FYI.

This story is over 5 years old.

Música

Hablemos del baile. Ya.

"Bailamos como bailamos porque somos de donde somos. Es un don que nos tocó por ser de aquí, de este pedazo de tierra tan sonoro y tan berracamente adolorido".

Ilustración por Sara Pachón. Aquí todos hablamos de música. Apenas alguien ofrece un espacio, nos regamos en opiniones y aseguramos que tal artista es un Dios humanado, que este otro se perdió en el vientre de la ballena comercial, que el merengue se murió o que no estamos seguros de que la salsa choke sea salsa. Juntos podríamos escribir Las venas abiertas del reguetón y vivimos pontificando sobre la programación de los festivales.

Publicidad

Pero, ¿qué hay del baile? ¿Por qué no meditamos sobre eso? ¿Por qué no hablamos con más frecuencia sobre el movimiento y la danza?

Me atrevo a suponer que ignoramos el tema porque bailar está tan arraigado en nuestra rutina como desayunar con arepa, y uno pocas veces reflexiona sobre lo que le es familiar. Aquí el hecho de bailar pertenece al rango de las acciones “normales” y tal vez por eso solo algunos textos académicos y docentes de la materia invitan a la discusión sobre el baile, sobre cómo lo hacemos o por qué, la mayoría casi sagrada, y hasta desesperadamente, todos los fines de semana.

Hablo, sobre todo, acerca de la danza de música tropical, de lo que llamamos ordinariamente “chucu-chucu”, ese sabor que llevamos en la sangre por herencia, que nos calienta las vísceras en cualquier fiesta y nos recuerda de dónde venimos, así tiremos pinta de punkeros, de glameros, de metaleros o de hipsters de Nueva York. Me refiero al baile de esos ritmos que vienen del África y que en su camino hacia nosotros se untaron de indio y de blanco y que luego recibimos como legado, como la salsa en todos sus colores, el merengue, la bachata, el reguetón, la champeta, la marimba, el currulao, la puya, la cumbia, el porro y el bullerengue, entre muchos otros, incluyendo sus versiones más contemporáneas.

Hablamos muy poco sobre nuestra relación con estos bailes. Las conversaciones sobre el tema usualmente se limitan a la cuestión de quién baila bien y quién no, del pobre agitado al que le sudan las manos bailando en pareja o del pasito ras tas tas. Y los que no bailan también hablan, pero solo para explicar por qué prefieren quedarse sentados. De resto solo vamos y nos desbaratamos, nos descuadernamos, nos gastamos las medias bailando los viernes por la noche en la tienda de la esquina, en la caseta, en los bares y en los clubes, sin detenernos a pensar si quiera un segundo en qué es lo que hacemos con nuestras caderas y por qué las meneamos como las meneamos.

Publicidad

En esta época, en la que justamente nos debatimos entre la guerra definitiva y una esperanza de paz, estamos casi obligados a preguntarnos una y otra vez quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos. Y quizás en una expresión tan vital como el baile encontremos algunas respuestas necesarias para definirnos como generación, como país y como personas. Con seguridad nuestra historia no está tan cifrada en los libros como en el código de nuestros movimientos.

Mirando lejos en el pasado, venimos del ombligo de África, tenemos sangre aborigen, una gran influencia europea y una inevitable inyección gringa. Somos una cantidad de rodillazos y de golpes, de duelos y de quiebres, de huepajés y de aplausos. Nada de lo que hacemos cuando bailamos es gratuito y de eso vale la pena hablar. Casi todos nuestros movimientos han reencarnado una y mil veces en una hilera de cuerpos que llega hasta las puertas de nuestra historia. Hasta los cabildos de los esclavos en Cartagena, hasta las cumbiambas de la sabana cordobesa, hasta las ruedas de fandango de los días coloniales, hasta los rituales indígenas de la luna y el sol. Y hasta el perreo que nos pegamos, sin rodilleras, el sábado pasado.

Tal vez no lo sepamos, pero no es poco lo que dicen nuestros gestos.

A veces, cuando suena una cumbia clásica en alguna fiesta, me pregunto si sabemos lo que hacemos mientras boleamos faldones imaginarios por el aire y cantamos que la cumbia se baila suavezona. Me pregunto si seremos conscientes de que nuestra espalda erguida es un coqueteo histórico, de que las velas en la mano fueron, por mucho tiempo, la única luz en medio de la oscuridad de la conquista o de que estamos reafirmando, con cada vaivén de la cadera, un grito de independencia tan fuerte como la sangre que aún mancha la bandera y que nos sigue encadenando.

De verdad, tenemos que hablar más del baile, porque la danza sabe mejor que nadie quiénes somos. Pero evitemos hacerlo como los comentaristas de las competencias mundiales de salsa, pues eso sería como hablar de gimnasia, de acrobacia, de técnica y de perfección, y el baile del que necesitamos hablar es cualquier cosa menos perfecto. Tenemos que hablar de la danza como expresión de los pasos del hombre sobre la tierra. Tenemos que hablar, sí, de la rumba que nos pegamos, pero también del baile como reflejo de nuestras batallas humanas. Bailamos como bailamos porque somos de donde somos. Es un don que nos tocó por ser de aquí, de este pedazo de tierra tan sonoro y tan berracamente adolorido.

Hablemos de cómo bailamos para avisarle al mundo, no que somos exóticos o que queremos aparearnos, sino que estamos vivos. De cómo apenas comienza el mapalé nos ponemos a imitar a ese pez maluco que nada enrevesado y que se sacude cuando lo sacan del agua, buscando aire, contorsionándose, golpeando la arena para decirle a la muerte que no es su hora todavía. Pensemos en nuestro baile como una lucha a muerte en la que quien sabe bailar va golpeando el ritmo y en la que el ritmo va golpeando a quien no sabe bailar. Hablemos de la danza, que nunca es tarde para darse cuenta de que no solo sirve para levantar pareja, sino también para recomponernos, para sacudir las mechas hasta resetear el alma. No por nada los mejores bailarines de salsa duran horas sandungueando solos sobre la pista con los ojos cerrados. No por nada Ismael Miranda canta ese coro elevado que dice “me curo con rumba, bailando me arrebato el corazón”. Terminemos con ese negocio de que no se vale bailar solo, que eso es muy noventero, que el baile también es una expresión de nuestra soledad. Tal vez la mejor de todas. Hablemos de baile porque con el baile también nos acercamos: ¿acaso un blanco bailando currulao no es un acto de reconciliación? ¿Acaso una cándida niña de sociedad bailando champeta hasta el piso no es una revolución?

Bailemos. Bailemos duro y sigamos bailando, pero paremos de vez en cuando y hablemos un poco sobre lo que hacemos, porque con las palabras también mantenemos vivos esos ritmos que nos definen. Esos golpes que azotan el corazón y que nos hacen fluir la sangre.

*** Lina se rompe el cuero como bailarina de La MiniTK del Miedo. Sígale el ritmo por aquí: @LinaTono.