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Música

Festival de Ancón: Sexo, drogas y rocanrol en el Woodstock criollo

En 1971, Medellín fue epicentro de un festival histórico de hippismo, nadaísmo y fumarolas de Santa Marta Gold. Paz, amor y chicharrón.

Entre el 18 y 20 de junio de 1971, una legión de jóvenes colombianos se reunió en las afueras de Medellín con sus instrumentos musicales, drogas alucinógenas, paz y amor, para participar en uno de los eventos más importantes en la historia de la contracultura colombiana. Se estima que unas 200 mil personas estuvieron en el Festival de Ancón, celebrado en el parque del mismo nombre, ubicado en el pequeño y conservador municipio de La Estrella, Antioquia. A través de esta fiesta, un grupo importante de jóvenes en Colombia se alzó contra los estrictos paradigmas de una sociedad ultra conservadora y violenta que cambió su forma de pensar después de esos días de verano, juventud y LSD.

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Durante los 60 y los 70 el mundo vivía una crisis social y bélica. Una serie de movimientos estudiantiles se alzaron alrededor del mundo manifestando la división entre comunismo y capitalismo y encarnando una figura demoniaca antisistémica. La sofocante presencia de la Guerra Fría, despertó a muchos jóvenes estadounidenses que crecían sin futuro, amenazados por el funesto destino de irse a combate. Nació el concepto de paz y amor y la semilla del movimiento hippie comenzó a esparcirse por muchos rincones del planeta, culminando en el éxtasis de Woodstock, el famoso festival celebrado en el verano de 1969. Esta fiesta brava inspiró la realización de otros encuentros musicales similares, como el festival de la Isla de Wight en Inglaterra y el festival de Avándaro, en México.

Colombia no estuvo al margen de esa ola pacifista. Después del periodo de La Violencia, cuando conservadores y liberales se enfrentaron de forma cruenta y sistemática, el pensamiento conservador y tradicionalista del país sofocaba a una generación que quería vivir de forma más libre y menos vigilada. La onda hippie recorría las calles de las ciudades, principalmente las de Bogotá y, al igual que en Estados Unidos, sucedió un encuentro musical que unificó esas conciencias decididas a explorar nuevas formar de entender la realidad. Después de Ancón se vivió una ruptura generacional y Colombia se unió a los movimientos globales que pedían un cambio, hacían un llamado para volver a la naturaleza y se oponían a la guerra y la represión. La libertad era la nueva norma y el amor se proclamaba como antídoto para restituir las bases de una sociedad destrozada por la violencia.

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Probablemente ese fue el mayor legado que dejó este festival, el mensaje que le recordaba a los jóvenes que existe la capacidad de soñar. El evento fue una de las expresiones más contundentes de una generación que no quería seguir sometida a la tradicición y que buscaba un cambio a gritos. Ancón no fue el primer paso de esta liberación, fue parte de un proceso que comenzó durante esas 72 horas de utopía y que demostró que había muchos pensando de la misma forma. Esos días todavía retumban en el inconsciente nacional y, de alguna manera, esa energía todavía vibra en el interior de muchos de nosotros, a pesar de que este espíritu de paz y unidad no durara más de una década. El sueño de Ancón quedó ensombrecido, hibernando como mensaje durante los años venideros, cuando el conflicto en Colombia se recrudeció y el tráfico de la cocaína cimentó una nueva forma de violencia, más cruel y agresiva, que transformó a Medellín, aquel epicentro hippie, en la ciudad más peligrosa del mundo.

Cartel cortesía de Carlos Álvarez.

El desmadre comenzó el 18 de junio, a eso de las ocho de la mañana, cuando llegaron los primeros hippies al parque de Ancón. En un principio la entrada costaba 13 pesos con 20 centavos, pero llegó tanta gente que acabó siendo gratuito. 42 días demoró la organización del festival cuya atracción principal era una enorme tarima, de unos dos metros de altura, levantada a mitad de un potrero. Al lugar se ingresaba mediante un puente de madera que colgaba sobre el río Medellín. La empresa responsable del sonido era de Hernán Vélez y, según algunos comentarios en Facebook, era lo mejor que había en el país en aquella época.

