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Música

Canticuentos: La historia de un álbum familiar

Hace cuarenta años, de la prodigiosa imaginación de una mujer y el talento musical de su familia nació el disco infantil más entrañable de Colombia. Hoy lo inmortalizamos.

Carátula original de Canticuentos. Bogotá, Colombia, 1973.

Un leñador bajaba de los Cerros Orientales hacia el barrio Santa Bárbara, al nororiente de la capital colombiana. Su caminar lento era seguido por el de dos burros, uno blanco y otro gris, ambos cargados con leña. El hombre no pronunciaba palabra, solo interrumpía su silencio para ordenarle a los burros que no se detuvieran en medio de la trocha.

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Cuando los tres llegaron a su destino, algunas personas salieron de sus casas para comprarle al leñador los troncos y las ramas que en la noche meterían a la chimenea para espantar el frío capitalino. Todo esto lo observó Marlore Anwandter desde la ventana de su casa. Faltaban pocos días para que llegara la Navidad y la escena le pareció bella, inusual, como sacada de un cuento de hadas.

De repente el leñador tocó su puerta y justo cuando ella fue a abrirla, su esposo, Bryan Johnson, se le adelantó. La visita fue breve, Bryan compró la leña sin mucho preámbulo y el señor partió de Santa Bárbara junto a los dos burros con la misma lentitud con la que llegaron. Marlore no los perdió de vista mientras se desvanecían en el horizonte.

Horas después, escribiría estas estrofas:

Burrito, burrito blanco
Burrito, burrito gris
Vienen trotando del monte con la leña para mí.
Burrito, burrito blanco
Burrito, burrito gris
Les doy una zanahoria para que se acuerden de mí.
Burritos, lindos burritos
la noche de Navidad
traigan al Niño Divino por los cerros de Bogotá.

La canción “Burritos de Bogotá” fue la primera que compuso Marlore en suelo colombiano. Esta cantante, compositora y periodista chilena, nacida en 1934, llegó al país en compañía de su esposo y sus tres hijos, Carol, Cristina y Miguel. Atrás no sólo dejaron a sus familiares y amigos, sino también a la “severa situación política y económica” por la que pasaba Chile, que para ese entonces resistía sin éxito a las esquirlas del dramático derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende por parte del escuadrón negro de Augusto Pinochet, que entre 1973 y 1990 dejó un saldo de al menos 40 mil víctimas, de las cuales 3.065 están muertas o desaparecidas, según un informe entregado al gobierno chileno en 2011 por la Comisión Valech.

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A los 23 años, Marlore era una próspera profesional en Santiago de Chile. Ejercía como directora de Eva, una revista femenina que, según ella, tocaba temas varios, “desde recetas de cocina, moda y cuidados del hogar hasta reportajes sobre economía y temas de interés social”. Además del periodismo, la música corría por sus venas, su mamá tocaba el piano y a los seis años ella tomó clases con un discípulo del pianista Claudio Arrau, alabado en Chile, Estados Unidos, Francia y otros países por el virtuosismo con que interpretaba las obras de Beethoven, Chopin, Debussy, Litz y Schubert.

Luego del periodismo, Marlore llegó a la docencia por "chiripa". A finales de los 60, después de haberle dado su mano a Bryan, el gobierno quería implantar en todas las escuelas de Chile un modelo de educación musical basado en las enseñanzas de Carl Orff, compositor y pedagogo alemán conocido por su colosal Carmina Burana y por crear un método de enseñanza que consistía en introducir el uso de la voz, la expresión corporal, los instrumentos de percusión y las canciones folclóricas como herramientas fundamentales en la formación de los estudiantes. Como necesitaban una escuela independiente para poner a prueba este modelo, Marlore, su madre, su hermana Ilonka y una amiga en común, después de tomar un curso en la Universidad de Chile, ofrecieron su casa para dictar clases de iniciación musical a niños entre los 4 y 7 años. Una vez el gobierno dio su visto bueno, la música se tomó todos los rincones de la casa de Marlore. “Teníamos total libertad para presentarles a los niños el material didáctico. Se trataba de vivir la música con los pequeños, ellos aprendían a diferenciar negras, corcheas y semicorcheas por medio de bailes, marchas o juegos musicales”, explica Marlore.

