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Música

El Yeti que dicta clases de manejo

El frontman de una de las bandas pioneras del rock colombiano pasa los días diciendo a sus alumnos: "¡Suave con el clutch"!

Foto por Julián Gallo.

*Esta entrevista fue publicada originalmente en la edición de abril de VICE.

Me recogen a las 12 del mediodía en una pequeña panadería cerca al parque de Envigado. Me monto en el asiento trasero del Chevrolet Aveo modelo 2002. "¿Nervios?", pregunta Juancho al alumno que maneja. "No, para nada", responde Felipe, un chico cercano a los 30 que trabaja como diseñador gráfico para un almacén de cadena. Es su segunda clase a bordo de este carro al que por exceso de uso a veces no le entran los cambios. En esta sesión, Juancho acostumbra llevar a sus alumnos a subir la loma de El Escobero, una de las faldas más empinadas del Valle de Aburrá. "Primera… despacio, pasito, pasito… no acelere duro. Vamos… derecho, llévelo suave, no lo sobrerrevolucione que él no sube en segunda por aquí… yo le digo por dónde le mete segunda", indica.

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Juan Guillermo López, más conocido como Juancho, es un tipo simpático y de muy buen humor. Ni el blanco de su pelo, su panza de oso o su uniforme de instructor de conducción, una camisa verde o blanca acompañada por un chaleco color espinaca, disimulan el inconfundible espíritu rockstar que evidencia, sobre todo, en su peinado. Un tupé resplandeciente similar al de Elvis, si Elvis estuviera vivo.

Aunque su madre, de origen finlandés, era de apellido Musikka, los carros fueron su primer amor. "A Iván Darío [su hermano] y a mí se nos rompían los pantalones y las puntas de los zapatos de estar arrodillados jugando carritos", recuerda. Cuando no estaban en cuatro patas, los hermanos se la pasaban leyendo cómics, jugando a los vaqueros o a los detectives, siempre disfrazados, o imitando cantantes como Los Panchos o Daniel Santos. Cuando tenía 16, Juancho enloqueció con unos elepés que le regalaron a su hermana por sus quince años con la música de aquel rey de tierras lejanas. Apenas los escuchó, lo supo.

–Yo tenía que ser un Elvis. El Elvis colombiano.

Entonces se disfrazó de vaquero y con una bandola que usaba para imitar a Enrique Guzmán se convirtió en Elvio Pérez, su primer intento de ser El Rey. Y tanto se creyó el cuento el pequeño Juancho que al poco tiempo terminó en los estudios de Codiscos, una de las primeras casas disqueras colombianas, vigente desde 1950, apoyando con su voz los coros de varias canciones con aires menos transgresores, incluyendo "Aquellos diciembres", un clásico chucu chucu de temporada.

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"Yo no me oigo pero sé que estaba ahí", recuerda, sin dejar de darle indicaciones a Felipe. Pero su sueño de darle voz a un movimiento que por aquellas montañas aún ni existía tuvo que aplazarse por necesidad: esposa, hija, cuentas por pagar. Un día cualquiera de 1965, sin embargo, regresó a Codiscos. Apenas lo vio, el subgerente Horacio Díez Montoya le reclamó por su ausencia: "¿Y usted qué se hizo?". Entonces Juancho le contó que había asumido el rol de señor y que ahora era comerciante. Entonces el gerente le comentó acerca de otro joven con el que andaba trabajando, un tal Juan Nicolás Estela, quien se le había adelantado en sus pretensiones roqueras. Que pasara mañana, que se lo quería presentar.

Juan Nicolás era un jovencito caleño que se había radicado en Medellín. Para ese entonces, con 17 años, ya había grabado su primer elepé, El llavero y mi corazón, que incluía una canción homónima, un cóver del peruano Kike Martino, que era su gran éxito. Juan Nicolás era algo así como el ídolo adolescente de la época. Cantaba baladas y algo de twist, tocaba guitarra y tenía hasta un club nacional de fans en Bogota.