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Para asegurarse de que la fuerza pública no dañara la fiesta, lo primero que hicieron Gonzálo Caro y Humberto Caballero, los organizadores, fue conseguir el apoyo de las autoridades. El encargado de inaugurar la fiesta fue el alcalde Álvaro Villegas Moreno y La Real Sociedad del Estado, una banda de rock bogotana, arrancó con la música. Durante esos tres días llegaron personas de todo el país y de todas las clases sociales. “Nos conocimos todos los hippies de Colombia”, dice Augusto Martelo, un bajista conocido por tocar en la banda de rock Crash quién se presentó en el festival con dos grupos de rock: La Planta y Hope. Según Martelo, muchos extranjeros asistieron, atraídos por ese derroche de alegría y drogas. La gente llegó a La Estrella cómo pudo: en carro, en avión, jalando dedo o a pata, todo valía con tal de no perderse ese concierto histórico. La juventud desenfrenada dormía en carpas, hamacas o en donde caían agotados por los viajes alucinógenos. La comida y el agua se repartían entre todos y el que se animaba se botaba al río para refrescarse.

Carlos Álvarez, percusionista de Los Flippers, Malanga y La Planta, cuenta que el último día apareció la “ilustre sociedad antioqueña”, quienes se asomaron por Ancón para curiosear y muchos terminaron entre el fango. “El último día llegó la sociedad de Medellín todos elegantes y con botellas de wuaro. Nosotros les decíamos que no tomábamos trago, todo natural”, cuenta. Lo único permitido era la mariguana, el ácido, el cacao sabanero y las semillas del floripondio, que si las consumes te vas directo a la estratósfera. Era tal el festín de alucinógenos que, entre risas, Carlos recuerda a muchas personas drogadas gateando al cruzar por el pequeño puente colgante que se alzaba sobre el río Medellín. Según relata Germán Castro Caicedo, en su crónica periodística, a la entrada de este sagrado recinto estaba escrito con tiza una frase que decía “Todo será amor”. Y así fue.

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Toda esta marea de jóvenes desenfrenados, fue registrada por algunos medios de comunicación que simpatizaron con la idea. Periodistas como Germán Castro Caicedo, Henry Holguín, Juan José García Posada se dieron cita en La Estrella para reportar el bacanal. Además, el locutor Aurelio “Grillo” Toro se las ingenió para transmitir en vivo todo el festival que se escuchó por la desaparecida emisora 'La voz de la música'. Pero el personaje más reconocido que caminó por el pasto de Ancón fue Gloría Valencia de Castaño, bautizada como “La Primera Dama” de la televisión colombiana, una de las presentadoras más queridas y recordadas de la historia, ella llegó al sagrado recinto de paz y amor en helicóptero y se la pasó entrevistando a los alegres asistentes, quienes le compartían un poco de su mundo interior mientras viajaban por el cosmos.

El boca a boca esparció el rumor de que una horda apestosa de seres viciosos que profesaban el amor libre, se aproximaba a la ciudad de la eterna primavera e inmediatamente, la gente de bien se expresó contra el alcalde y contra este atentado a "la moral y la lógica".

Una de las críticas más furiosas la hizo el cura Fernando Gómez Mejía el 20 de junio, después del festival, en el programa de radio La Hora Católica: “El alcalde autorizó a los millares de hippies a que nos invadieran con una arrolladora avenida de fango putrefacto para que abofetearan con sus manos sucias el rostro de la ciudad, para que invitaran a los niños a ser maleducados, ruines, perversos y para que incitaran a la juventud a embrutecerse en el mundo del amor libre y de los estupefacientes destructores y enervantes. La insólita conducta del Alcalde lo priva de toda autoridad moral y cívica para continuar rigiendo los destinos de Medellín, la ciudad culta, honorable y digna, espera su renuncia. No le faltará qué hacer en la república de los hippies, donde será acogido por una salva de aplausos y coronado como el rey de la turba delirante de vagos y degenerados que hablan con voz entrecortada, miran con ojos cansados de marihuana y disputan a los animales inmundos el fango y la yerba maldita”.

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Pero, como toda mala publicidad, esto sirvió para que más gente llegara al bacanal y, para desgracia de la Iglesia, en Ancón sólo hubo paz y amor. No existen reportes de muertes, violaciones o actos violentos. Esos tres días fueron calmados, sólo hubo soñadores psicodélicos jugando a ser libres, bailando y compartiendo su energía entre la música, la droga y la hermandad.

Cartel cortesía de Carlos Álvarez.