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No había límites para la creatividad, los niños estudiaban la escala musical tocando botellas llenas de agua y fabricaban sus instrumentos con válvulas de automóviles, ollas y tarros llenos de arroz, fríjoles o piedras. Marlore les enseñó a leer las notas musicales utilizando un pentagrama de dos líneas, con el binomio sol-mi, y las partituras con una flauta dulce, un xilófono o las botellas llenas de agua. El ánimo les alcanzó para formar una orquesta y entonces Marlore tuvo que ingeniárselas a la hora de componer el repertorio de canciones que interpretarían.

“Cuando salí a buscar canciones infantiles chilenas en el comercio para usarlas en las clases, había poquísimas, la mayoría eran temas de Walt Disney traducidos al castellano. Entonces empecé a escribir canciones usando temas que se veían todos los días, en las calles o en el campo. Usé algunos ritmos chilenos fáciles, como la refalosa del la isla de Chiloé, un trotecito del norte de Chile y la samba, que le encantaba a los niños”, asegura. Así nacieron “La elefanta Fresia”, inspirada en “la queridísima elefanta del Zoológico Nacional de Chile que fue llorada a mares cuando falleció”; “La refalosa de la sombra”, “que cuenta la historia de una sombra que se escondió para no ir a la escuela”; o “El fantasma llorón”, “una samba que trata sobre un fantasma a quien un búho y un perrito le enseñan a bailar para que pueda ir al carnaval”.

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Después de interpretar estas canciones con sus estudiantes, Marlore decidió sacarlas de su casa. Pero antes de hacerlo creó un coro junto a su hermana Ilonka y los hijos de ambas, que en total eran siete y sus edades oscilaban entre los 5 y los 12 años. Tras varios ensayos se las presentaron al sello Emi-Odeón y en 1970 grabaron el disco infantil Mini monos musicales. Fue tal su éxito que al año siguiente todos volvieron al estudio de grabación para grabar Más mini monos musicales.

Mirando hacia atrás, Marlore asegura que todo esto “fue pura osadía”, pero reconoce que estos discos les alegraron la vida a varios niños chilenos. “Aún me preguntan los abuelitos de hoy, que fueron niños ayer, dónde pueden conseguir los Mini monos musicales, y les digo que ya no se editan. Pero yo mando a hacer algunas ediciones ‘piratas’ y se las regalo a quienes con tanto cariño los recuerdan”.

*** Marlore Anwandter, Bogotá, mediados de los 70.

En 1973 Bryan Johnson recibió una oferta que no dudó en aceptar, y que de paso le cambiaría su vida y la de toda su familia. La multinacional para la que trabajaba le propuso hacerse cargo de sus intereses en Latinoamérica, pero no desde una oficina en Chile, sino en un país que quedaba a 4,247 kilómetros de distancia: Colombia.

El nombre de su futuro destino le era cercano, pues Bryan cursó sus últimos años de escuela en el Gimnasio Moderno de Bogotá y conocía muy bien el país. Por el contrario, a Marlore, Carol, Cristina y Miguel, Colombia les resultaba lejana, traída de un sueño que no habían tenido. La incertidumbre de dejar a Chile se hacía tan pesada como el equipaje que llevarían a ese país de montañas, llanos y selvas; sin embargo, no había vuelta atrás, Colombia sería su nuevo hogar. Además, la dictadura de Pinochet convertiría a Chile en un voraz incendio que tardaría 17 años en apagarse.

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“Fue muy difícil decir adiós. Pero fuimos acogidos tan cálidamente en Colombia, por vecinos y nuevos amigos, que el cambio fue muy positivo”, recuerda Marlore, quien hoy, a sus 81 años, vive en el pueblo de Lathrop, en Missouri, Estados Unidos.

