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Así es crecer en

Así es crecer en… Magaluf

El hecho de haber crecido en Magaluf me expuso desde niño a dosis poco recomendables de barbarie y salvajismo veraniego.
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Hubo un momento en el que, antes de echarnos a perder, en Baleares debimos ser los reyes del mambo o algo así. Durante el gobierno de Gabriel Cañellas se dispararon nuestros índices económicos y, con ellos, la prosperidad, la jauja, el desmadre. El precio del ladrillo y del metro cuadrado era relativamente asequible, lo que provocó que cualquier familia de clase media se pudiera permitir el capricho de comprar o alquilar un apartamento en la playa. Algunos de mis amigos veraneaban en Alcudia y Can Picafort pero, por una razón que jamás he llegado a comprender, mis padres decidieron hacerlo en Magaluf.

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Vivíamos en un pequeño pueblo en el que la gente todavía iba a comprar el pan en bicicleta y en el que no hacía falta cerrar con llave: algo muy bucólico, en retrospectiva. Si sumamos a eso el hecho de que estudiaba en un colegio de monjas dominicas, el cambio de ambiente veraniego era bastante radical. Llegamos ahí en 1990 y, por lo que recuerdo, aquellos primeros veranos en Magaluf fueron realmente plácidos: hacer los deberes con desgana para ir después a la playa con mi madre y mi prima. Nos tirábamos tanto tiempo bajo el sol que, cuando llegaba septiembre, parecíamos refugiados saharauis de tan tostada que teníamos la piel.

Magaluf ya poseía un historial notable de excesos nocturnos cuando empezó a crecer desmedidamente en los años ochenta, pero fue en 1993 cuando ahí paso "algo". Un hecho insignificante que me dejó una huella a partir de la cual puedo recordar un sinfín de despropósitos acojonantes: de historias, anécdotas y situaciones tan surrealistas que, cuando las cuentas puedes llegar a parecer un exagerado o, incluso, un mentiroso compulsivo. El caso es que, un buen día, un grupo de coches –entre ellos, el R-18 de mi padre– amanecieron con una costra hedionda y reseca de kétchup, mostaza y mahonesa en el capó. Algún grupo de chavales, a altas horas de la madrugada, debió pensar que estaría bien competir a ver quién era capaz de hacer la mejor imitación de Pollock. Alguien, tiempo después, me dijo que ese año los turoperadores británicos habían rebajado los precios de tal manera que empezaron a llegar manadas de hooligans descontrolados en busca de sol, playa, sexo y, también, camorra. Me apunto la teoría.

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Hace años que no me paseo por ahí y desconozco si todavía siguen abiertos algunos de los lugares que me vienen a la mente: el Spiders, el Prince William, el Alexandra o The Underground, del que se llegaban a contar auténticas barbaridades. Además de estos nombres, recuerdo que en cada calle y en cada rincón se podía comprar alcohol. Incluso en cualquier tienda de souvenirs cochambrosos: entre colchonetas de playa, vestidos de andaluza de color rosa chillón y delantales con tetas de plástico adosadas, se podía pillar garrafón a precio de saldo. Existía tal descontrol que los menores de edad podíamos comprar brebajes de imitación sin necesidad de recurrir a un carnet falso. El vodka Rushkinoff, fabricado en cantidades industriales en el pueblo de Bunyola, era todo un clásico del verano mallorquín.

En cierta forma, estábamos veraneando en medio de un temible 'Triángulo de las Bermudas' en el que más de uno debió perderse por siempre jamás: el formado por el Hotel Sahara, la discoteca BCM y Punta Ballena. La fortor –palabra que, en el argot isleño, asociamos a un impulso sexual desmedido– era tan jodidamente intensa que, de respirarse, se hubiera podido cortar con un cuchillo. Y no me refiero a los típicos bares de topless que había dispersos en los bajos de cualquier edificio (como el mítico Top-Less Eva), sino a un ambiente de cachondez y jolgorio sexual que se podía palpar, sin esfuerzo, en plena calle, y del que te percatabas siendo apenas un niño. En una época en la que no había ni móviles, ni internet ni nada por el estilo, se reforzó una especie de microclima en el que el amor libre se podía practicar a cualquier hora, en cualquier lugar, y delante de cualquier curioso.