El cartel oficial (que en esta imagen tiene un error en el nombre) anunciaba que tocarían las siguientes bandas: La Banda del Marciano, La Gran Sociedad del Estado, Terrón de Sueños, Los Flippers, Galaxia, Fraternidad, [" target="_blank">Columna de Fuego](http://<iframe width=), un grupo integrado por miembros de Los Graduados y Los Black Stars, así como varios solistas. Todos ellos eran bogotanos, provenientes del hervidero hippie que constituía la capital en ese entonces. Si se mira bien el poster, es fácil notar que la cantidad de bandas no alcanzaba para cubrir tres días de locura, por lo que el reciclaje de recursos musicales y la improvisación constituyeron una buena parte de la personalidad sonora del evento. En la introducción del libro El Festival de Ancón: Un quiebre histórico, Carlos Bueno cuenta que los músicos simplemente se subían una y otra vez a darle a sus instrumentos, se mezclaban entre bandas y cada que se formaba una nueva alineación se ponían un nombre nuevo.

Esta aleatoriedad en la programación del festival, podría explicar por qué no todas las leyendas que se subieron a ese escenario salieron anunciadas en el cartel. Por ejemplo: la mítica banda Hope no estaba mencionada. El episodio es interesante de notar puesto que según Augusto Martelo, bajista de esta banda conformada por tres gringos y él, fue la responsable de introducir el rock en Colombia y fueron la influencia de grupos como Los Flippers y Los Speakers. Sus miembros eran admirados por muchos músicos de la escena en ese entonces. Se formaron en 1969 y terminaron en 1971. Precisamente, su última presentación fue el cierre del festival de Ancón. La razón por la que no están en el cartel prevalece como un misterio.

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Al final, todos los que disfrutaron de ese delirio estaban tan felices que no se querían ir. Carlos Álvarez recuerda que muchos de los asistentes se fueron a rematar en las calles, parques y plazas de Medellín. Ocho días después del evento, el DAS expulsó a los hippies de esta ciudad y los habitantes indignados del Valle de Aburrá destituyeron a Álvaro Villegas. Pero ya no había cura, el veneno del rock había infectado todo el país.

Pero, más allá del evento hippie, el Festival de Ancón fue un acto estético, resultado de un viaje en LSD que se conecta con la línea de pensamiento de una de las vanguardias más influyentes en la contracultura de Colombia. Gonzalo Caro, la mente creativa detrás del evento, era un estudiante de economía de 22 años, mejor conocido como Carolo. Él formaba parte del nadaísmo, un movimiento literario vanguardista similar al existencialismo, con toques beatnik, fundado en 1958 por el poeta Gonzalo Arango. El nadaísmo se alzaba contra la mentalidad conservadora colombiana e intentaba romper las arcaicas valoraciones de la Academia frente al arte y la literatura. En aquella época, Arango junto con Fernando González Ochoa y otros, eran parte de este grupo de inconformes que manejaba un discurso de subversión cultural y su invitación a ver el mundo con otros ojos, atrajo a muchos escritores, poetas, filósofos y artistas como Eduardo Escobar, Germán Espinosa y a Los Yetis, la histórica banda de rock de Medellín.

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El nadaísmo y el rock estaban ligados por su discurso rebelde y la ruptura que proponían. En tanto, Carolo era conocido en Medellín por ser el dueño de La Caverna de Carolo, una tienda donde vendía parafernalia hippie y en la cual se reunían los jóvenes para escuchar música, fumar mariguana y hablar de su miserable existencia. Una mañana Carolo estaba echado sobre la arena de una playa de San Andrés. Mientras disfrutaba del calor, la brisa del Caribe y un LSD, vio que las nubes formaban un escenario frente al cual miles de personas bailaban con locura. Inmediatamente supo que eso no era una alucinación, sino una epifanía. Había que hacer un festival de música que revolucionara al país. (Este pasaje es descrito por Luz María Montoya Hoyos y Vicky Trujillo en el libro El Festival de Ancón: Un quiebre histórico, una antología publicada en 2001 por Gonzalo Caro para conmemorar los 30 años del festival). La versión menos romática cuenta que la idea original fue de Humberto Caballero, quien ya desde antes organizaba toques en Lijacá. Carolo apareció en el cuento porque consiguió el permiso para hacer un evento multitudinario en La Estrella. Lo que sostienen algunas fuentes es que con la muerte de Caballero, Carolo se adjudicó la paternidad de Ancón.