—Al otro día fui y fue amor a primera vista.

***

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—¿Qué tocaban ustedes, Juan? —pregunta Felipe mientras avanza algo nervioso por las curvas de la subida.

—Nosotros somos algo así como los pioneros del rock en Medellín.

—¿Y cómo se llamaban?

—Los Yetis… ¡pero téngalo que no vemos si viene una moto!— advierte Juancho cuando volteamos para hacer un retorno.

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A Juancho le gusta llevar a sus alumnos a la loma de El Escobero porque dice que les resulta retador, que es tanto el temor que sienten por esa loma que, después de superarla apenas en su segunda clase, se llenan de confianza, casi que sienten que aprendieron a manejar. Juancho, además, disfruta el paisaje, ese bosque tan verde y tan fresco que lo hace pensar que está de nuevo en Finlandia, la tierra de la que su madre tuvo que escapar huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Por influencia de ella, extranjera, Juancho no creció en un hogar godo, típico de la Medellín de entonces; jamás sintió afinidad con sus compañeros de colegio y más bien se acercó con confianza al rock 'n' roll, su gran romance.

Un día cualquiera de 1965, después de su encuentro en Codiscos, se reunieron con Juan Nicolás en la casa de su novia de entonces, junto a su hermano Iván Darío. La idea era que Juan le ayudara a Iván a organizar unas canciones que este quería mostrar en el sello. Los tres se pusieron a cantar. "Era una especie de jam session", recuerda entusiasmado, "cada uno fue acomodando la voz para crear una armonía, y fue tal el entusiasmo que el mismo Juan Nicolás propuso que hiciéramos algo juntos", dice, aclarando que al principio no le creyó. "Pero él me aseguró que era en serio. Entonces yo propuse el nombre y así nacimos". Y así, lo que empezó por casualidad como un trío vocal terminó convertido en el primer grupo de rock de Medellín.

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Tuvo que pasar casi un año después de nacida la banda para que se sumaran dos integrantes más para completar la base instrumental: Hernán Pabón, baterista hasta entonces del Sexteto Miramar, y Norman Smith, un joven de origen norteamericano que ficharon para tocar el bajo. Juntos, influenciados por la llamada invasión británica y esa primera ola adolescente norteamericana, Los Yetis se fueron abriendo camino entre lo desconocido y contra el establishment rezandero paisa. Su primera muestra de rebeldía fue el pelo largo. Una especie de totuma que caía sobre la frente, tapaba las orejas y era impensable para un hombre en esa época aquí y en cualquier país con pretensiones occidentales. Según el periódico El Colombiano en la edición del lunes 7 de junio de aquel año, esta cabellera era de "jóvenes turbulentos y desprovistos de fantasía", "muchachos que se esfuerzan por todos los medios por parecer mujeres". En chiste, su padre, un prolífico comerciante amante del fútbol, los caballos de carreras y los tangos de Gardel, le decía que no se acordaba de haber tenido sino una hija y no tres, por las mechas suyas y las de su hermano. Los Yetis siempre le gustaron, sobre todo porque sus hijos ganaban plata.

En la calle era a otro precio. A los de pelo largo los escupían, los insultaban, les tiraban pepas de mango. "Uno se sentaba en un lugar y no lo atendían", cuenta Juancho. "Un día una señora en un bus me dijo: 'Vamos a ver si el pelo de este señor nos deja pasar'. Y en la calle me gritaban '¡Motilate, peludo!' o '¡Si pasás por una peluquería tumbás el aviso'". Por esos días, uno de los locutores de la cadena Todelar grabó una cuña que decía: "Contribuya con el aseo de Medellín: motile a un peludo". Pero Los Yetis tuvieron su desquite cuando hicieron una canción junto al infame Gonzalo Arango, padre del nadaísmo, aquel movimiento literario que, a punta de poesía negra y danza hasta la madrugada, cual beatnicks criollos, le pusieron los pelos de punta a la sociedad paisa, tan mojigata.