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Pongo, a modo de ejemplo, una escena que presenciamos una mañana en la playa de Magaluf, cuando una pareja llegó tambaleándose hasta la orilla. Empezaron a revolcarse, como Burt Lancaster y Deborah Kerr en sus mejores años, pero en un plan infinitamente más guarro y directo. No me acuerdo de si llegó a presentarse la Guardia Civil, pero sí recuerdo al socorrista bajar de su puesto y llegar hasta allí corriendo, gritando, haciendo aspavientos como un poseso. Y muchas otras escenas más. No hubo verano en el que estuviéramos cenando en la terraza de un humilde pa amb oli i trampó y observar, de reojo, como una pareja en el hotel de delante se desnudaba para empezar a montárselo en la habitación con las cortinas abiertas. Era entonces cuando alguno de mis padres, queriendo correr un tupido e incómodo velo, sugería que entrásemos a cenar al salón. Eso sí, con las cortinas puestas. Desde ese mismo hotel se pudo admirar tanto sexo como escenas del mejor nihilismo inglés: huéspedes que, en plena borrachera y sin previo aviso, podían arrojar todo el mobiliario desde la terraza de un tercer piso. Incluido un sofá alrededor del cual, después de caer y producir un auténtico estruendo, se concentraron un grupo de hooligans que empezaron a cantar el "Say you, say me" a destiempo. Algunas veces me pregunto si todo aquello formó parte de una extraña performance.

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La fórmula de playa, discoteca y alcohol barato tenía como resultado a gente follando por todas partes: en las escaleras de nuestra finca, en las hamacas de la playa e incluso sobre los capós de los coches, siempre y cuando no estuvieran pringados de salsa. La escena general tendría algo de cómico y morboso si no fuera por un trasfondo más bien inquietante e infinitamente más oscuro, sórdido y peligroso: desde las numerosas agresiones sexuales, de las que apenas informaba la prensa, o del ambiente de violencia.

O muerte, incluso. Hoy se habla mucho del balconing, pero lo cierto es que, durante los noventa, murieron un huevo de turistas al caer desde sus terrazas. Por no hablar de los numerosos chavales que amanecieron flotando boca abajo, en el mar. Me acuerdo de un embarcadero de madera –ya desaparecido– en la Playa de Magaluf, en el que durante un tiempo, y prácticamente a ritmo semanal, se llevaban de ahí a alguien con el cuello roto, después de haberse lanzado de cabeza, y en plena noche, a unas aguas demasiado poco profundas.

Todavía me veo ahí, todo un retaco de pueblo con el " Kill 'em All" atronando en el walkman, intentando pasar desapercibido entre barriletes cuellicortos con camisetas del Aston Villa: peña con tatuajes decolorados en los antebrazos, especialistas en engullir tanto alcohol como botes de salsa HP les fuera posible… Pero también en reventar a puñetazos los cristales de las cabinas de Telefónica en pleno subidón. O de todos esos chavales, dos o tres años mayores que yo, rojos y cocidos como gambas al vapor, que después de beberse su propio peso en alcohol barato terminaban en un rincón, estallando en cualquier tipo de fluido corporal por cualquiera de sus maltrechos orificios.

Aunque fueran tres meses al año, el hecho de haber crecido en Magaluf y haber estado expuesto de forma pasiva a tales dosis de barbarie y salvajismo veraniego no sólo ha servido para ir recopilando en mi subconsciente un puñado de anécdotas de todo color y calibre. Más bien, y a medida que me he ido haciendo mayor, a tomar conciencia de los problemas y contradicciones de nuestro modelo turístico: a temblar –de miedo, o tal vez de asco– cada vez que veo un bote de salsa HP; a tener muy claro que, a veces y en ciertos lugares, las diferencias entre los humanos y el reino animal son más bien mínimas.