Una vez establecidos en el barrio Santa Bárbara de Bogotá, los Johnson Anwandter aprovecharon las oportunidades que les dio Colombia. Bryan trabajaba sin parar de lunes a viernes, mientras que Carol y Cristina estudiaban en el English School, y Miguel asistía al San Jorge de Inglaterra. Los fines de semana eran aprovechados por la familia para viajar por diferentes lugares, desde Barranquilla, Cali y Sogamoso hasta los Llanos Orientales, Manizales y Villa de Leyva. Cada ciudad y pueblo que visitaban, cada río y montaña que recorrían, despertaban su asombro, sobre todo el de Marlore, quien registraba todo con su mirada privilegiada.

Alguna vez, durante un día lluvioso en Melgar, Tolima, vio una iguana por primera vez. Ese reptil escamoso que parecía sacado de un parque jurásico llamó su atención, luego de verlo en los brazos de un niño que lo estaba vendiendo en plena carretera y debajo de un paraguas. “Se me imaginó que la pobrecita podría tener frio y qué mejor que se pusiera una ruana y se tomara una tacita de tintico colombiano”, dice Marlore, preocupada por la suerte del animal. Otro día, en un pueblo del Valle del Cauca, Marlore tuvo una grata sorpresa. Un tractor cargado de caña traqueteó alegremente por las calles del pueblo y ella sonrió a su paso. “En Chile no hay caña de azúcar, así que fue una linda sorpresa para nosotros. Eso pasó una tarde en que el sol se estaba acostando e iluminaba una tormenta negra que tronaba en las montañas hacia el oriente. La luz era espectacular y la tosecita del tractorcito era la orquesta del espectáculo”. En otra ocasión, mientras manejaba por una calle de Bogotá, Marlore tuvo que esquivar con su carro a una culebra que se le atravesó en el camino. “¿Qué hace una culebrita en medio de una ciudad?”, pensó. “La serpiente de tierra caliente tenía que tener razones muy poderosas para arriesgar su vida en las frías calles bogotanas”.

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Con semejante material en la cabeza y la satisfacción de haber conocido al país que hoy día no duda en llamar “Colombia la bella”, Marlore se puso a componer en su casa las canciones que le sacarían sonrisas a miles y miles de niños colombianos de varias generaciones.

Había una vez una iguana, con una ruana de lana
peinándose la melena junto al río Magdalena.
Y la iguana tomaba café, tomaba café a la hora del té
Y la iguana tomaba café, tomaba café a la hora del té.

***

Otras canciones que compuso Marlore en aquella época fueron “Sammy, el heladero”, la historia de un pingüino “feliz y gordito” que partió de la Antártida rumbo a África para venderles helados de limón, arroz y vainilla a los animales salvajes, o “La bruja loca”, sobre una bruja que vivía en la calle 22 de Bogotá a la que se le olvidó hacer sus hechizos. En total, escribió veinte canciones. Luego, armó un coro junto a sus hijos y los hermanos Felipe y Guillermo Rico Grillo, sus amiguitos vecinos, para musicalizarlas. En adelante, las tardes en casa de Marlore fueron amenizadas por el sonido de una guitarra y las voces de los niños, quienes cantaban las ocurrencias de la serpiente de tierra caliente o el itinerario del trencito cañero.

“Cantar con mi mamá era, simplemente, parte de nuestra vida diaria. No sé si los ensayos eran planeados, pero los hacíamos para divertirnos. Mi mamá tomaba la guitarra y mi hermana Cristina y yo nos sentábamos a cantar. Mi hermano Miguel tenía otros intereses y quizás no lo gozaba tanto como nosotras. A papá, aunque no cantaba, le gustaba que cantáramos las canciones de mamá”, recuerda Carol Johnson Anwandter, quien en ese entonces tenía 7 años.

