¿Nobel a Bob Dylan? ¡Na par favar!

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Hijo de la ira

¿Nobel a Bob Dylan? ¡Na par favar!

Bob Dylan me es indiferente. Si tú eres progre o cualquiera de sus 700 variantes librepensadoras, puedes dejar de leer ahora mismo.

No cambiaré ni una letra de lo que dije hace tiempo: Bob Dylan me es indiferente. Tampoco diré que es un naco por usar sombrero (por cierto, qué pensará Il Divo Alvarado del sombrerudo Nobel). No. La música y las letras de Dylan me resultan inocuas. Nomás no me prenden. Que le hayan otorgado el Nobel de Literatura no hará mucho al respecto. Si tú eres progre o cualquiera de sus 700 variantes librepensadoras, puedes dejar de leer ahora mismo.

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La última vez que escuché una canción de Dylan fue en la redacción de La Jornada hace unos ocho años y hasta ahora gozo de buena salud. En esa época, uno de los jefes ponía sus discos a un volumen suficiente como para que se escucharan hasta Minnesota. Así que era inevitable no entrarle al menú auditivo. Para ese entonces ya era un chivo verraco (en mi juventud, mi primer acercamiento con el músico de Duluth fue decepcionante), así que me puse a reflexionar por qué no me latía su obra. Porqué no me acojonan sus melodías.

La mejor semblanza de la vida del señor Zimmerman la escribió Stephen H. Webb: "comenzó como un cantautor de protesta, se reinventó como rockero al pasar al sonido eléctrico en el Newport Folk Festival en el verano de 1965, se tornó en un ermitaño en 1966 después de tener un accidente de moto, flirteó con la música country a principios de los 70, pasando a grabar algunos de los mejores conciertos en vivo a mitad de esa década, se internó en el fundamentalismo evangélico hacia fines de la misma década y no recobró sus sentidos musicales hasta que grabó Time Out of Mind el álbum con que ganara tres Grammys en 1998. El curso de la historia se puede reconocer fácilmente como un típico ejemplo de "gran suceso americano": Dylan comenzó inocente y alcanzó la gloria (su período de protesta), tuvo luego una serie de tropiezos (primeramente al venderse al rock comercializado, luego al producir algunos álbumes mas bien malos y finalmente tocó fondo al convertirse al evangelicalismo americano) y luego se reivindicó volviendo al tope al regresar a sus raíces artísticas".

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La cita de Webb (teólogo fallecido este año) no es broma: en su ensayo, exige a los seguidores del ahora Nobel que abran los ojos, que le quiten a Dylan las auras de izquierda política y contracultura, y que lo acepten como un hombre de "ideas conservadoras" y de pensamiento "cristiano bíblico".

Me atrae bastante el sonido acústico de la guitarra. Mi padre era un guitarrista de mediana técnica que llenaba de canciones casi todas mis tardes de infancia. Tocaba de todo: huapangos, corridos, boleros, rancheras y hasta un poco de country. Sus interpretaciones y sus discos me hicieron devoto de este instrumento, aunque yo no sepa un solo acorde.

He admirado y disfrutado de guitarristas e intérpretes. Lo mismo corrido, tango, country o blues. Las más antiguas en mis archivos datan de los años 30 (rescatados por la fabulosa disquera Arhoolie Records), a cargo de Ramos & Treviño o Cancioneros Picarescos; las más nuevas, apenas ayer, con el Dueto Pegaso, de Zoyatepec, Guerrero.

Sin embargo, cuando cayó en mis manos Bob Dylan (1962), me pareció repetitivo, sin gracia, sin garra. Es mejor que Johnny Cash, me dijo el compa que me lo prestó. La decepción fue mayúscula. Por supuesto que Cash es mucho mejor: es energía, es coraje y es dolor. Con la demás obra del ahora nobel pasa lo mismo. Lo percibo monótono, musicalmente hablando (ni aunque conecte su guitarra).

Casi siempre he vivido en pueblos. Odio las ciudades. Generalmente he estado rodeado de vacas, ríos, polvo y campo. Quizá, para los citadinos, que viven entre edificios y asfalto, la música de Bob Dylan sea lo más cercano a "viajar" o evocar la naturaleza, el campo, la libertad, pues. Quizá por eso las grandes ciudades le aprecian tanto. Pero acá, en el pueblo con mar donde vivo, sabemos que la libertad no tiene sonido. Y si lo tuviera, no es repetitivo. Cambia de una noche a otra.

"Es que debes escuchar sus letras", me aconsejó un poeta. Lo hice. Y sus versos no me parecieron extraordinarios. Ni siquiera hubo chispa. No es que me parezcan malos sus textos. No. Son cumplidores, pero no extraordinarios. Nada que ver, por ejemplo, con los poemas de Leonard Cohen, este sí, poeta en toda la extensión de la palabra. Sucede lo contrario con Eduardo Darnauchans, poeta, músico y dipsómano uruguayo, dotado de soberbia voz, poética admirable y canciones de sensibilidad casi nuclear. O podríamos hablar de Jaime López, un auténtico juglar, transformador del rock y orfebre de la palabra.

No digo que Darnauchans y López merezcan el Nobel de Literatura, o cuando menos un Grammy. El Darno ya está muerto y López continúa su carrera independiente, sin necesidad de editar cajas y cajas de rarezas o grabaciones inéditas hechas en el garaje cuando tenía 20 años.

Quizá es todo lo anterior lo que me aleja de Dylan, de su Nobel y de sus chorromil discos de rarezas, de sus libros de poemas y conversaciones. Quizá me tomo a pie juntillas las palabras de Nik Cohn: "un talento menor con un don especial". Quizá, en realidad, es que no me trago los cuentos de este trovador en inglés. O tal vez no quiero gastar dinero.

@balapodrida