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"A raíz de todo esto, como estaba melenudo, Gonzalo se puso a torear a los policías que pa' que lo motilaran… les pasaba por el lado moviendo la melena, pero nada. Un día que nos vio ensayar y vio que éramos unos tipos muy chéveres, muy graciosos, muy cómicos y muy precisos, dijo 'Esta es la gente que necesito', entonces escribió la canción y nos fuimos pa' Discos Fuentes a grabarla". Lanzada en 1967 en el álbum Los Yetis Volumen 2, "Llegaron los peluqueros" resultó convirtiéndose en un éxito; sin embargo, poco después el Ministerio de Comunicación terminó por vetarla porque supuestamente denigraba un gremio. "Que porque gritábamos '¡Peluqueros a la guillotina, que se mueran los peluqueros!", ríe Juancho.

—Aquí pa' frenar del todo le meto el clutch, ¿cierto?– pregunta Felipe mientras intenta parquear frente a su destino. —Sí, clutch… bien orilladito ahí. Clutch… freno. Clutch bien hundidito… eso —le indica Juancho. Y luego me dice:— Pasáme la tabla pa' que me firme.

Felipe firma la planilla para dejar constancia de que atendió a su segunda clase. Juancho pasa al volante para recoger a su siguiente alumna a unas diez cuadras. Entonces nos quedamos solos en el carro y continúa su historia: "Yo tenía dos personalidades: era un señor de 20 años que trabajaba y también hacía parte de Los Yetis. Cuando era el señor me peinaba de pa' un ladito, plano, como un actor gringo de los cincuenta, y cuando era Yeti me lo partía a la mitad. El peinado era convertible".

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A los 15 días de haberse conformado, Los Yetis abrió el concierto del ídolo juvenil del momento: Enrique Guzmán. "Cantamos tres canciones que no supimos ni escoger", cuenta Juancho. "No sabíamos qué éramos, éramos apenas tres carajos cantando". Y tres carajos mamadores de gallo.

Juancho me cuenta que él y Juan Nicolás eran irresponsables y tocaban "algo borrachos" en los conciertos. Que en los viajes compartían cuarto porque eran los más parranderos. Que a veces no llegaban al hotel y que si llegaban era para seguirla. Eso sí, aclara, nada de marihuana. "Esa moda llegó con los hippies, con los Rolling Stones y los Beatles, que fumaban, pero nosotros no éramos ni Beatles ni Stones… qué pena". Junto al también nadaísta Elmo Valencia y en plenos tiempos de Guerra Fría, Juancho y sus amigos grabaron "Mi primer juguete", una sátira a las bombas de Hiroshima y Nagasaki con aires de polca rusa. "Era como mentarle la virgen al diablo", recuerda. Rebeldía con buen humor: esto eran Los Yetis.

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***Foto por Julián Gallo.

Juancho es instructor de conducción. Trabaja de lunes a viernes de seis de la mañana a 7:30 de la noche y los sábados hasta las doce del día. Tiene un promedio de cinco a nueve alumnos diarios, casi 50 por semana, que asisten a cursos de cinco o diez clases de hora y media cada una. El carro es casi su casa, donde tiene discos de twist, de rock, de canciones que grabó cuando quiso ser solista, música de Los Yetis, unas gafas oscuras, tijeras, servilletas, el cargador del celular, revistas, la planilla con los horarios de las clases y muchas botellas pequeñas de gaseosa vacías que se van acumulando debajo de la silla del conductor.

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—Estamos en invierno pero está haciendo un calor impresionante… ya me tiene sudando —dice Juancho para romper el hielo con la alumna nueva que acabamos de recoger.

—Impresionante, ¿cierto? —dice ella. Es su primera clase.

—Bueno, en la inducción entendemos el porqué de las cosas… —arranca Juancho. Y entonces se pone a hablarle de los pedales, de los carriles, de la posición correcta de las manos sobre el timón. Y así todo el trayecto hasta Milán, un barrio del municipio de Envigado que por lo despejado de tráfico es propicio para introducir a los novatos en el difícil arte del manejo. La alumna, que tiene una silueta similar a la de aquellos esbeltos maniquíes que sólo fabrican en Colombia, responde monosílaba a cada instrucción del profesor:"ajá", "sí", "no", "ok", "mmm…".

