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Distrito Feral

Cuando cupido se me presentó en forma de arácnidos

El único día de San Valentín que he aceptado un regalo porque se trataba de unos escorpiones que me regaló mi novia y que fueron liberados por un temblor.

El mejor regalo que he recibido un 14 de febrero —y el único— fue cuando tenía veinte años. En realidad "el día del amor y la amistad" me vale madres, y honestamente los globos en forma de corazón, chocolates envinados, ositos de peluche, rosas de plástico y las tarjetas de felicitación me parecen bastante repelentes. En todo caso, considero que Cupido y el resto de ángeles nalgones son motivo de profunda desconfianza y quizás un poco de asco. Por eso es que me sorprendí tanto cuando aquel día de San Valentín llegué a la Facultad de Ciencias y me encontré a mi novia esperándome con una caja de zapatos entre las manos.

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La mirada de Ana Cristina denotaba mucha emoción, algo de complicidad y un atisbo de precaución. Me entregó el paquete al tiempo que una sonrisa de esas que dejan ver todos los dientes le cruzó la cara. Recibí la caja de cartón casi confundido. Ella tenía en general la misma opinión que yo sobre el día de los novios, por lo que supuse que se trataría de una broma. Y la ansiedad expectante contenida en su gesto, parecía corroborar mi hipótesis.

Noté que la caja tenía unos pequeños orificios en la tapa. Pensé que quizás dentro habría un hámster o algún otro roedor idiota. Comencé a abrirla de manera atrabancada, pero un grito me hizo recapacitar.

—¡Con cuidado, pendejo! No te vayan a picar— exclamó Ana Cristina con los ojos saltones.

En ese instante me percaté de que a través de uno de los agujeros de la tapa sobresalía un pata oscura. Era larga y puntiaguda. La toqué con la yema de los dedos: su textura podría haber sido metálica. La jalé un poco en mi dirección, me llamaron la atención su dureza y la resistencia que oponía.

Con bastante más precaución y curiosidad creciente retiré la cobertura. Estaba seguro de que debía tratarse de algún tipo de artrópodo. ¿Pero qué insecto podría ostentar semejante pata? Quizás sería un cangrejo…

Destapé la caja con sumo cuidado y por unos segundos no comprendí bien lo que estaba viendo. En el interior del paquete aguardaban dos gigantes y lustros arácnidos negros. Resultaban tan perturbadores que por un momento tuve la certeza de estar alucinando. Sin duda alguna eran los alacranes más grandes que jamás había visto. Parecían estar hechos como de obsidiana: dos esculturas demoníacas provenientes del inframundo azteca.

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—Son escorpiones emperadores— dijo Ana Cristina.

Conforme mi mente analizaba los brillantes contornos y computaba la información, pensé que me recordaban también a Alien.

—Y son pareja— agregó mi novia.

Quizás no mucha gente comparta el sentimiento, pero a mí el regalo me pareció de lo más romántico.

Definitivamente no nos quedamos a clases. Corrimos a casa con la misión de instalar a los nuevos miembros de la familia. Utilizamos una pecera de metro ochenta de largo, la rellenamos con arena, rocas y troncos secos, y liberamos a las bestias. Los escorpiones comenzaron a explorar su entorno con las pinzas erguidas y el cuerpo estirado. Fue entonces cuando caí en cuenta de su verdadero tamaño. Con facilidad rebasaban los quince centímetros de longitud.

Sobra decir que con sus pinzas gordas como aceitunas y la cola enroscada por encima del cuerpo, resultaban totalmente intimidantes. Daban la impresión de ser peligrosísimos. Sin embargo, la realidad es que el escorpión emperador o escorpión negro africano (Pandinus imperator) es prácticamente inofensivo para el humano. El veneno que posee no es demasiado tóxico. Aunque es suficientemente poderoso para paralizar a su presa y posteriormente verter dentro de ella el fluido digestivo que licua los tejidos y los convierte en jugo, para una persona adulta promedio no presenta mayores riesgos (claro, a menos que uno sea alérgico o sufra males cardiacos, en cuyo caso sí vienes valiendo verga).