Medellín era una ciudad recatada y defensora de las buenas costumbres. La religión y “la buena moral" dominaban la urbe que miraba con desdén cualquier expresión ajena a sus rígidos valores. A pesar de que esta ciudad fue el hogar de Los Yetis —uno de los grupos pioneros del rock colombiano, formado en 1965 y disuelto a finales de esa década— el rock era escaso. Mientras tanto en Bogotá, decenas de jóvenes se reunían en el parque de la calle 60 y en el Virrey para hacer fogatas, fumar mariguana y tocar guitarras y bongós. Además, a lo largo de la carrera 13, aparecieron los primeros bares y discotecas que ponían rock. Esto hacía que gran parte de la escena musical psicodélica en Colombia se concentrara en la capital, infestada de hippismo. Por ser Bogotá el mayor hervidero hippie del momento, Caballero (y Carolo), armaron el festival sólo con bandas capitalinas.

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Por su condición de capital, Bogotá estaba conectada con las tendencias globales de la época. Durante los años 70, Colombia era un país frecuentado por los hippies del mundo porque aquí se cosechaba una de las mejores variedades de mariguana que han existido: la famosa Santa Marta Gold. Antes de que la cocaína colombiana inundara el mundo, los narcos de este país se dedicaban a traficar mariguana porque era muy apetecida por los extranjeros. La Santa Marta Gold crecía de forma silvestre en la Sierra Nevada. Según algunos relatos en internet, esta especie se popularizó gracias a los voluntarios del Cuerpo de Paz estadounidense, puros hippies que llegaban a Colombia huyendo de la Guerra de Vietnam. Esta gente encontró el paraíso del porro y masificaron el gusto por la maravillosa planta, así llegaron muchos viajeros curiosos que venían en busca del Santo Grial mientras traían consigo sus ideas de amor y paz para sembrarlas en Colombia.

Augusto Martelo afirma que gracias a los gringos que se instalaron en la capital, los jóvenes bogotanos conocieron el rock psicodélico ya que ellos trajeron los discos, las modas y conocían cómo se tocaba esa música. Martelo estudió en el colegio Gimnasio Moderno, donde conoció a tres gringos llamados Danny Heller (batería), Paul Bell (guitarra) y Rob Yeager (guitarra) quienes lo invitaron a tocar el bajo en la, antes mencionada, banda Hope. Sin embargo, a pesar de lo seminal y legendario que resultó este proyecto, las escasas grabaciones de la banda son prácticamente inaccesibles. Por su parte, los primeros en adoptar las ideas libres del movimiento hippie en Bogotá, fueron los jóvenes de clase media y alta que podían viajar, comprar discos y adquirir los instrumentos en el extranjero. “Nosotros éramos hijos de papi”, me comenta Carlos Álvarez, cuyo padre fue Gobernador de la Guajira y presidente de la Empresa Eléctrica de Cundinamarca. “Éramos los primeros que teníamos los discos de bandas como The Beatles, Jimmy Hendrix y esas cosas. También teníamos los instrumentos y pues los prestábamos porque era una hermandad chévere”.

En 1973, Carolo le dio todo el material fotográfico y gráfico del festival a un colega suyo llamado Manuel Quinto para que hiciera un libro sobre Ancón. Pero Manuel enloqueció e intentó suicidarse incinerando la habitación en donde vivía. Él sobrevivió pero todos los registros quedaron hechos cenizas. El registro fílmico grabado en cámaras de súper ocho acabó en las manos del hermano de Carolo, quién residía en Canadá y prometió pasar las cintas al formato betamax. Pero el hombre murió y nunca le dijo a nadie en qué laboratorio dejó los rollos. También existe el mito de que la Metro Golden Mayer mandó un equipo para filmar la pachanga y hacer un documental, pero dicha pieza nunca vio la luz, probablemente porque nunca pasó.

En el resto de los archivos existen pocos registros visuales, algunos viven en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que guardó las fotos tomadas por Horacio Gil Ochoa, histórico fotógrafo paisa. La página de Facebook llamada Fotos Antiguas de Medellín tiene un álbum dedicado al concierto, que cuenta con fotos compartidas por algunos asistentes y en YouTube hay un par de videos sin audio. Todo lo demás desapareció o fue destruido. De la magia y el carácter místico de este histórico festival sólo quedan los testimonios orales de los asistentes, los recuerdos y uno que otro ser humano concebido durante ese frenesí.

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Este reportaje fue escrito gracias a las entrevistas realizadas con: César Almonacid Duarte, guitarrista de Terrón de Sueños quien muy amablemente nos atendió desde su hogar en las Islas Canarias. Augusto Martelo, que reside en Villa de Leyva y con quien hablamos por teléfono. Carlos Álvarez con quien nos recibió en su casa. También tuvimos una corta charla telefónica con Carolo. Aparte tiene referencias tomadas del libro El Festival de Ancón: Un quiebre histórico.