La deprimente vida de los árboles de Navidad

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La deprimente vida de los árboles de Navidad

Cada año, después de Reyes, las calles y callejones de muchas ciudades se llenan de árboles de Navidad que la gente ya no quiere y yo siento que un pequeño elfo en mi interior muere.

Este artículo fue publicado en enero de 2015.

Cada año, después de Reyes, las calles y callejones de muchas ciudades —entre ellas la mía, Londres— se llenan de árboles de Navidad y yo siento que un pequeño elfo en mi interior muere. Por eso, el año pasado, alrededor de estas fechas, quise averiguar de dónde venían todos esos árboles y saber qué pasaba con ellos.

Tomé un tren y fui a una granja en Cheshire, que según tengo entendido, es la principal proveedora de árboles de Navidad de Londres. Cuando llegué, vi a un grupo de familias emocionadas y leñadores equipados con sierras eléctricas que cortaban árboles de cinco años de edad en un campo cercano. Ahí la gente compra árboles recién arrancados de la tierra y se los lleva a casa amarrados al techo de su carro.

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Los árboles que no se consiguen vender en las granjas como la de Cheshire son trasladados a la ciudad, donde se venden a precios más altos. Varían en tamaño y edad, desde árboles diminutos a otros maduros. Pero sólo los más bonitos son seleccionados.

Los arrastran por las calles, cargados por un par de personas, como si se tratara de algún herido en camilla o trasladados en transporte público. Se instalan en hogares acogedores, sobre suelos alfombrados o en tiendas exclusivas para señoras de clase alta. Los podan, los mutilan y los exhiben junto a la ventana.

Unos días después de Año Nuevo empiezan a deshacerse de ellos, tirándolos al frío y húmedo asfalto: una visión nada agradable. Despojados de sus ornamentos, yacen entre bolsas de basura. Unos pocos afortunados terminarán en algún parque, que es como si estuvieran de vuelta en casa. Para la mayoría, su final es tan horrible como lo es para nosotros, los humanos.

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