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Eso dicho, la picadura es sumamente dolorosa, más por el tamaño del aguijón que por el veneno en sí. Los que la han sufrido dicen que se siente como si te clavaran media pulgada de metal de un solo martillazo o como si te pusieran una inyección y movieran la jeringa en círculos. Lo único bueno es que no son tan difíciles de manejar como otros alacranes; ya que debido a su gran tamaño, carecen de la capacidad de picar si no sujetan al blanco con las pinzas. Para poder descargar el ataque necesitan un punto de apoyo, o anclaje, contra el cual hacer fuerza y proyectar su cuerpo en parábola como una ratonera. Además de que por lo general no son muy agresivos.

—¿Los sacamos?— preguntó emocionada Ana Cristina.

—Mejor vamos a dejar que se desestresen— contesté yo, disfrazando mi miedo.

Obviamente los nuevos inquilinos no le despertaron demasiada simpatía a mi madre, ni a su esposo; o, por lo menos, no lo hicieron de forma inmediata. Pero casi todo era aceptado en su casa mientras no se tratara de una tarántula o una serpiente venenosa. Y quizás el fantástico acto luminiscente que les mostré en la noche, ayudó un poco para que los recién llegados no fueran del todo rechazados. El truco lo había aprendido en una práctica de campo en Chiapas. Era sencillo. Consistía en alumbrar a los escorpiones con una luz negra potente (para mayor referencia, con esa luz morada tan icónica de los raves).

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La cuestión era que los susodichos no sólo brillaban, sino que lo hacían en un tono azul-pistache-fluorescente digno de los cuadros psicodélicos más viajados. Característica que en la pecera resultaba maravillosa, pero que en la selva se tornaba bastante inquietante. En aquella práctica de campo donde yo había atestiguado la técnica por primera vez, unos aracnólogos me preguntaron si quería sentir pelos. Contesté que sí. Caminamos unos veinte metros fuera del campamento, nos acuclillamos en un pequeño claro y encendieron los tubos neón. Decenas de puntos luminosos aparecieron sobre los árboles, follaje y piso. Cuando comprendí que cada uno de ellos era ni más ni menos que un alacrán, entendí perfectamente a qué se referían con eso de sentir pelos. Jamás he vuelto a estar tranquilo en la vegetación nocturna, la conciencia de que cientos de alacranes te rodean en todo momento es demasiado incómoda.

Pero de vuelta a mis escorpiones. Tras un par de meses bajo mi tutela, ambos se percibían sanos y contentos (o bueno, tan contentos como lo pueda llegar a ser un artrópodo). Eran activos y cazaban grillos y ratones vorazmente. Entonces sucedió lo que suele suceder con las parejas de animales que se encuentran en buenas condiciones. El implacable llamado de la naturaleza. El impulso a transmitir los genes a la siguiente generación y propagar la especie; se reprodujeron.

En repetidas ocasiones observé el cortejo. Una danza en círculos en la que los bailarines se veían frente a frente. Las tenazas engarzadas y el continuo girar sobre un mismo eje. Este ritual sucedía en realidad porque el macho estaba intentando someter a la hembra, que era bastante más corpulenta que él, y ella no pensaba ceder hasta que el galán demostrara ser buen polvo. Lo que en el folclor de los alacranes significaba tomarla por la cintura, inmovilizarla y fecundarla. Y mi gallo cumplió cabalmente.

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Pero hubo que esperar casi nueve meses para conocer a los chamacos. Los escorpiones emperadores son organismos ovovivíparos, lo cual significa que la gestación de los huevos sucede dentro del cuerpo de la madre. No es precisamente como la que se observa en los mamíferos, porque no existe placenta o comunicación directa con el embrión. Pero es similar en el sentido de que las hembras dan a luz y las crías emergen al mundo vivitas y coleando.