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Poco a poco, “Ronda de las vocales”, “El pájaro carpintero”, “La balada del reloj cucú” y las demás canciones que compuso Marlore inspirada en los paisajes de Colombia tomaron vida propia y la sala de los Johnson Anwandter se convirtió en una improvisada sala de conciertos infantil; sin embargo, en 1974, a ella se le “cayó el corazón a pedazos” cuando Bryan le dijo que, por cuestiones laborales, debían irse a vivir a Estados Unidos. Nuevamente tendrían que dejarlo todo y ponerse en la penosa tarea de decirles adiós a sus nuevos amigos y vecinos. Resignada, la familia atravesó el Atlántico para rehacer su vida en otro país, a kilómetros de la tierra que los había acogido con tanta calidez.

“Empaqué un pedazo de Colombia en mi alma y empezamos una nueva vida en Estados Unidos”, asegura Marlore. Afortunadamente también empacó sus canciones.

***

San Louis, Missouri, 1975.

Instalada ya en su nuevo hogar, Marlore decidió que todas las canciones que compuso en Colombia debían estar en un disco, por lo que se puso manos a la obra, las transcribió a partituras y las acompañó con ilustraciones de su autoría. Escritas sobre el pentagrama con trazos firmes y elegantes, las notas musicales contrastan con el colorido de algunos personajes que se pasean por la partitura como si estuvieran dentro de una historieta.

En la partitura de “La iguana y el perezoso”, por ejemplo, puede verse en la parte superior a un perezoso trepado en la rama de un árbol y luciendo una pijama de rayas rojas. Los nervios del oso nada tienen que ver con el garbo del reptil, que aparece a la derecha cubierto por una ruana amarilla y con una pantufla rosada en una de sus patas. Con el río Magdalena de fondo, rodeado de montañas, con la pata izquierda sostiene un peine, puntiagudo como su melena, mientras que en la otra lleva una humeante taza de café.

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escrito tres veces y una pera tirada en el suelo, adolorida y con una curita, complementan la escena.

“Los ‘monitos’ que les hacía a mis partituras son una bagatela. Cuando daba mis clases de música, siempre les hacía a los niños dibujos de la canción que trabajábamos. Y se me quedó pegada la costumbre, ya no puedo escribir una canción sin hacer el dibujito de sus personajes. Nacen juntos, la música y el ‘monito’”, describe Marlore su particular método.

Cuando terminó de escribir e ilustrar las partituras, Marlore reunió a sus hijos para grabar las canciones que luego serían bautizadas como Canticuentos, “porque eran cuentos hilvanados con una melodía”. Pero en vez de grabarlas en un estudio, “como Dios manda”, escogieron la cocina de la casa y en lugar de consolas y demás aparatos, utilizaron una grabadora con micrófono, un casete, “una guitarra con acompañamiento de flauta dulce y algún instrumentito de percusión”, recuerda ella.

“La mesa de la cocina de nuestra casa en Missouri servía para todo: para hacer las tareas, desayunar, cenar, pagar las cuentas y escribir canciones. Cuando los niños llegaban del colegio y hacían las tareas, trabajábamos. Yo tocaba la guitarra y ellos, muchas veces a regañadientes porque tenían otros programas con sus amigos, cantaban y hacían los ‘adornitos’ con un tamborcito, una flauta dulce o un metalófono. El micrófono colgaba de la lámpara de la cocina”, describe Marlore las sesiones de grabación en el improvisado estudio.

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Carol recuerda el “horrible ruido que hacía la grabadora cuando se nos olvidaba apagar el micrófono al tratar de escuchar lo que acabábamos de grabar”. “A veces teníamos que acomodarlo con libros y cajas para que quedara justo donde mi mamá lo quería. Nos encantaba ayudar con otros instrumentos, a mi hermana y a mí nos tocaba la flauta dulce y era mucho mejor cuando teníamos un arreglo con dos flautas”, agrega. Cristina, quien para ese entonces tenía catorce años, recuerda esas sesiones como un juego de la imaginación. “Teníamos un canasto con instrumentitos y cositas que inventaba mi mamá para hacer ruidos de animales. Recuerdo muy bien un hilo que raspábamos con una esponja mojada y el ruido que hacía, igual al de una gallina. A mi hermano le tocaba hacer los ruidos de las explosiones y los motores”.

