba. Soñábamos con tener una casa, con darnos baños calientes y con tener espacio suficiente. Entonces dejamos atrás el invierno y llegó una nueva primavera.

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"La caravana de los niños era fría y húmeda. Nuestra hija mayor estaba extremadamente decepcionada; deseaba con todas sus fuerzas tener una habitación, poder invitar a sus amigas, ser normal"

Aquel año avanzamos muy poco: añadimos vigas, varios muros exteriores, ventanas y claraboyas a la casa, pero todo seguía en un considerable estado de deterioro. Mi pareja pasaba la mayor parte de su tiempo libre intentando evitar que todo se cayera a trozos. Las autocaravanas no están pensadas para vivir en ellas permanentemente, y las nuestras empezaban a acusar el uso excesivo. También los coche. Esto significaba que, cuando mi pareja no estaba trabajando en su negocio de construcción de vallas o levantando nuestro hogar, lo encontrabas tirado en el barro, bajo alguno de los vehículos.

Cuando era él el que necesitaba un descanso, se escondía en algún rincón oscuro, evitando mis miradas furibundas. Lo culpaba a él por nuestra miseria. Me sentía a su merced. No podía contribuir a construir la casa. Solo sabía cuidar del jardín y quejarme y lloriquear. Yo anhelaba vivir en un estado de serenidad y, en cambio, vivía rodeada de vehículos, herramientas y barro. Me dolían los ojos de tanta fealdad.

Por cada problema, cada objetivo no cumplido, arremetía contra él como una enorme bola de sueños rotos. El peso que debía soportar ese buen hombre habría hecho flaquear al mismísimo Hércules. Pero él no se derrumbó.

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Así, conscientes de nuestras escasas posibilidades y movidos por el espíritu del tesón, decidimos probar un invierno más. Y lo superamos; quizá un poco mejor que otros años, gracias a los sistemas que habíamos ideado para facilitarnos la vida. Aquel año dejamos de esforzarnos al máximo y nos rendimos a la fuerza de los elementos. Aparte de un último empujón para intentar terminar la casa, quedó patente que no iba a ocurrir. Y volvimos a jurarnos que nunca más. Solo que esta vez cumplimos el juramento.

Fue muy duro, pero también un alivio. Estaba agotada. Todos los estábamos.

Ideamos un nuevo plan. Aparcamos el proyecto Serenity y fuimos en busca de una propiedad en la que vivir mientras lo arreglábamos. Encontramos una enorme iglesia de 200 años de antigüedad ideal para manitas, con su cementerio histórico y todo. La “iglesia-casa”, como la bautizamos, se hallaba en un terreno de media hectárea, pero estaba rodeada de grandes extensiones de tierra propiedad de una granja, en una comunidad rural. Demasiado rural, quizá, porque ahora estamos a 40 minutos de la tienda o cafetería más cercanas. No obstante, estaba más que dispuesta a hacer el cambio con tal de disfrutar de los lujos de un baño o un dormitorio.

Ya no me siento tan inútil ayudando a devolver la iglesia-casa a su antiguo y glorioso estado. Incluso yo puedo derribar tabiques y quitar pintura. Además, ahora que mi salud mental no se ve amenazada por la falta de espacio, podemos tomarnos nuestro tiempo y divertirnos. Ya no sentimos presión alguna. Por fin.

Serenity sigue esperándonos, en caso de que decidamos volver. Y tal vez lo hagamos. Añoro los árboles y todo el potencial que tenía el lugar. No echo nada de menos la losa que supuso aquella experiencia; la lucha constante, el dichoso barro. Pero ya nos hemos reconciliado: fue una aventura increíble cuyo recuerdo nos provoca escalofríos pero también nos hizo apreciar más las cosas y ser más capaces como personas, lo que demuestra, sin duda, que somos muy aguerridos, a fin de cuentas.