Transcurrido el largo embarazo, en el que la futura madre se hinchó como un mango petacón, nacieron once pequeños escorpioncitos. Para quien nunca haya visto un alacrán bebé de cerca: no son tan tiernos como podría pensarse. Durante sus primeros días de vida son blancos y más bien aguados; como su exosqueleto aún no termina de queratinizarse, su textura es como la de un malvavisco. Todos se encaraman sobre el dorso de mamá y ahí permanecen hasta la primera muda. Así es, por sorprendente que pudiera llegar a parecer, las alacranas cuidan y defienden a sus crías. Es más, en algunas especies incluso se sacrifican al grado de figurar como la primera comida de sus vástagos. Pero no en todas, en el caso particular de los escorpiones emperadores sucede más bien al revés: llegado el momento en el que los morros ya están preparados para valerse por sí mismos, el que no escape corriendo será devorado por mamá.

La cuestión es que ahí tenía yo a mi flamante mamá escorpiona con sus once hijos a cuestas, cuando sucedió el desastre. En un típico evento defeño, la tierra se sacudió violentamente. Un temblor. No recuerdo de qué escala exactamente, pero probó ser suficiente para tirar cuadros, agrietar muros y romper la pecera de los escorpiones. Quizás fue más mi culpa que la del terremoto, porque no reparé en que la mesa sobre la que se encontraba el terrario estaba podrida por la humedad. El punto es que la pata izquierda se colapsó y la pecera se impactó contra el suelo.

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Para cuando llegué al cuarto donde estaban, mamá escorpiona y familia ya se habían escabullido. Al papá lo localicé rápidamente, lo atrapé cuando se estaba metiendo en el clóset. Pero a la hembra y a los bebés no los encontré por ninguna parte. Por más que rebusqué en armarios, moví muebles y levanté tapetes, no hallé ni rastro de ellos.

No hace falta mencionar que la noticia de la fuga no fue bien recibida por los demás habitantes de la casa. En parte porque ya todos nos habíamos encariñado con la nueva mamá y sus crías. Pero en mayor medida porque, por más que los quisiéramos, no dejaban de ser escorpiones. Los prófugos representaban doce posibles encuentros en momentos no deseados: múltiples, dolorosos y sorpresivos piquetes. Y claro está, que también me pesaba mucho la irresponsabilidad biológica implicada en la latente posibilidad de que consiguieran abandonar el perímetro y se convirtieran en una especie exótica introducida o en la pesadilla de los vecinos.

Durante largo tiempo las dinámicas diarias del hogar cambiaron ligeramente; revisábamos zapatos antes de calzarlos, sacudíamos toallas antes de secarnos y comprobábamos que no hubiera ningún hijo de la chingada escondido bajo las sábanas antes de ir a dormir. Había que estar a la defensiva. En estado perpetuo de alerta. La cuestión consistía en descubrirlos antes que ellos a nosotros. Vivíamos como si en lugar del DF estuviéramos en Durango.

Poco a poco y con mucha ayuda de la técnica de la luz negra, conseguí ubicar a la mayoría. Casi a todos dentro del cuarto de los reptiles, lo cual no es de extrañar pues era el área más caliente y húmeda de la casa. Tristemente algunos aparecieron muertos. Otros fueron aplastados por la suela de alguna visita que no había sido puesta sobre advertencia. Y al menos dos devorados por un varano. A la hembra la encontré en la cocina, para ser exactos debajo de la estufa. Estaba gorda. Con seguridad se había estado alimentando de cucarachas (pensándolo bien, quizás no sería un mal método de control de plagas).

A pesar de que volvía a tener a la pareja inicial, decidí ya no reproducirlos. Definitivamente no es lo mismo que se te escapen unos gatitos, a que lo haga un escorpión del tamaño de tu mano.

Lee más crónicas de animales exóticos y sus dueños en nuestra columna Distrito Feral.

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