El paso a seguir fue meter en un sobre el casete, las partituras e ilustraciones, junto a una carta de recomendación escrita por Rubén Nouzeilles, director artístico de Emi-Odeón Chile, y enviarlo a Codiscos, sello discográfico con sede en Medellín. Los días pasaron y a la vuelta de correo, Marlore, Carol, Cristina y Miguel recibieron una respuesta que los dejó gratamente sorprendidos: Canticuentos se convertiría en un disco. “No sé cuál fue la razón para que Codiscos le abriera sus puertas a una extranjera desconocida que además presentaba sus material de una manera tan primitiva y artesanal. Álvaro Arango era el gerente y Rafael Mejía el director artístico. Cuando recibimos la respuesta de ellos aceptando el proyecto, nos dio un ataque surtido de impresión y alegría”, comenta Marlore.

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El sueño se hacía realidad: los Johnson Anwandter regresarían a Colombia, el país que dos años antes los recibió tan cálidamente les volvía a abrir las puertas para grabar un disco. “Estábamos felices. Más que nada era la oportunidad de volver a juntarnos con nuestros amigos, la familia Rico, y regresar al país que me había encantado tanto”, asegura Carol.

Así pues, aprovechando las vacaciones escolares, la familia tomó un avión rumbo a Chile e hizo escala en Colombia para darle forma a Canticuentos. La aventura comenzaba.

***

Bogotá y Medellín, Colombia, 1975.

A su llegada a Colombia, Marlore se puso en contacto con Roberto Rico Leyva, papá de Felipe y Guillermo, para hacerlos partícipes del proyecto. Roberto, quien antes había formado un coro con varias familias del barrio Santa Bárbara de Bogotá, aceptó de inmediato la invitación y de paso involucró a sus otras dos hijas, Claudia y Elvira. Durante una semana todos se reunieron a ensayar el repertorio de canciones en la casa de los Rico Grillo, ubicada en Suba. Los ensayos eran arduos, pero grandes y chicos los disfrutaban a su manera. Ensayos en la casa de los Rico Grillo. Marlore y Roberto con los niños.

“Todos los niños nos llevábamos muy bien. Éramos muy buenos amigos y nos gustaba estar juntos, así que la pasábamos muy bien en los ensayos. Aunque duraban toda la tarde, todos los niños, hasta los más pequeños que solo tenían 5 o 6 años, éramos muy juiciosos. A todos nos gustaban las canciones así que no parecía un trabajo. Después de cada ensayo nos sentábamos en la mesa inmensa del comedor de los Rico, donde esperaba un tintico para los grandes y un jugo para los chicos. Todavía me acuerdo de los deliciosos jugos de curuba y maracuyá”, recuerda Cristina.

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Cuando todos estuvieron listos y decididos, viajaron a Medellín para grabar el disco.