—Bueno, aquí tenemos tres pedales.

—Ay, sí, eso es lo más duro. —¿Se sabe los nombres?"

—Nah. —Bueno, el primero es el clutch, el de la mitad es el freno y el otro, el acelerador. En todos los carros están en el mismo orden: clutch, freno y acelerador.

—¿El clutch lo estripo cada cuánto? ¿Cuál es, para mantenerlo pisao? ¡Ay,no, qué miedo!

En los cuatro años que duraron activos Los Yetis durante su primera etapa, de 1965 a 1969, alcanzaron gran reconocimiento. A su primer concierto como teloneros del ídolo de lo que se denominó la "Nueva Ola", ante casi 5.000 personas, le siguieron cuatro años de ensueño. Juancho había cumplido su fantasía. Era cantante de una banda. Rey de un rock de tierras lejanas.

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Con un sonido naif, crudo y de garaje, cargado de gritos aleatorios e instrumentos sorpresa, a veces la harmónica y otras veces la pandereta de Juancho, Los Yetis fueron creando su discografía con canciones propias y versiones de éxitos foráneos, apostándole a la armonía para cantarle al amor y a las voces desgarradas para incitar a la contra.

En marzo de 1966 participaron en el disco recopilatorio 14 Impactos juveniles de Discos Fuentes, donde aportaron tres canciones: "Sabes cuánto te quiero", su interpretación alborotada y no tan afinada de la canción de Jones Lundgreen; "En una isla maravillosa", de los españoles Dúo Dinámico; y "Conocerte mejor", versión colombiana de "I Should Have Known Better" de The Beatles. En junio de ese año apareció su primer disco, Los Yetis Vol.1, doce canciones, entre ellas "Shimmy shimy ko ko boop" y su propia interpretación del clásico "La bamba", de Los Lobos, una versión incitadora con la que los cinco de Medellín se abrieron camino. "La canción llegó a ser tan importante en Medellín que hay gente que cree que es de nosotros", recuerda Juancho. Ese mismo 66, un año prolífico para ellos, también hicieron parte del disco Colombia A go go, de Discos Fuentes, y fueron premiados con un Disco de Oro (que Juancho luego perdió en un taxi), por vender más de 500.000 discos.

Para 1967 apareció Los Yetis Vol. 2, un álbum que incluyó canciones propias, toda una novedad en una época en la que casi todos hacían standards, versiones. De ahí se destacan himnos agitadores de época como "Llegaron los peluqueros", "Pedimos la paz", "Yo grito" y "Llegó el desorden", una canción con una batería y una letra que instaba a correr, no se sabe para dónde, porque como anunciaban ellos, había llegado el peligro, la guerra y se veía venir la muerte. Más tarde ese mismo año salió "Olvídate", con un corte mucho más hippie, a tono con las tendencias de la época, acompañada por "Mi primer juguete", compuesta por Elmo Valencia. Era tal la irreverencia y el impulso por salirse del esquema tradicional antioqueño que en "Me siento loco", himno Yeti por excelencia, de 1967, se atrevieron a cantar: "Me siento loco me quiero matar / soy loco y pienso que voy a volar / por qué será que no puedo gritar". Eran los años sesenta. Su ímpetu era hasta suicida.

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Durante los años de fiebre, la histeria que despertaban Los Yetis, cuyo nombre propuso Juancho más por su sonoridad que por el abominable hombre de las nieves, era, guardando las proporciones, beatlesca. Los fans iban a recibirlos al aeropuerto y la policía tenía que rodearlos porque chicos y chicas se morían por cortarles un mechón de pelo, arrancarles un botón o robarles las gafas. Eran tiempos de nuevas sensaciones, de idolatrías incontenibles. "Una vez, en Bogotá, tumbaron la puerta a la entrada de un canal de televisión", recuerda Juancho. Por ese entonces hasta sacaron un álbum de laminitas coleccionables y siendo sólo cinco integrantes, cobraban casi lo mismo que los Corraleros de Majagual, ídolos del pueblo, que eran más de diez.

—¿Y ahí qué, bajamos a primera? —pregunta la alumna. —Meta primera rápido… no brusco, pero sí rápido… y no se vaya a equivocar —le responde Juancho a la vez que se oyen chillar las llantas.

A comienzos de 1969, justo en medio de su clímax, Iván Darío y Norman, "los Lennon-McCartney de Los Yetis", según Juancho, decidieron irse a estudiar a Bogotá, sentenciando a Los Yetis a un final prematuro. "Eso fue con carta y llorada. Para ellos ya era un etapa cumplida, pero a mí me dejaron colgado de la brocha. Porque nosotros no nos acabamos ni por malos ni porque nadie nos volteara a ver. Estábamos en lo máximo, invictos. No subimos como palma y caímos como coco… no: nos quedamos en la palma. Nos pudrimos en la palma. Fue un final muy cruel. Fue muy abrupto", asegura.

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Para ese entonces Juancho tenía dos hijos, un niño y una niña (después tendría otras tres en su segundo matrimonio), obligaciones que lo llevarían de nuevo a vestir de señor. Durante un tiempo intentó representar a algunos de sus amigos que querían ser cantantes, pero después volvió al comercio y empezó a vender platanitos fritos —que hacía el menor de los hermanos Ochoa antes de ser mafioso—, dulces, papelería, puntillas, costales, huevos, hasta revistas Playboy. También hizo algo de ilustración y logos para publicidad. En esos andares, se trasladó varias veces de ciudad entre Bogotá, Cartagena, Tolú, Rionegro y Medellín. Un día, en la capital paisa, vio en el periódico un anuncio de una academia de conducción que buscaba instructor, y llamó para postularse. Cuando se identificó como Juancho López, el de Los Yetis, el dueño lo invitó a la oficina inmediatamente para pedirle que le firmara unos discos. De paso obtuvo el trabajo.

De eso, hace ya 37 años.

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—¿Que quieres hacer? —le dice Juancho a Camila, su última clase del día.

—¿De pronto parquear? —responde ella, titubeante. —Parquear es poner el carro en un espacio donde apenas cabe —reflexiona el instructor antes de proceder a dar indicaciones.

Los Yetis de segunda generación se armaron en 2003 para rendirle un homenaje a Ivan Darío, que murió de cáncer de pancreas. Desde entonces la banda, conformada por un cantante zarco, ya barrigón y canoso pero siempre elegante en su vestir; un flaco, menos refinado pero siempre chistoso que hace chanzas entre canciones, y un grupo de jóvenes que los acompaña en los instrumentos —guitarra, bajo y batería—, toca de vez en cuando en centros comerciales, como la última vez que se reunieron para celebrar el día de Amor y Amistad en lo que en sus épocas de gloria fue el reconocido Club Unión en Medellín, y que hoy no es más que otro centro comercial del centro de la ciudad.

Editado por Discos Fuentes, en 1992 salió sin mucho bombo El Rock and Roll de Los Yetis, y en 2005, Historia musical de Los Yetis, una especie de grandes éxitos que circuló sin mucho brillo entre melómanos. En 2009, con mayor resonancia, el sello de culto y nostalgia Munster Records, de España, editó bellamente un recopilatorio llamado ¡Nadaísmo a go go!, con algunos de los clásicos más representativos de la banda. Un título que alimenta por el mundo la leyenda de unos roqueros jóvenes y hermosos, que durante un parpadeo envenenaron a toda una generación de bailadores colombianos.

La jornada termina casi a las nueve de la noche, cuando Juancho deja a Camila, lleva el carro al parqueadero y se monta en el suyo, un Chevrolet Sprint color gris plata del 96 con un sticker de The Beatles en el guardafango. Entonces hunde el clutch, enciende el motor y mete primera.