“Viajamos a Medellín en tres autos repletos con los cantantes originales: los cuatro niños Rico Grillo, los tres niños Johnson Anwandter, más un primito, una compañerita holandesa de colegio y los tres choferes adultos. Montaña arriba y montaña abajo, curva que sube y curva que baja, el camino parecía interminable y la paciencia de los niños se había acabado después de los primeros 15 kilómetros. Llegamos a Medellín, por fin, a las 2:00 a.m., y a las 8 de esa misma mañana estábamos todos en el estudio de Codiscos frente a los micrófonos, con nuestros instrumentitos de percusión, flautas dulces, un metalófono y mucho entusiasmo”, relata Marlore. Pandilla Canticuentos, a las afueras de Codiscos en Medellín, 1975. El disco fue grabado en tres días y las sesiones de grabación duraban desde las 8:00 a.m. hasta las 8:00 p.m., aunque a veces terminaban a las 11:00. Cada uno tenía un rol definido: mientras Marlore y Roberto llevaron la batuta y realizaron los arreglos de las canciones, los niños conformaban un coro. En el disco también participaron otros músicos profesionales quienes tocaron la batería, el piano, el violín y el contrabajo. Bryan, quien no podía dar con una nota, hizo su aporte impartiendo disciplina cuando los niños se salían de casillas e invitándolos a comer helado en los intermedios. Todos sortearon las extenuantes jornadas con alegría y paciencia, aunque por momentos estuvieron a punto de perderla: “En esos años no había pistas pregrabadas ni otros trucos modernos para las grabaciones. Se grababa todo junto: instrumentos y voces al mismo tiempo. ¿Se equivocaba un músico? El coro quería asesinarlo. ¿Se equivocaba un cantante? Los músicos lo linchaban, sobre todo si el accidente ocurría en la última estrofa”, bromea Marlore. El clásico “Enanito de mi casa”, recuerda, “lo grabamos 17 veces hasta que salió bien”. Receso de las grabaciones para comer helado.

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“Fue una aventura musical hermosa porque unió a nuestra familia chilena con otras familias colombianas. Cada niño, nieto, padre o abuelito que participó en esta hermosa aventura viven para siempre en nuestra familia. Recuerdo cada carita y cada nombre de los que un día nos juntamos y echamos a volar alegremente los Canticuentos desde Medellín”. Con el recuerdo grato de la grabación que quedaba atrás, Marlore y su familia regresaron a Estados Unidos sin imaginarse jamás lo que vendría después.

*** Contracara del Canticuentos, original de 1975. Canticuentos vio la luz en septiembre de 1975. El disco de vinilo, cuya caratula de color rojo, letras blancas y seis globos en los que aparecen Sammy el heladero, la iguana y el perezoso, la balada del reloj cucú, el trencito cañero, la bruja loca y el negro Cirilo, todos ilustrados por la artista Olga Walter, fue promocionado por Codiscos a través de una campaña que incluyó artículos de prensa, programas de radio y televisión, afiches y hasta muñecos alusivos a los personajes.

“Cuando el primer volumen de Canticuentos salió al mercado, nosotros, desde Estados Unidos, no captamos el hermoso vuelo que emprendió. Yo no supe, hasta muchísimos años después, la cálida acogida que le dieron los niños colombianos. La familia Rico Grillo nos contaba que escuchaban los Canticuentos en la radio, que aparecían en televisión y que se cantaban en los colegios”, afirma Marlore, quien a la distancia continuó conectada con Colombia, componiendo más canciones inspiradas en “su inolvidable naturaleza”, como “Nubes de cuentos”, “La ley de la Selva”, “Dragón de Cartagena” y “Noches de Guatavita”.

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En 1978 recibió una noticia que le arregló el corazón: Codiscos quería grabar otro volumen de Canticuentos debido al éxito del primero. Marlore no lo pensó dos veces, empacó sus maletas y junto a sus hijos volvió al país que tanto la había inspirado. Y por fortuna, los viajes a Colombia serían recurrentes, ya que en 1980, 1982 y 1985 grabaría junto a los Rico Grillo los tres volúmenes definitivos de Canticuentos, que en el fondo eran como postales de un álbum familiar. “Cada Canticuentos era especial. Los niños crecían, así como sus voces”, rememora. “También crecía el número de cantantes, porque se iban agregando otros amigos, hermanos y hermanitas”.

El éxito de los cuatro volúmenes de Canticuentos fue igual de contundente que el del primero, y cada sesión de grabación igual de mágica; sin embargo, con el correr de los años muchos tomaron un camino diferente al de la música.

Después de Estados Unidos, Marlore se fue a vivir a México y a Singapur debido a las obligaciones de Bryan, para finalmente establecerse en San Louis. Carol estudió Ciencias Agropecuarias, con especialización en trasplante de embriones en caballos, y vive con su esposo en la granja Campo Lindo Farms, ubicada en el pueblo de Lathrop, justo al frente de la de sus padres. Cristina, por su parte, estudió Administración de Empresas y ahora da clases de español en un colegio de la misma ciudad. Miguel, quien también vive allí, estudió Mecánica Automotriz y actualmente trabaja en la empresa Bob Cat. De la familia Rico Grillo los Jhonson Anwandter saben poco. Claudia, Elvira, Felipe y Guillermo formaron sus respectivas familias. Roberto, el “pilar colombiano de Canticuentos”, como lo llama Marlore, falleció.

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Medellín, Colombia, 2012

El 3 de junio de 2012, el Teatro Metropolitano de Medellín José Gutiérrez Gómez estaba a reventar. Más de 13 mil personas esperaban impacientes a que el telón se abriera. Cuando el momento esperado ocurrió, los asistentes aplaudieron a más de 70 niños, jóvenes y adultos, quienes con coreografías, vestuarios, escenografías y juegos de luces recrearon el mundo de Canticuentos en todo su esplendor: la bruja loca, El osito de lana, Sammy el heladero, La jirafa Margarita y muchos más. En la primera fila estaban sentadas Marlore, Carol y Cristina, quienes no dejaban de cantar y sonreír completamente emocionadas. Las tres fueron las invitadas especiales de Canticuentos, un musical realizado por la academia Musicreando dirigida por Clara Zuluaga, y en el que también estuvo presente Felipe Rico.

Minutos antes de que finalizara el espectáculo, Fernando López, vicepresidente de ventas y promoción artística de Codiscos, fue invitado a subir al escenario por tres piratas y una iguana. López, sin muchos protocolos, pronunció estas palabras:

“Niños y niñas, señoras y señores, permítanme invitar a este escenario una persona muy, pero muy querida por todos los colombianos. Ella es chilena, ella es nada más y nada menos que la creadora y la autora de todos los Canticuentos. ¡Ella es Marlore Anwandter!”.

Acto seguido los aplausos hicieron vibrar al Metropolitano, mientras Marlore subía al escenario ayudada por un joven. El público se puso de pie y ella dibujó una sonrisa en su rostro, que luego cubrió con sus manos, completamente emocionada. López y Adriana Restrepo, vicepresidenta de Codiscos, le dieron un disco doble de platino “en reconocimiento a su aporte en pro de la música infantil y por todas las ventas de sus productos Canticuentos”. Marlore también recibió una placa que destacó “su participación decisiva en la formación de tres generaciones de niños y padres colombianos”.

“Yo sé escribir, yo sé cantar, pero no sé hablar. Y sobre todo ahora, que no tengo palabras para decir la emoción que me invade. Les agradezco a todos ustedes, los niños colombianos que fueron creciendo y acogieron todos mis Canticuentos. Para ustedes, los hice con todo mi amor”, dijo Marlore, conmovida y envuelta por los aplausos del público.

Tres años después de aquel homenaje, Marlore declara que ese día sintió por primera vez el impacto de su obra. “Nos dimos cuenta de que realmente estas canciones han formado parte de los hogares colombianos desde hace casi 40 años”.

Cuando le pregunto que si volvería a grabar otro disco de Canticuentos, Marlore me responde que le encanta crear canciones e ilustrar personajes en sus partituras, pero que ya no es el momento de emprender un proyecto de tal magnitud.

“Mi voz parece la de un carrasposo sapo cantor de tanto chicharrear en la vida. Y con 81 vueltas que he dado alrededor del sol creo que es el momento de quedarme callada. Pero, eso sí, sigo componiendo mi musiquita, cerrando los ojos y viajando a Colombia la bella en mi imaginación”, declara desde su granja.

Medellín, 10 de noviembre de 2015.

Marlore tocando guitarra en su granja.